Tuvieron que tender la cubierta transparente de la cabina, y bajo su impermeabilidad entraron en calor de inmediato. Seguramente sería todo un aullador, ya que Kasei Vallis encauzaba poderosos chorros de aire. La IA dio un listado de velocidades del viento en Santorini que estaban entre los ciento ochenta y los doscientos veinte kilómetros por hora, que no disminuirían durante el cruce del golfo. De todas maneras, una corriente de ciento sesenta kilómetros por hora era un buen viento, que parecía desintegrar la superficie del agua, aplastando las crestas de las olas o desgarrándolas. El barco se preparaba para hacer frente a la situación: el mástil se plegaba, la cabina estaba cubierta, se aseguraban las escotillas y del ancla surgió algo parecido a una manga submarina que restó velocidad al barco y mitigó los impactos de los témpanos, más frecuentes ahora, pues se amontonaban a sotavento. Con los dos cascos sumergidos, el barco se estaba convirtiendo en una especie de submarino que se mantenía ligeramente por debajo de la superficie. Los materiales podían soportar acometidas mucho más vigorosas que la de aquella borrasca y la de cualquier iceberg. Mientras se sacudía con violencia sujeto a la silla por los arneses Sax se dijo que el punto débil de todo aquel dispositivo eran los cuerpos. El catamarán subió una ola, descendió vertiginosamente, embistió un témpano y Sax fue sacudido hasta quedar sin aliento. Sin duda corría el riesgo de encontrar una muerte muy desagradable, órganos internos dañados por los cinturones de seguridad; pero si se soltaban rebotarían por la cabina, chocarían entre sí o contra algo agudo, y algo se rompería o reventaría. Era una situación insostenible. Quizá los arneses de la cama fueran más suaves, pero las deceleraciones cuando el barco chocaba contra las masas de hielo eran tan bruscas que dudaba de la conveniencia de la posición horizontal.
—¡Veré si puedo conseguir que la IA nos lleve a la bahía Arigato! —le gritó a Ann en el oído. Ella asintió, y Sax gritó las instrucciones en el receptor. Con todas aquellas sacudidas era imposible oír los motores del barco, pero un ligero cambio del ángulo con respecto al mar de fondo lo convenció de que habían incrementado la potencia para adaptarse a las exigencias de la IA, que intentaba llevarlos más al oeste.
Cerca de la punta de la península de Sinaí, en la cara meridional, un cráter inundado, el Arigato, formaba una bahía, sesenta grados de su circunferencia, que miraba al sudoeste. El viento y las olas venían también del sudoeste, de manera que la boca de la bahía, poco profunda, sería un hervidero de aguas embravecidas difícil de salvar. Pero una vez que hubieran penetrado en ella, el borde del cráter los protegería del mar de fondo y del viento, sobre todo si se refugiaban tras el cabo occidental. La carta de navegación indicaba que sólo tenía diez metros de profundidad, y sin duda el oleaje de fondo chocaría contra ella. Sin embargo, para un barco que se convertía en submarino (en menos de dos metros de agua) salvar las rompientes no debería representar un problema. La IA parecía considerar sus instrucciones dentro del dominio de lo posible, pues el barco había recogido el ancla y con sus pequeños pero poderosos motores se impulsaba hacia la bahía invisible, puesto que nada podía distinguirse en aquel aire sucio.
Así pues, se aferraron a las barandillas y aguardaron en silencio. Había poco que decir y el aullido estruendoso del viento dificultaba la comunicación. Tenían los brazos cansados pero no les quedaba más remedio que seguir agarrados. A pesar de la incomodidad y de la incertidumbre sobre lo que les depararía la entrada de la bahía, era una experiencia extraordinaria contemplar cómo el viento pulverizaba la superficie del agua.
