—Cultivamos casi todo lo que consumimos y pescamos lo que falta. Ahora hay discusiones con otros barcos-ciudad a propósito de la sobreexplotación de algunas especies. Practicamos la policultura perenne, plantamos nuevas cepas de maíz, girasoles, soja y otras cosas, todo sembrado y cosechado robóticamente, porque cosechar es una labor dura. En resumidas cuentas, hemos conseguido la tecnología necesaria para pasar la recolección en casa. También hay a bordo mucha industria casera. Tenemos bodegas, allí pueden ver los viñedos, y también destiladores de coñac. Eso lo hacemos artesanalmente. Y semiconductores especiales y una famosa tienda de bicicletas.
—Por lo general navegamos por el mar del Norte. A veces se levantan violentas tempestades, pero con nuestro tamaño las aguantamos sin demasiadas dificultades. Muchos llevamos aquí desde que se inauguró la ciudad, hace diez años. Es una forma de vida estupenda, y el barco te da todo lo que necesitas. Aunque de cuando en cuando viene bien tomar tierra. Amarramos en Nilokeras cada Ls cero para las fiestas de primavera. Vendemos nuestros productos, compramos lo que necesitamos y pasamos toda la noche de fiesta. Y luego, de vuelta al mar.
—Sólo utilizamos sol y viento, y un poco de pescado. Los tribunales medioambientales nos respetan porque nuestro impacto es mínimo. La población del área del mar del Norte habría crecido si nos hubiésemos quedado en tierra. Ahora hay cientos de barcos-ciudad.
—Miles. Y las ciudades con astilleros y los puertos que visitamos se benefician.
—¿Creen que éste es un buen método para acoger una parte del exceso de población de la Tierra? —preguntó Ann.
—En efecto, uno de los mejores. Es un gran océano y podría albergar muchos barcos como éste.
—Siempre que no dependan demasiado de la pesca. Continuaron con el paseo y Sax le dijo a Ann:
—Ésta es otra razón por la que no vale la pena forzar una crisis con respecto a la inmigración.
Ann no contestó. Miraba las aguas bruñidas por el sol, y luego los mástiles, veinticuatro, cada uno con su vela cangreja. La ciudad parecía un iceberg tabular conquistado por la tierra. Una isla flotante.
—Hay tantas clases de nomadismo —comentó Sax—. Por lo visto muy pocos nativos sienten la necesidad de instalarse en un lugar.
—Igual que nosotros.
—Touché. Pero me pregunto si eso implica una cierta inclinación hacia el rojo, si entiendes a qué me refiero.
—Pues la verdad es que no. Sax trató de explicarse.
—En general los nómadas toman lo que la tierra ofrece, sin alterarla. Se desplazan y viven de los frutos de la estación. Y los nómadas marinos con mayor razón, dado que el mar se muestra refractario a buena parte de los intentos por cambiarlo.
—Excepto los de quienes intentan regular su nivel o el contenido de sales. ¿Sabes algo de ellos?
—Sí, pero no creas que tendrán mucha más suerte. La mecánica de la salinización apenas se conoce.
—Si tienen éxito muchas especies de agua dulce morirán.
—Así es. Pero las de agua salada estarán en su salsa.
Cruzaron la ciudad por el centro para visitar la plaza que dominaba el muelle, pasando entre largas hileras de parras podadas en forma de T de un metro de altura; de la maraña de ramas horizontales colgaban racimos de uvas de color índigo y heléchos. Más allá de los viñedos el suelo aparecía cubierto de una mezcla de plantas, una especie de pradera atravesada por numerosos senderos angostos.
En un restaurante que daba a la plaza los invitaron a comer pasta con gambas, y la conversación abordó infinidad de temas. De pronto uno de los cocineros salió corriendo de la cocina señalando su consola de muñeca: se habían producido incidentes en el ascensor espacial. Las tropas de la UN que compartían las labores aduaneras en Nuevo Clarke habían tomado la estación y habían enviado a la policía marciana abajo; los acusaban de corrupción y decían que la UN se haría cargo de la administración del extremo superior del ascensor a partir de ese momento. El Consejo de Seguridad de la UN se apresuró a asegurar que sus agentes locales habían actuado con exceso de celo, pero no invitaban a los marcianos a regresar al ascensor. Para Sax no era más que una cortina de humo.
