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—Todos vivimos las mismas cosas.

—¡Es cierto, es cierto!

Era curioso que ese hecho no afectara más el comportamiento humano.

Regresaron al parque de remolques y lo cruzaron despacio, retenidos por una densa telaraña de asociaciones. Se acercaba la puesta de sol. En las cámaras abovedadas sus compañeros preparaban la cena. Casi todos habían estado demasiado ocupados con sus recuerdos para pensar en comida, y el fármaco parecía suprimir el apetito; pero ahora estaban famélicos. Maya había preparado una gran olla de estofado con muchas patatas. ¿Borscht? ¿Bullabesa? Había tenido la previsión de poner en marcha la panificadora por la mañana, y el cálido olor a levadura llenaba las bóvedas.

Se reunieron en la gran sala de doble bóveda de la esquina sudoeste, donde Ann y Sax habían protagonizado el famoso debate en los primeros tiempos de la terraformación. Con un poco de suerte, pensó Sax, Ann no lo recordaría, si regresaba después del anochecer, como solía, porque el vídeo del debate discurría en una pequeña pantalla en un rincón. Parecía una noche corriente en la Colina Subterránea: hablando del trabajo, de las diferentes obras, comiendo, rodeados de los rostros familiares. Como si Arkadi, John o Tatiana fuesen a entrar en cualquier momento, como lo hacía Ann en ese momento, a la hora acostumbrada, pataleando para calentarse los pies, haciendo caso omiso de los otros, como siempre.

Pero esta vez se acercó y se sentó al lado de Sax y comió (un estofado provenzal que Michel solía preparar) en silencio, naturalmente, lo que aumentó la curiosidad de los otros. Nadia los miraba con los ojos llenos de lágrimas. Sentimentalismo a flor de piel; podía ser un problema. Más tarde, en medio del alboroto de platos y voces (todos hablaban al mismo tiempo) Ann se inclinó hacia él y dijo:

—¿Adonde piensas ir cuando esto acabe?

—Bueno —dijo él, de pronto nervioso—, algunos colegas de Da Vinci me han invitado a… a… a navegar. Quieren que pruebe un nuevo barco que han diseñado para mis travesías marítimas. Un velero. En Chryse…

en el golfo de Chryse.

—Ah.

A pesar del ruido, un silencio terrible reinó entre ellos. Después de una eternidad, Ann preguntó:

—¿Puedo acompañarte?

Sax sintió que la piel de la cara le ardía; congestión capilar qué extraño. ¡Dios santo, había olvidado contestar!

—Pues claro.

Sentados a la mesa todos conversaban, pensaban, recordaban. Bebían el té de Maya, que parecía contenta ocupándose de ellos. Mucho más tarde, cuando la mayoría dormitaba en las sillas o se inclinaba sobre las estufas, Sax decidió acercarse al parque de remolques en el que habían pasado los primeros meses, sólo para echar un vistazo.

Nadia ya estaba allí, tendida en uno de los colchones. Sax se sentó en su viejo colchón. Y entonces llegó Maya con los demás, que arrastraban a un reacio y asustado Desmond. Lo acomodaron en el colchón, en el centro y se reunieron en torno a él, algunos en sus viejas camas, y los que habían dormido en los otros remolques, ocupando los jergones vacíos de los ausentes. Ahora un solo remolque los albergaba con comodidad. Y se tendieron y se dejaron llevar por el sueño. Aquello también era un recuerdo, soñoliento y cálido, como sumergirse en el baño rodeado de los amigos, agotados por el trabajo del día, el apasionante trabajo de construir una ciudad y un mundo. Duerme, memoria, duerme, cuerpo; déjate llevar con gratitud por el momento y sueña.

Zarparon de La Florentina un día ventoso y despejado, Ann al timón y Sax en la proa de estribor del flamante catamarán, asegurando el ancla, que chorreaba barro anaeróbico. Sax pasó un buen rato colgado de la borda, examinando muestras con su lupa: una gran cantidad de algas muertas y otros organismos del fondo. Sería interesante saber si aquella fauna y flora era típica del fondo del mar del Norte o por alguna razón sólo del golfo de Chryse o La Florentina, o de las aguas poco profundas en general.

