Ese mar picado parecía suficiente para Ann, a juzgar por su expresión angustiada. A Sax no se le ocurría qué decirle. Dudaba de que sus pensamientos sobre la mecánica de las olas fuesen apropiados, aunque eran muy atractivos para cualquiera interesado en las ciencias físicas, como era el caso de Ann. Pero quizás en otro momento. Por lo pronto la sensación física del agua, el viento y el cielo le bastaban. El silencio parecía lo más indicado.
El mar empezó a cabrillear y Sax comprobó la velocidad del viento: treinta y dos kilómetros por hora, la velocidad aproximada con la que empezaba a achatar las olas, una sencilla relación entre superficie de tensión y velocidad del viento que incluso podía calcularse. Sí, la ecuación de la dinámica de fluidos indicaba que empezarían a derrumbarse con vientos de treinta y cinco kilómetros por hora, y así era: cabrillas de sorprendente blancura contra el azul oscuro del agua, azul de Prusia, a juicio de Sax. El cielo ostentaba un azul celeste, teñido apenas de púrpura en el zenit y algo palidecido en torno al sol, y una lámina metálica separaba el sol del horizonte.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ann con acento irritado.
Sax se lo explicó y ella le escuchó, silenciosa y pétrea. Sax no alcanzaba a imaginar qué podía estar pensando. Para él siempre había sido un consuelo que el mundo fuera explicable. Pero Ann… en fin, quizá sólo estaba mareada. O quizás algo del pasado la turbaba, como le había ocurrido a él en las semanas que siguieron al experimento en la Colina Subterránea, cuando inesperadamente lo asaltaba algún recuerdo. Memoria involuntaria. Y para Ann eso podía incluir incidentes negativos, pues Michel le había hablado de malos tratos en la infancia. A Sax le escandalizaba tanto que apenas podía creerlo. En la Tierra había hombres que violaban a las mujeres; en Marte, jamás, aunque no podía afirmarlo con total seguridad. Ésa era una de las ventajas de vivir en una sociedad racional, lo que la hacía tan valiosa. Tal vez Ann conociese mejor que él la situación actual en ese terreno, pero no tenía la confianza suficiente para preguntarle. Estaba contraindicado.
—Estás más callado que un muerto —dijo ella.
—Disfrutaba del paisaje —se apresuró a responder. Quizá fuera mejor hablar de la mecánica de las olas después de todo. Le explicó el origen del mar de fondo, de las olas cruzadas, las interferencias negativas y positivas que provocaba su encuentro. Y de pronto dijo:— ¿Recordaste algo de tu vida en la Tierra durante el experimento en la Colina Subterránea?
—No.
—Ah.
Debía tratarse de una forma de represión, exactamente lo contrario del método psicoterapéutico que Michel habría recomendado. Pero ellos no eran máquinas de vapor y algunas cosas era mejor olvidarlas. Él tendría que volver a olvidar la muerte de John, por ejemplo, o esforzarse por recordar las etapas de su vida en que había sido más sociable, como los años en que trabajó para Biotique en Burroughs. En el otro lado de la cabina estaba sentada Contra-Ann, o la tercera mujer de la que había hablado, mientras que él era, al menos en parte, Stephen Lindholm.
Extraños a pesar del sorprendente encuentro en la Colina Subterránea, o quizá por eso mismo. Hola, encantado de conocerte.
Una vez que dejaron atrás los fiordos e islas de la base del golfo de Chryse, Sax viró al noreste, cortando la espuma, con viento de popa. La velamástil desplegó entonces su versión de spinnaker y los cascos de la embarcación se deslizaron sobre las blandas crestas de las olas antes de rendirse a la superior velocidad de éstas. La costa oriental del golfo de Chryse apareció ante sus ojos, menos espectacular que la occidental, pero en muchos aspectos más hermosa. Edificios, torres, puentes: una costa densamente poblada, como la mayoría. Después de Olympus cualquier ciudad debía de suponer un shock.