Poco después (aunque la IA indicaba que habían transcurrido setenta y dos minutos) Sax divisó tierra, una oscura cresta que asomaba entre la espuma a sotavento. Eso probablemente significaba que estaban bastante cerca, pero la tierra desaparecía delante y reaparecía más al oeste: la entrada de la bahía Arigato. El timón se movió junto a su rodilla y notó un cambio en el curso del barco. Por primera vez pudo oír el zumbido de los pequeños motores situados en la popa de los cascos. Los impactos del hielo arreciaron y tuvieron que agarrarse con fuerza. El oleaje de fondo aumentaba y el viento hendía las crestas. En medio de la espuma Sax distinguió porciones de agua helada y grandes icebergs, transparencias azules, verde jade, aguamarina, carcomidos, irregulares, lustrosos. El oleaje debía de haber amontonado una buena cantidad de hielo en la boca de la bahía; si estaba obstruida por el hielo y las olas rompían contra él sería una travesía arriesgada. Gritó un par de preguntas a la IA, pero las respuestas no le parecieron satisfactorias: el barco aguantaría cualquier impacto, pero los motores no tenían potencia para atravesar hielo compactado. Y el hielo se compactaba con mucha rapidez; pronto quedarían atrapados en aquella congregación de icebergs. Sus chirridos y explosiones se habían unido al insoportable bramido de la tormenta. A esas alturas parecía que ya no podrían salir ni siquiera a mar abierto. Aunque Sax no deseara exponerse de nuevo al embate de unas olas cada vez más embravecidas que podían partir el barco, el inesperado grosor del hielo en la boca de la bahía le obligaba a considerar el mar abierto como la mejor opción, que ahora parecía cerrada. Por lo tanto, los esperaba una buena paliza.
Ann parecía incómoda en su arnés y se aferraba a la barandilla como a un clavo ardiendo, una visión que explicaba parte de la satisfacción mental de Sax: no parecía dispuesta a soltarse. Y se inclinó para poder gritarle al oído.
—¡No podemos seguir aquí! ¡Cuando nos cansemos, los porrazos nos destrozarán como a muñecos!
—¡Podemos atarnos a las camas! —gritó el.
Ella frunció el entrecejo con escepticismo. Y Sax reconoció que aquellos arneses seguramente no serían mucho mejores. Nunca los había probado y quedaba la cuestión de cómo amarrarse uno mismo.
El estrépito era increíble: la estridencia del viento, el bramido del agua, los estampidos del hielo. Las olas ganaban altura; el barco tardaba diez o doce segundos en alcanzar las crestas. Una vez arriba veían bloques de hielo que salían despedidos junto con la espuma y caían sobre otros bloques o, a veces, sobre la cubierta, incluso sobre la transparente y fina lámina de la cabina, con una fuerza que los estremecía de pies a cabeza.
Gritando como siempre Sax le dijo a Ann:
—¡Creo que ésta es una situación indicada para utilizar la función bote salvavidas!
—¿… bote salvavidas? Sax asintió.
—¡Este barco es su propio bote salvavidas! —gritó—. ¡Vuela!
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Que vuela!
—¡Bromeas!
—¡No! ¡Se convierte en un… un dirigible! —Puso la boca en la oreja de Ann.— El casco y la quilla y la base de la cabina vacían el lastre y se llenan con el helio de los tanques de proa. Y se despliegan unos globos. Me lo explicaron en Da Vinci, pero nunca lo he visto. ¡Nunca pensé que tendría que utilizarlo! —Los de Da Vinci, ufanos de la versatilidad de su nuevo ingenio, le habían dicho que podía convertirse también en un submarino. Pero el hielo que se estaba acumulando desaconsejaba esa opción, y Sax no lo lamentaba; por alguna razón indeterminada, no le hacía gracia hundirse con el barco.
Ann se separó un poco para poder mirarlo, sorprendida.
—¿Sabes cómo hacerlo volar? —gritó.
—¡No!
Era de suponer que la IA se haría cargo de ello, si conseguía despegar antes de que fuese demasiado tarde. Sólo tenían que encontrar el panel de emergencia y pulsar las teclas adecuadas. Señaló el panel de control y entonces se inclinó para hablarle al oído, pero Ann se volvió inesperadamente y su cabeza le golpeó la nariz y la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la sangre manó de su nariz. Un impacto como el de dos planetesimales; sonrió y los labios se le rajaron aún más, un error doloroso. Se los lamió y saboreó su propia sangre.