—¡Madre mía! —exclamó—. Me temo que Maya estará furiosa. Ann puso los ojos en blanco.
—Eso no es precisamente lo más importante, si quieres saber mi opinión. —Parecía afectada y, por primera vez desde que la encontrara en la caldera de Olympus, inmersa en la situación, sin su habitual distanciamiento. No era para menos. Incluso los marinos estaban visiblemente turbados, aunque, como Ann, hubiesen parecido ajenos a las circunstancias que imperaban en tierra. Las noticias habían invadido las conversaciones y los había arrojado al mismo tema: agitación, crisis, la amenaza de guerra. Las voces reflejaban incredulidad, los rostros, furia.
Sus compañeros de mesa los miraban, deseosos de conocer su reacción.
—Tendrían que hacer algo respecto a esto —dijo uno de sus guías.
—¿Por qué nosotros? —replicó Ann con acidez—. Son ustedes quienes tendrían que hacer algo. Ustedes son los responsables ahora. Nosotros sólo somos un par de viejos issei.
El comentario los desconcertó. Uno hasta se echó a reír. El que había hablado meneó la cabeza.
—Eso no es cierto. Pero tiene razón, nos mantendremos a la expectativa y decidiremos cómo actuar de acuerdo con los demás barcos-ciudad. Cumpliremos con nuestra obligación. Lo que he querido decir es que la gente los observará para ver qué hacen ustedes. No se puede decir lo mismo de nosotros.
Ann calló ante la sensatez del comentario. Sax siguió comiendo, mientras pensaba frenéticamente. Descubrió que necesitaba hablar con Maya.
La cena continuó a trancas y barrancas; todos intentaban recuperar el ambiente de normalidad. Sax reprimió una sonrisa; podría haber una crisis interplanetaria, pero mientras tanto había que terminar la cena con estilo. Y aquellos marinos no parecían personas que se preocuparan por el sistema solar en su conjunto. Los ánimos se recobraron y durante los postres celebraron la presencia de Russell y Clayborne entre ellos. Y con las últimas luces del día ellos dos se disculparon y fueron escoltados hasta su cuarto. Las olas del golfo eran mucho mayores de lo que les parecido desde la cubierta.
Zarparon en silencio, sumidos en sus pensamientos. Sax se volvió y contempló la ciudad, pensando en lo que había visto ese día. Parecía una forma de vida placentera. Pero había algo que le inquietaba… persiguió el pensamiento y al final de la rápida carrera de obstáculos consiguió atraparlo y retenerlo. Ya no sufría apagones y eso lo satisfacía enormemente, aunque el contenido de aquel pensamiento en particular fuera bastante melancólico. ¿Debía compartirlo con Ann? ¿Era posible expresarlo con palabras?
—A veces lamento… cuando veo a esos marinos y la vida que llevan, me parece una ironía que estemos al borde de una edad de oro… —lo estaba diciendo, pero se sentía estúpido— que empezará cuando nuestra generación haya muerto. Hemos trabajado para hacerla realidad durante toda la vida, pero estamos condenados a morir antes de que llegue.
—Como Moisés a las puertas de Israel.
—¿Sí? ¿No entró? —Sax meneó la cabeza.— Esas viejas historias… — Unían tantas cosas, como ocurría en el corazón de la ciencia, como los relámpagos perceptivos durante un experimento cuando todos sus misterios se aclaraban y uno comprendía algo.— Bueno, pues puedo imaginar cómo se sintió. Es frustrante, ¡a veces siento tanta curiosidad! Por la historia que no conoceremos, por el futuro después de nuestra muerte y todo lo que reserva. ¿Me comprendes?
Ann lo miraba fijamente. Al fin dijo:
—Todo muere en un momento u otro, y me parece mejor morir pensando que vas a perderte una edad dorada que pensando que dejas a tus descendientes expuestos a toda clase de deudas letales. Eso sería deprimente. Ahora al menos sólo tenemos que lamentarnos por nosotros mismos.