Franquearon la ancha boca del fiordo Ares y Punto Soochow emergió en el horizonte, y más allá, las islas Oxia, una detrás de otra; antes de que hubiera agua habían sido una colección de colinas redondas, los Montes Oxia, con la altura adecuada para convertirse en un archipiélago. Sax se internó en los estrechos canales que separaban estas islas, que se elevaban unos cuarenta o cincuenta metros sobre el mar. Los únicos habitantes de buena parte del archipiélago eran las cabras, pero en las islas mayores, particularmente las que tenían forma de riñon y disponían de bahía, las piedras que cubrían las colinas habían servido para levantar muros que dividían las pendientes en sembrados y pastos. En esas islas irrigadas destacaba el verde de los huertos cargados de fruto y los pastos salpicados por blancas ovejas o vacas enanas. La carta de navegación daba los nombres de las islas: Kipini, Wahoo, Wabash, Naukan, Libertad. Al leerlos Ann dio un respingo.
—Son los nombres de los cráteres que quedaron sumergidos en el centro del golfo.
—Ah.
Pero a pesar de ello eran unas islas preciosas. Los pueblos de pescadores de las bahías lucían paredes encaladas y puertas y ventanas azules, de nuevo el modelo egeo. En efecto, en un promontorio en los acantilados se levantaba un pequeño templo dórico, cuadrado y orgulloso. Amarrados en las bahías había balandros, barcas de pesca y botes. Sax señaló un molino de viento en una colina en la cual pastaba un rebaño de llamas.
—Parece una vida tranquila.
Empezaron a hablar de los nativos, sin crispación. De Zo, de los hombres salvajes y su extraña existencia de cazadores-recolectores, de los nómadas agrícolas, que trabajaban como temporeros siguiendo las cosechas aunque eran los dueños de las granjas, de la fertilización cruzada de todos esos estilos de vida; de los nuevos asentamientos terranos que se hacían un hueco en el paisaje, del creciente número de ciudades portuarias. En el centro de la bahía descubrieron uno de los nuevos barcos-ciudad, islas flotantes con miles de habitantes. Aquélla era demasiado grande para entrar en el archipiélago de Oxia y parecía estar cruzando el golfo en dirección a Nilokeras o los fiordos del sur. Puesto que las tierras de Marte se consideraban ya demasiado pobladas y con demasiada frecuencia los tribunales frustraban la fundación de nuevos asentamientos, cada vez más gente se mudaba al mar del Norte y convertía aquellos barcos-ciudad en sus hogares.
—Visitémosla —dijo Ann—. ¿Es posible?
—No veo por qué no —contestó Sax, sorprendido—. No tendremos problemas para alcanzarla.
Hizo virar el catamarán hacia el sudoeste, ciñéndose mucho para impresionar a quienes lo observaban. En menos de una hora habían alcanzado el costado de la ciudad, un escarpe semicircular de unos dos kilómetros de largo y cincuenta metros de altura. El muelle, un poco por encima de la línea de flotación, tenía una especie de ascensor abierto al que subieron una vez que amarraron el barco.
Los llevó a la cubierta de la ciudad, casi tan ancha como larga, con la zona central ocupada por una granja con algunos arbolitos que impedían ver lo que había del otro lado. Una especie de calle arcada recorría el perímetro de la cubierta, flanqueada de edificios de dos a cuatro pisos, los exteriores coronados por mástiles y molinos de viento, los interiores abiertos a amplios espacios ocupados por parques y plazas que se extendían hasta los cultivos y arboledas de la granja y un gran estanque de agua dulce. Una ciudad flotante muy semejante a las ciudades amuralladas de la Toscana renacentista en apariencia, pero extraordinariamente pulcra y ordenada. Una pequeña comisión de ciudadanos los recibió en la plaza que dominaba el muelle, y cuando descubrieron la identidad de los visitantes se entusiasmaron. Insistieron en que los acompañaran a una comida y les ofrecieron un paseo concertado por el perímetro de la ciudad, o «hasta donde lo deseen, porque es un buen trecho».
Con cinco mil habitantes, aquélla era una ciudad pequeña, y desde su botadura había sido autosufíciente.