Aturdido y abrumado, decidió caminar para ver si se despejaba la cabeza. Se levantó, tratando de mantener el equilibrio, y empezó a andar, esquivando a los otros, que vagaban perdidos en mundos propios, evitándose como si fueran objetos. Y de pronto se encontró en el espacio abierto que rodeaba la Colina Subterránea, sintiendo la fría brisa de la mañana, dirigiéndose a las pirámides de sal bajo un cielo extrañamente azul.
Se detuvo y miró alrededor, meditó, gruñó sorprendido, se quedó inmóvil, incapaz de seguir. Porque de pronto podía recordarlo todo.
Bueno, no todo. No podía recordar qué había desayunado el 13 del segundo agosto de 2029, por ejemplo; eso concordaba con los experimentos que sugerían que las actividades cotidianas habituales no estaban lo suficientemente diferenciadas para permitir que el individuo las recordase. Pero… A finales de 2020 empezaba sus días en las cámaras abovedadas de la esquina sureste, donde compartía dormitorio con Hiroko, Evgenia, Rya e Iwao. Experimentos, incidentes, conversaciones danzaban en su mente que visualizaba aquella habitación. Un nodo de espaciotiempo hacía vibrar la red de los días. La hermosa espalda de Rya mientras se lavaba las axilas al otro lado de la habitación. Comentarios hirientes por lo irreflexivos. Vlad hablando de empalmar genes. Vlad y él se habían detenido en ese mismo lugar en su primer minuto en Marte, mudos, absortos en la gravedad, el rosa del cielo y los horizontes cercanos, que aún ahora, tantos años después, conservaban el mismo aspecto: tiempo areológico, tan lento y prolongado como una gran sístole. Metido en un traje se tenía la sensación de estar hueco. Para Chernobil habían necesitado más hormigón del que podían fraguar en aquel aire tenue, seco y frío. Nadia lo había conseguido. ¿Cómo? Calentándolo, eso era. Nadia había hecho muchas cosas durante aquellos años: las bóvedas, las fábricas, la galería… ¿Quién habría sospechado que alguien tan tranquilo en el Ares se revelaría tan competente y enérgico? Hacía años que no recordaba la impresión que producía Nadia en el Ares. La muerte de Tatiana Durova, aplastada por una grúa, la había afligido mucho; había supuesto una conmoción para todos, excepto para Michel, sorprendentemente disociado de aquella primera tragedia. ¿Lo recordaría Nadia? Sí, lo recordaría si pensaba en ello. No tenía por qué ser exclusivo de Sax, o más preciso; si el tratamiento alcanzaba buenos resultados con él, tenía que ocurrir lo mismo con los demás. Aquél era Vasili, que había luchado del lado de la UNOMA en las dos revoluciones; ¿qué estaría recordando? Parecía afligido, o quizás extasiado. Seguramente la sensación de plenitud, de experimentarlo todo, por lo visto uno de los primeros efectos del tratamiento. ¿Acaso recordaba la muerte de Tatiana, como él? Una vez, Sax y Tatiana fueron a pasear por la Antártida durante el año de selección, y ella tropezó y se torció un tobillo, y tuvieron que esperar en Nussbaum Riegel a que un helicóptero de McMurdo los rescatase. El episodio había caído en el olvido durante años hasta que Phyllis se lo recordó la noche que lo arrestaron, pero luego, rápidamente, había vuelto a olvidarlo. Dos rememoraciones en doscientos años; pero ahora lo recuperaba de veras: el sol bajo, el frío, la belleza de los Valles Secos, la envidia de Phyllis por la extraordinaria belleza de Tatiana. Que esa belleza hubiese de morir primero… parecía una señal, una maldición, Marte como Plutón, planeta de terror y pavor. Y ahora que las dos mujeres llevaban tanto tiempo muertas, él recordaba ese día en la Antártida, era el único que conservaba aquel día precioso, que sin él desaparecería. Sí, lo que uno recordaba era precisamente la parte del pasado que más emociones le había provocado, los sucesos que sobrepasaban un determinado umbral emocionaclass="underline" las grandes alegrías, las grandes crisis, los grandes desastres. Y también los pequeños. Lo habían excluido del equipo de baloncesto de séptimo curso, había llorado, solo, en una fuente del patio del colegio, después de leer la lista, y había pensado: Recordarás esto toda la vida. Y así había ocurrido. Las primeras veces en que a uno le ocurría algo o hacía algo tenían una carga especial, como el primer amor (por cierto, no recordaba quién había sido). Una imagen borrosa, allá en Boulder, una cara… la amiga de un amigo; pero aquello no había sido amor y ni siquiera recordaba su nombre. No, estaba pensando en Ann Clayborne, delante de él, mirándolo fijamente, hacía mucho tiempo. ¿Qué intentaba recordar? La marea de pensamientos era tan intensa y rápida que no podría recordar algunos de los episodios, estaba seguro. Una paradoja, pero sólo una de las muchas causadas por el hilo de conciencia del vasto campo de la mente. Diez a la cuadragésimo tercera potencia, la matriz en la que florecían todos los big bangs. El cráneo albergaba un universo tan vasto como el universo exterior. Ann… Había salido a pasear con ella también en la Antártida. Ella era muy fuerte. Le pareció curioso que durante la marcha por la caldera de Olympus Mons no hubiese recordado el paseo por el Valle Wright