—¡Sax, ven! —gritó Ann—. Se supone que eres tú el que sabe navegar.

—Y es verdad.

Aunque en realidad la IA del barco podía hacerlo todo; si se le ordenaba, por ejemplo: «Ve a Rhodos», ellos ya no tendrían nada más que hacer para navegar durante el resto de la semana. Pero a Sax le agradaba sentir la caña del timón en las manos, así que dejó el barro del ancla para otro momento y se abrió paso hasta la ancha cabina suspendida entre los dos estrechos cascos.

—Da Vinci está a punto de desaparecer por el horizonte, mira.

—Es cierto.

Las crestas del borde del cráter eran lo único de la península de Da Vinci visible sobre el agua, aunque no estaban a más de veinte kilómetros: la intimidad del pequeño globo marciano. Y el barco era veloz; hidroplaneaba con cualquier viento que superara los cincuenta kilómetros por hora y las quillas estaban provistas de botalones submarinos que se extendían y adoptaban posturas copiadas de los delfines, que junto con un ingenioso sistema de contrapesos mantenían el casco de barlovento en contacto con el agua y evitaban que el de sotavento se hundiera demasiado. Incluso con vientos moderados, como el que en ese momento embestía la velamástil aún recogida, el barco se deslizaba sobre el agua como un trineo sobre el hielo, a una velocidad algo menor que la del viento. Observando los otros barcos advirtió que en muy pocos casos se mantenía el casco en contacto con el agua. Daba la sensación de que sólo el timón y los botalones impedían que salieran volando. Los últimos vestigios de Da Vinci desaparecieron detrás de un horizonte dentado y móvil a no más de cuatro kilómetros del barco. Sax miró brevemente a Ann: se aferraba a la borda y contemplaba el blanco encaje de la estela.

—¿Habías estado en el mar antes? —preguntó Sax, refiriéndose a perder de vista tierra firme.

—No.

—Ah.

Navegaron hacia el norte, adentrándose en el golfo de Chryse. La isla de Copérnico apareció a la derecha y detrás de ella Galileo, pero pronto retrocedieron hacia el horizonte azul, donde las crestas de las olas eran una monótona sucesión. El mar de fondo venía del norte, casi directamente delante de ellos, de manera que mirando a babor o estribor el horizonte era una línea ondulante de agua azul contra el cielo azul, una reducida circunferencia en torno al barco, como si el recuerdo del horizonte en la Tierra se obstinase en perturbar la percepción óptica del cerebro, de modo que siempre tendrían la sensación de estar en un planeta demasiado pequeño. Ciertamente el rostro de Ann tenía una expresión de profundo malestar: miraba con desconfianza las olas, que levantaban primero la proa y luego la popa. Al mar de fondo se oponía un oleaje cruzado levantado por el viento del oeste que ondulaba la superficie más ancha de las grandes olas. La física del tanque de olas en acción; eso le recordó a Sax el laboratorio de física del instituto, donde las horas se le pasaban volando contemplando las maravillas que agitaban el tanque. Aquí el mar de fondo tenía su origen en el perpetuo desplazamiento hacia el este del mar del Norte alrededor del globo; la magnitud de la marejada dependía de los vientos locales, que la reforzaban o se interponían en su camino. La gravedad ligera favorecía las olas grandes y anchas, rápidamente generadas por los fuertes vientos. Sí el viento ese día arreciaba, las aguas picadas del oeste crecerían y sobrepasarían el oleaje de fondo. Las olas del mar del Norte eran famosas por su tamaño y mutabilidad, por sus sorprendentes recombinaciones, aunque se desplazaban con lentitud: grandes colinas, como las gigantescas dunas de Vastitas, migrando alrededor del planeta. A veces su tamaño era impresionante; en la estela dejada por los tifones que asolaban el mar del Norte se había informado de olas de setenta metros.