Sax estaría seguro a causa de esa mano en su muñeca, esa visita en la nieve de Hiroko en carne y hueso, tan real como la roca y viva, podía apoyarse en aquel conocimiento, en la inexplicable filtración de la incógnita en todas las cosas, podía apoyarse en el hecho de que Hiroko vivía, tomarlo como punto de partida y seguir adelante, convertirlo en el axioma de toda una vida de alegría, e incluso tratar de convencer a Desmond para darle paz.
Estaba fuera buscando a Coyote, una tarea nada fácil. ¿Qué recordaba Desmond de la Colina Subterránea? Escondites, susurros, el desaparecido grupo de la granja, la colonia perdida a la que se había unido… Recorrer Marte en rovers-roca, ser amado por Hiroko, volar sobre la superficie nocturna en un avión camuflado, vivir en el demimonde, dar cohesión a la resistencia… Aquellos recuerdos le parecían casi suyos. Una transferencia telepática de sus respectivas historias: cien metros cuadrados bajo las bóvedas. Pero no, sería demasiado. Imaginar la realidad de otro ya era asombroso, y era toda la telepatía que se necesitaba o que podía manejarse.
Pero ¿adonde había ido Desmond? Era inútil, no se lo podía encontrar, había que esperar a que él lo encontrara a uno. Aparecería cuando lo decidiera. Al noroeste de las pirámides de sal y el Cuartel de los Alquimistas estaba el esqueleto de un antiquísimo contenedor, probablemente de los que se lanzaron antes de la misión con el equipo del asentamiento; la pintura se había descascarillado y estaba recubierto de una costra de sal. El principio de sus esperanzas, ahora un esqueleto de metal viejo, nada en realidad. Hiroko y él lo habían descargado.
En el Cuartel de los Alquimistas, las máquinas encerradas en los edificios ya habían quedado anticuadas, incluso el inteligente procesador Sabatier. Había disfrutado mucho viéndolo funcionar. Nadia lo había arreglado un día, cuando todos los demás se habían dado por vencidos; la rechoncha mujercita canturreando enfrascada en su tarea en un tiempo en que aún se podía entender a las máquinas. Gracias a Dios por Nadia, el ancla que los unía a la realidad, la persona con la que siempre podía contarse. Quiso abrazar a su hermana bienamada, que al parecer estaba intentando poner en marcha una excavadora del museo.
Pero en el horizonte una figura avanzaba hacia el oeste sobre una loma: Ann. ¿Había recorrido todo el horizonte? Corrió hacia ella, tambaleándose, como durante la primera semana en Marte, y cuando estuvo cerca se detuvo, jadeante.
—¡Ann! ¡Ann!
Ella se volvió y Sax advirtió el miedo instintivo en su rostro, como la expresión de un animal perseguido. Él era una criatura de la que habia que huir, o eso había sido para ella.
—Cometí errores —le soltó, delante ella. Podían hablar al aire libre, en el aire que él había fabricado contra la voluntad de Ann—. No advertí la belleza hasta que fue demasiado tarde. Lo siento, lo siento. —Había intentado decirlo otras veces, en el coche de Michel cuando escapaban de la inundación, en Zigoto, en Tempe Terra, pero siempre había fracasado. Ann y Marte, entrelazados… sin embargo no tenía porqué disculparse ante Marte: los hermosos atardeceres, los distintos tonos del cielo, signo azul del poder y la responsabilidad que tenían, del lugar que ocupaban en el cosmos y de su poder en este marco, tan nimio y sin embargo tan importante; habían llevado la vida a Marte y estaba seguro de que eso era provechoso.
Pero necesitaba pedirle perdón a Ann. Por los años de fervor misional, por la presión ejercida sobre ella para que accediera, por la caza de la fiera salvaje de su negativa, con ánimo de matarla. Sentía tanto todo aquello… tenía el rostro bañado en lágrimas, y ella lo miraba como en aquella roca fría en la Antártida, en aquel primer rechazo que él había recuperado. Su pasado.
—¿Recuerdas? —le preguntó con curiosidad—. Fuimos hasta el Mirador juntos, quiero decir, uno detrás del otro, pero para encontrarnos y conversar a solas. Salimos separados por lo de aquí, la pareja de rusos que se habían peleado y que habían mandado casa. ¡Nos escondíamos de la gente del comité de selección! —Rió ante la imagen de sus profundamente irracionales comienzos. ¡Y en todo lo que habían hecho después habían intentado mantenerse a tono con aquellos principios! Habían llegado a Marte, y habían repetido sus actos, como siguiendo una recurrencía, una repetición de pautas.— Nos sentamos allí y yo pensé que nos entendíamos y te tomé la mano, pero tú la retiraste, no te gustó que lo hiciera. Me sentí mal y regresamos, y nunca más volvimos a hablar con aquella confianza. Y por eso durante todos estos años te acosé, creyendo que era a causa de… —Señaló el cielo azul.
—Lo recuerdo.
Lo miraba fijamente y él se sintió conmocionado: uno nunca tenía ocasión de hacer aquello, uno nunca llegaba a decirle «lo recuerdo» al amor perdido de la juventud, aún hace daño. Y sin embargo, allí estaba ella, mirándolo con sorpresa.
—Sí —dijo frunciendo el ceño—, pero no ocurrió así. Yo apoye una mano en tu hombro, me gustabas, y parecía que llegaríamos a algo…
¡pero saltaste! ¡Caramba, saltaste como si te hubiera clavado un aguijón! La electricidad estática era acusada allí, pero… —Soltó una risa áspera.— No, fuiste tú. Supuse que no estabas acostumbrado a esas cosas. ¡Ni tampoco yo! Y que justamente por eso era adecuado, pero no fue así. Y luego olvidé el episodio por completo.
—No —dijo Sax.
Sacudió la cabeza en un primitivo esfuerzo por recomponer sus pensamientos, por organizar sus recuerdos. Aún tenía en el escenario de su mente el episodio del Mirador, casi palabra por palabra, y todos sus movimientos. Es una red que gana en orden, había dicho, tratando de explicar el propósito de la ciencia; y por eso destruirás la superficie del planeta, había respondido ella. Lo recordaba.
Pero mientras rememoraba el incidente la expresión de Ann era la de quien se halla en completa posesión de un momento del pasado, que había cobrado vida al ser recuperado. Ella recordaba, pero de manera distinta. Uno de ellos tenía que estar equivocado.
—¿Es posible…? —Se interrumpió y empezó de nuevo:— ¿Es posible que fuéramos tan torpes como para salir con intención de revelar nuestros sentimientos y…?
Ann rió.
—¿Y que nos separásemos sintiéndonos rechazados por el otro? —Rió de nuevo.— Más que posible.