—Tienes razón.
La que había dicho aquello era Ann Clayborne. Sax se sintió arrebolado. La acción de los capilares producía sensaciones muy agradables.
Regresaron al archipiélago de Oxia y navegaron entre las islas. Hablando mucho, comían en la cabina y dormían en habitaciones distintas, uno en el casco de estribor, el otro, en el de babor. Una mañana que soplaba un ligero viento de la costa, fresco y fragante, Sax dijo:
—Sigo preguntándome si será posible crear una especie de ideología parda.
Ann lo miró.
—¿Y dónde está el rojo?
—Pues en el deseo de mantener estables las cosas. De mantener grandes extensiones de tierra sin mancillar. En la areofanía.
—Eso siempre ha sido verde. Suena verde con un ligero toque rojo, en mi opinión. Los Caquis.
—Supongo que tienes razón. Eso vendría a ser la coalición de Irishka y Marte Libre, ¿no? Pero también Ocres tostados, Sienas, Alizarinos, Rojos indios.
—Me parece que los rojos indios no existen —dijo ella, y soltó una carcajada sombría.
También reían con frecuencia, aunque el humor expresado fuera a menudo mordaz. Una noche él estaba en su camarote y ella en cubierta, cerca de la proa de babor, y la oyó reír en voz alta. Salió deprisa, pensando que se reía por la aparición del Pseudofobos (muchos lo llamaban Fobos a secas), que volvía a subir velozmente por el oeste, como antaño. Las lunas de Marte volvían a recorrer la noche como patatas grises, no demasiado distinguidas, pero de todos modos allí. Como aquella risa sombría al verlas.
—¿Crees que lo del ascensor va en serio? —preguntó Ann una noche cuando se retiraban a sus camarotes.
—No lo sé. A veces creo que sólo se trata de un gesto amenazador, porque si no… carecería de toda lógica. Saben que Clarke es muy vulnerable.
—A Kasei y Dao no les resultó tan fácil.
—No, pero… —Sax no quería decirle que habían frustrado aquel intento, pero temió que ella lo leyera en su silencio.— El grupo de Da Vinci emplazó un complejo de láser en la caldera de Arsia Mons, tras una cortina de roca en la pared norte; si lo activamos, el cable se fundirá justo en el punto areosincrónico. Ningún sistema defensivo podría impedirlo.
Ann lo miraba con incredulidad y él se encogió de hombros. No era personalmente responsable de las iniciativas de Da Vinci, aunque todos lo creyeran.
—Pero derribar el cable causaría muchas víctimas —dijo ella meneando la cabeza.
Sax recordó que Peter había logrado sobrevivir a la caída del primer cable saltando al espacio. Lo habían rescatado por casualidad. Tal vez Ann no estaría dispuesta a tolerar la inevitable pérdida de vidas.
—Es cierto, pero podría hacerse y apostaría a que los terranos lo saben.
—Entonces puede ser sólo una amenaza.
—Sí, a menos que quieran llegar más lejos.
Al norte del archipiélago de Oxia pasaron ante la bahía McLaughlin, el costado oriental de un cráter sumergido. Al norte estaba Punto Mawrth, y detrás de éste la entrada al fiordo Mawrth, uno de los más largos y angostos. Navegar por él significaba virar continuamente, empujado por los vientos traicioneros que remolineaban entre las escarpadas y sinuosas paredes, pero Sax se arriesgó porque era un fiordo hermoso, en el extremo de un canal de desagüe profundo y angosto que se ensanchaba hacia el interior. Con aquella visita esperaba mostrarle a Ann que la existencia de los fiordos no significaba forzosamente la inundación de los canales de desagüe; Ares y Kasei conservaban también largos cañones por encima del nivel del mar, igual que Al-Qahira y Ma'adim. Pero no dijo nada de esto y Ann no hizo comentarios.
Después de maniobrar en Mawrth se dirigió al oeste. Para salir del golfo de Chryse e internarse en la región de Acidalia del mar del Norte era preciso costear un largo brazo de tierra que llamaban la península de Sinaí, una prolongación del extremo occidental de Arabia Terra que penetraba en el océano. El estrecho que conectaba el golfo de Chryse con el mar del Norte tenía quinientos kilómetros de ancho, pero de no ser por la península de Sinaí habrían sido mil quinientos.