en la Antártida, a pesar de las similitudes, durante el cual habían tenido una fervorosa discusión sobre el destino de Marte; él había intentado tomarla de la mano, o había sido ella, ¡caramba, estaba coladito por Ann! Y él, con su chip de rata de laboratorio, que nunca había experimentado esa clase de sentimientos, había dado un respingo, de pura timidez. Ella lo había mirado con curiosidad, sin comprender la importancia del suceso, y le había preguntado por qué tartamudeaba tanto. Había tartamudeado bastante de niño a causa de un problema bioquímico al parecer solucionado por la pubertad, pero cuando estaba nervioso a veces recaía. Ann, Ann… veía su cara mientras discutía con él en el Ares, en la Colina Subterránea, en Dorsa Brevia, en el almacén de Pavonis. ¿Por qué aquel continuo ataque a la mujer que tanto le había atraído, por qué? Ella era muy fuerte, y sin embargo la había visto tan deprimida que había yacido indefensa en el suelo, en aquel rover-roca, durante días, mientras su Marte rojo moría. Allí tendida. Pero luego se había obligado a continuar. Había hecho callar a Maya cuando ésta había increpado a Sax a gritos, había colaborado en el entierro de su compañero Simón. Había hecho todas esas cosas, y nunca, nunca había sido Sax más que una carga para ella, parte de su dolor. Se había enfadado con ella en Zigoto y en Gameto, veía su rostro demacrado, y después había estado veinte años sin verla. Y más tarde, después de someterla al tratamiento de longevidad sin su consentimiento, había estado otros treinta años sin verla. ¡Cuánto tiempo malgastado! Ni vivir mil años bastaría para justificar aquel despilfarro.
Recorría el Cuartel de los Alquimistas. Volvió a encontrar a Vasili, sentado en el polvo con el rostro bañado en lágrimas. Los dos habían amañado el experimento de las algas en aquel edificio, pero Sax dudaba de que aquello fuera la causa del llanto de Vasili. Tal vez algo relacionado con los años que había pasado al servicio de la UNOMA… En fin, siempre podía preguntar; pero vagar por la ciudad viendo caras y recordando al instante todo lo que se sabía de ellas no era una situación que favoreciera los interrogatorios. Dejaría a Vasili con su pasado; no deseaba saber de qué se arrepentía. Además, una figura avanzaba hacia el norte a grandes trancos, sola… Ann. Era extraño verla con la cabeza descubierta y los cabellos blancos flotando al viento, tanto que interrumpió la afluencia de recuerdos. La había visto antes así, en el Valle Wright, sí, con los cabellos claros, rubio sucio lo llamaban, poco caritativamente. Era muy peligroso desarrollar vínculos afectivos bajo la atenta mirada de los psicólogos. Estaban allí por trabajo, sometidos a una gran presión, no había lugar para relaciones personales que además eran peligrosas, como Natalia y Sergei habían demostrado. Pero de todos modos ocurría. Vlad y Ursula formaron una pareja sólida y estable, igual que Hiroko e Iwao y Nadia y Arkadi. Pero era peligroso, arriesgado. Ann lo había mirado desde el otro lado de la mesa de laboratorio mientras desayunaban, y algo en su mirada, una cierta expresión… no podía precisar qué, la gente era un misterio para él. El día que recibió la notificación de su admisión en el grupo de los Primeros Cien una gran tristeza lo invadió. ¿Cuál era la causa? Lo ignoraba. Vio la notificación en el cajón del fax y el arce a través de la ventana; había llamado a Ann para saber de su suerte, y sorprendentemente la habían aceptado, a pesar de que era una solitaria. Y él se sintió feliz al saberlo, y al mismo tiempo triste. Las hojas del arce estaban rojas; era otoño en Princeton, una estación tradicionalmente melancólica, pero no era por eso. Simplemente estaba triste, como si haberlo logrado significara sólo que habían pasado unos cuantos de los tres mil millones de latidos del corazón, que ahora ya eran diez mil millones y seguían. No alcanzaba a explicarlo. Los humanos eran seres misteriosos. Por eso cuando Ann había dicho: «¿Quieres dar un paseo hasta el Punto Bajo?», en aquel laboratorio de los valles secos, había accedido al instante, sin vacilar. Y sin haberlo planeado, habían salido por separado: ella había ido sola hasta el Mirador y él la había seguido, y allí, sentados lado a lado, contemplando las cabañas arracimadas y la cúpula del invernadero, una especie de proto-Colina Subterránea, él había tomado su mano enguantada entre las suyas mientras departían amigablemente sobre la terraformación. Y ella había retirado la mano sobresaltada y se había estremecido (hacía mucho frío), y él había tartamudeado tanto como después de sufrir la embolia. Una hemorragia límbica que había matado en el acto ciertos elementos, ciertas esperanzas y anhelos. La muerte del amor. Y desde entonces la había estado acosando. ¡Y eso no significaba que aquellos acontecimientos funcionaran como explicaciones causales coherentes, por más que dijera Michel! El frío antartico mientras regresaban a la base… Ni siquiera en la transparencia eidética de su actual capacidad para recordar podía visualizar aquel trayecto. Distraído. ¿Por qué, por qué lo había rechazado de aquel modo?