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¿Un hombre mezquino, una rata de laboratorio? Pero había sucedido y había dejado su impronta para siempre. Y ni siquiera Michel lo había sabido.

Represión. Pensar en Michel le hizo recordar a Maya. Ann estaba ahora en la línea de horizonte, nunca la alcanzaría, aunque no estaba seguro de quererlo en ese preciso momento, todavía aturdido por aquel sorprendente y doloroso recuerdo. Decidió ir en busca de Maya. Dejó atrás el lugar donde Arkadi se había reído de sus oropeles cuando bajó de Fobos, el invernadero donde Hiroko lo había seducido con su impersonal simpatía, como primates en la sabana, la hembra alfa que escogía a un macho del grupo, un alfa, un beta, o un miembro de la clase «podría ser alfa pero no parece interesado», la manera de actuar más decente a juicio de Sax; pasó ante el parque de remolques donde habían dormido en el suelo todos juntos, como una familia. Con Desmond en algún armario. Desmond había prometido mostrarles los escondites en los que había vivido. Un revoltijo de imágenes de Desmond brotó de pronto: el vuelo sobre el canal en llamas, el vuelo sobre Kasei Vallis en llamas, el miedo en Kasei cuando los agentes de seguridad lo habían atrapado en su demencial dispositivo; aquél había sido el fin de Saxifrage Russell. Ahora era algo más, y Ann era también Contra-Ann, y una tercera mujer distinta de las otras dos. Casi podían hablarse como dos extraños que acababan de conocerse. Más que aquellos dos que se habían encontrado en la Antártida.

Maya estaba sentada en la cocina, esperando que el contenido de una gran tetera empezara a hervir.

—Maya —dijo Sax, las palabras como guijarros en la boca—, deberías probarlo. No es tan malo.

Ella negó con la cabeza.

—Recuerdo todo lo que quiero recordar. Incluso ahora, sin tus fármacos, incluso ahora que apenas recuerdo nada, recuerdo más de lo que tú nunca recordarás. Con eso me basta.

Era posible que pequeñas cantidades del complejo de drogas hubiesen pasado al aire y luego atravesado la piel de Maya, proporcionándole una fracción de aquella experiencia hiperemocional. O quizás era una manifestación de su estado habitual.

—¿Por qué no iba a bastarme? —decía ella—. No quiero recuperar mi pasado, porque no puedo soportarlo.

—Tal vez más adelante —dijo Sax.

¿Qué podía decirle? Ella ya era así en la Colina Subterránea, impredecible, voluble. No dejaba de sorprenderle que hubieran seleccionado tantos excéntricos para el grupo de los Primeros Cien. Pero ¿qué otra opción tenía el comité seleccionador? La gente era así, a menos que fuera estúpida. Y no habían mandado estúpidos a Marte, al menos no ai principio, o no demasiados. E incluso los poco dotados tenían sus complejidades.

—Tal vez —contestó ella, palmeándole la cabeza; luego apartó la tetera del fuego—. O tal vez no. Recuerdo demasiadas cosas tal como estoy.

—¿Frank? —inquirió Sax.

—Naturalmente. Frank, John, Michel… todos están aquí —dijo golpeándose el pecho con el pulgar—. Duele lo suficiente, no necesito más.

—Ah.

Sax salió sintiéndose atiborrado, inseguro de todo, desequilibrado. El sistema límbico vibraba bajo el impacto de su vida entera, bajo el impacto de Maya, tan hermosa y marcada por la desgracia. Deseaba fervientemente su felicidad, pero ¿qué podía hacer? Ella vivía su infelicidad hasta las heces, casi podría decirse que la hacía feliz, o de algún modo la completaba. ¡Hasta era posible que experimentara constantemente aquella desagradable sobrecarga emocional! Caramba, era demasiado fácil mostrarse flemático. Y sin embargo, estaba tan llena de vida. La manera en que los había espoleado para sacarlos del caos, al sur del refugio de Zigoto… cuánta energía. Había entre ellos muchas mujeres fuertes. Porque necesitaban serlo para afrontar el horror de la vida, sin negarlo, admitirlo y seguir adelante. John, Frank, Arkadi, incluso Michel, habían tenido su optimismo, su pesimismo, su idealismo, sus mitologías y sus diferentes ciencias para enmascarar el dolor de la existencia, pero estaban muertos, los habían asesinado de un modo u otro, y Nadia, Maya y Ann se habían visto obligadas a continuar. Era un hombre afortunado por tener unas hermanas tan tenaces. La misma Phyllis, con la tenacidad del estúpido, se había abierto camino con mucho éxito, al menos durante un tiempo, sin rendirse jamás.

Spencer le había dicho que ella había protestado cuando supo que lo estaban torturando; Spencer y todas sus horas de aerodinámica juntos, que después de beber mucho whisky le había explicado que ella se presentó ante el jefe de seguridad de Kasei Vallis y exigió su liberación, a pesar de que Sax la había dejado inconsciente y casi la había matado con óxido nitroso, y la había engañado en su propia cama. Al parecer le había perdonado, y Spencer nunca le había perdonado a Maya que la matara, aunque fingiera que sí. Y Sax la había perdonado aunque durante años actuara como si no lo hubiera hecho para mantener un cierto ascendiente sobre ella. ¡En qué extraño embrollo recombinante habían convertido sus vidas como resultado de la sobreextensión! O quizás en todos los pueblos sucedía lo mismo. ¡Pero tanta tristeza y traición! Tal vez la pérdida desencadenaba los recuerdos, pues todo se perdía inevitablemente. Pero ¿y la alegría? Trató de recordar: ¿era posible volver al pasado siguiendo categorías emocionales? Vagar por las salas del congreso de terraformación, por ejemplo, y ver el póster que estimaba la contribución calórica del Cóctel Russell en doce kelvins. Despertarse en el Mirador de Echus y descubrir que la Gran Tormenta había terminado y lucía un radiante cielo. Visualizar los rostros del tren que salió de la Estación Libia. Que Hiroko le besara la oreja en los baños un día de invierno en Zigoto, cuando toda la tarde era noche. ¡Hiroko! Ah, estaba encogido en el frío, avergonzado por estar a punto de morir en una torménta cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes, tratando de idear un modo de que el coche viniera a él, pues era evidente que él no lo alcanzaría nunca, y entonces ella había surgido de la nieve, una figura menuda en traje espacial de color rojo orín brillante en la blanca tormenta de viento y nieve, tan ruidosa que el micrófono del intercom sólo había transmitido susurros: «¿Hiroko?», había gritado, y había visto su rostro a través del visor y ella había contestado: «Sí», y le había aferrado la muñeca para ayudarlo a levantarse. ¡Esa mano en la muñeca! La sintió. Y le levantó, como la viriditas, la gran fuerza verde corrió por sus venas, a través de la blanca estática que pasaba velozmente junto a él; el tacto de la mano de ella era cálido y seguro, pleno. Hiroko había estado allí, lo había llevado hasta el coche y salvado la vida, y después había vuelto a desaparecer. Y a pesar de la certeza de Desmond de que había muerto en Sabishii, de lo convincentes que fueran los argumentos y de que a menudo, a causa del agotamiento, los montañeros solos sufrieran alucinaciónes.