Navegaron hacia el oeste con el viento a favor durante días. Retomaron muchas veces la discusión sobre el significado de ser pardo.
—Tal vez habría que llamar azul a la combinación —dijo Ann una noche contemplando las aguas—. El pardo no es demasiado atractivo y apesta a compromiso. Quizá debiéramos pensar en algo del todo nuevo.
—Quizá.
Por la noche, después de cenar y de pasar un rato mirando las estrellas en la agitada superficie del mar, se daban las buenas noches y se retiraban a sus respectivas cabinas, y la IA dirigía la travesía nocturna esquivando los ocasionales icebergs que empezaban a aparecer en aquellas latitudes, empujados por las corrientes marinas.
Una mañana Sax se despertó temprano, sacudido por una fuerte ola que había hecho oscilar su cama, y que antes de despertar había interpretado como un gigantesco péndulo que lo llevaba de un lado a otro. Se vistió con dificultad y subió, y Ann, en las drizas, gritó:
—¡Parece que el mar de fondo y la marejada han entrado en un patrón de interferencia positiva!
—¿En serio? —Intentó llegar a ella, pero una brusca subida del barco lo aplastó contra un asiento.— ¡Oh!
Ann rió. Sax se agarró al pasamanos y se impulsó hasta donde ella estaba. Comprendió de inmediato lo que Ann había querido decir: había un fuerte viento, de unos sesenta y cinco kilómetros por hora, que ululaba en los aparejos del barco. El mar espumeaba y el sonido del viento sobre las aguas agitadas era muy distinto del que habría producido sobre la roca: allí habría sido un penetrante aullido, pero aquí, sobre millones de burbujas que estallaban, originaba un profundo y sólido bramido. Las olas aparecían coronadas de cabrillas y la espuma ocultaba las grandes colinas del mar de fondo. El cielo tenía un sucio color ocre, opaco y ominoso, y el sol parecía una pálida moneda; se difundía una oscuridad, aunque no había nubes. Partículas en suspensión: una tormenta de polvo. Las olas eran enormes, tardaban una eternidad en subirlas pero las bajaban a velocidad de vértigo. La interferencia positiva señalada por Ann doblaba el tamaño de algunas olas. El agua que no espumeaba adquirió el opaco color del cielo, pero más oscuro, aunque seguía sin verse una sola nube, únicamente aquel color siniestro, semejante al del aire asfixiado de polvo de la Gran Tormenta. El sordo bramido ganó intensidad; unos hilachos de hielo cubrieron el mar, la capa más gruesa de cristales de hielo que llamaban nilas. Y pronto las aguas volvieron a encresparse.
Sax bajó a la cabina y estudió el informe meteorológico de la IA. Un viento katabático encauzado por Kasei Vallis soplaba sobre el golfo de Chryse. Un aullador, como dirían los aviadores de Kasei. La IA tenía que haberles advertido, pero, como muchas tormentas katabáticas, se había formado en apenas una hora y era un fenómeno muy localizado, y sin embargo muy poderoso; el barco estaba atrapado en una montaña rusa y oscilaba bajo los martillazos del aire. El viento parecía aplastar las olas, pero las subidas y bajadas del barco demostraban que no las había vencido, que se ocultaban bajo la espuma. La velamástil se había replegado casi por completo. Sax se inclinó para examinar la IA; el volumen del busca estaba al mínimo, así que quizá sí había intentado avisarlos.
Las borrascas se formaban muy deprisa. La cercanía de los horizontes, a cuatro kilómetros, no favorecía la prevención, y los vientos en Marte no habían menguado con el espesamiento de la atmósfera. El barco se estremeció; parecía avanzar entre fragmentos de hielo. Quizá la superficie del mar se hubiese helado durante la noche, pero la espuma no permitía confirmarlo. De cuando en cuando sentían el impacto inconfundible de los pequeños témpanos que habían cruzado el Estrecho de Chryse arrastrados por la corriente del norte, que ahora los empujaba hacia la costa sur de la península de Sinaí. Y ellos seguían el mismo camino.