—¡Te quiero! —gritó, pero ella no lo oyó.
—¿Cómo despegaremos? —preguntó Ann.
Él indicó el panel de control de nuevo, junto a la IA; el tablero de emergencia estaba protegido por una barra.
Si elegían escapar por aire habría un momento peligroso. Una vez que se movieran a la velocidad del viento el barco tendría que soportar muy poca presión, simplemente se deslizarían. Pero al despegar el aullador podía golpearlos con fuerza, y seguramente darían tumbos y eso podría inutilizar los globos y arrojar el barco de nuevo a las olas heladas o contra la masa de hielo. Ann también contemplaba esa perspectiva. Pero sucediera lo que sucediera, sería preferible a seguir expuestos a aquellos terribles impactos.
Ann lo miraba alarmada: debía de estar cubierto de sangre.
—¡Vale la pena intentarlo! —gritó.
Sax retiró la barra de protección del panel de emergencia y, con una última mirada a Ann, una mirada a los ojos con un contenido que no podía articular pero que era cálido, puso las manos sobre los mandos. Con un poco de suerte los controles de altitud aparecerían cuando llegara el momento. Se lamentó de no haber pasado más tiempo volando.
Cuando el barco alcanzaba la cresta de una ola, durante un momento, antes de volver a caer en el seno de la siguiente, quedaban sumidos en una suerte de ingravidez. En uno de esos momentos Sax accionó el interruptor. El barco cayó de todos modos, chocó como siempre contra los témpanos y de pronto saltó hacia arriba, flotó y se inclinó a sotavento, de modo que quedaron suspendidos de los arneses. Los globos estaban enredados sin duda, la próxima ola los haría pedazos; pero inesperadamente el barco empezó a avanzar sobre el hielo, el agua y la espuma, rozándolos apenas, y los dos pasajeros acabaron cabeza abajo. Después de un intervalo salvaje y agitado el barco se enderezó y empezó a oscilar como un gran péndulo, de un lado a otro, adelante y atrás, sin orden ni concierto, Ann y Sax sacudidos como trapos; el hombro de Sax se soltó del arnés y chocó con el de Ann; el timón le estaba destrozando la rodilla y se agarró a él; un nuevo bandazo y se aferró a Ann, y al fin parecieron dos hermanos siameses abrazados, esperando que sus huesos se rompieran. Se miraron durante un segundo, con las caras muy próximas, ensangrentadas por los cortes o por la herida de la nariz de Sax. Ella tenía una expresión impasible. De pronto salieron disparados hacia el cielo.
Le dolía la clavícula, donde la frente o el codo de Ann lo habían golpeado, pero volaban, torpemente abrazados. Y cuando el barco aceleró hasta igualar la velocidad del viento, la turbulencia disminuyó enormemente. Los globos parecían estar conectados al extremo del mástil. Y justo cuando Sax esperaba mantener una estabilidad semejante a la de los zepelines el barco salió disparado de nuevo hacia arriba y el horrible zarandeo se reanudó. Una corriente ascendente, no había duda. Seguramente estaban sobrevolando tierra y era más que probable que los hubiera absorbido un cúmulo de tormenta, como si fueran una bola de granizo. En Marte había cúmulos de diez kilómetros de altura, a menudo alimentados por los aulladores desde el lejano sur, y las bolas de granizo pasaban mucho tiempo subiendo y bajando por aquellas nubes. Algunas veces habían caído pedriscos del tamaño de las antiguas bolas de cañón que habían devastado cosechas e incluso matado personas.
Si subían demasiado morirían por la altitud, como aquellos primeros viajeros en globo franceses; ¿no les había ocurrido eso a los Montgolfier? Sax no se acordaba. No dejaban de ascender, rasgando el viento y una bruma rojiza que les impedía ver…
¡Bomm! Dio un salto y el cinturón de seguridad le lastimó. Un trueno. Rodaba alrededor con sus poderosos ciento treinta decibelios. Apretada a él, Ann parecía desmayada, y Sax le retorció la oreja e intentó volverle la cabeza.
—¡Eh! —gritó ella, aunque pareció un susurro en medio del bramido del viento.
—Perdona —dijo él, aunque tuvo la certeza de que no le oía.
Estaban girando otra vez, pero con escasa fuerza centrífuga. El barco chirriaba con el empuje ascendente del viento. De pronto se precipitaron y sintió un insoportable dolor en los tímpanos. Volvieron a subir y fue como si arrancaran dolorosamente unos tapones de sus oídos. Se preguntó qué altura alcanzarían; seguramente morirían por el aire tenue, aunque quizá los técnicos de Da Vinci se habían acordado de presurizar la cabina. Lamentó no haber estudiado previamente el funcionamiento de aquel dirigible improvisado, o al menos el sistema de ajuste de altitud. Aunque poco podía hacerse contra la fuerza de aquellas corrientes ascendentes y descendentes. Un súbito repiqueteo de granizo contra la cubierta de la cabina. En el panel de emergencia había unas pequeñas palancas; en un momento de relativa calma se las arregló para leer la terminal informativa. Altitud… No era obvio, desde luego. Trató de calcular cuánto podía subir el barco antes de que su peso lo estabilizara, un asunto complicado puesto que ignoraba el peso y la cantidad de helio consumida. Una turbulencia los vapuleó de nuevo. Arriba, abajo, arriba, otra vez abajo, un largo descenso. Sax tenía el corazón en un puño y el dolor de la clavícula era insoportable. La nariz no dejaba de sangrarle y cuando ascendían le faltaba el aire. Se preguntó de nuevo a qué altitud estarían y si seguían ascendiendo, pero desde la cabina no se veía nada más que polvo y nube. De todos modos no creía que llegara a desmayarse. Ann seguía a su lado, inmóvil, y quiso tirarle de la oreja otra vez para ver si estaba consciente, pero no pudo mover el brazo. Le dio un codazo en el costado y ella le respondió con otro. Si el codazo había sido tan fuerte como el que ella le había devuelto tendría que intentar ser más gentil en el siguiente. Probó con uno más suave, y recibió uno menos violento. Quizá podían recurrir al sistema Morse, él lo había aprendido de niño, no sabía por qué, y ahora su memoria renacida lo oía claramente, cada punto y cada raya. Pero quizás Ann lo desconocía, y no era momento para lecciones.
El violento viaje se prolongó tanto que perdió la noción del tiempo. En un determinado momento el ruido disminuyó y tuvieron ocasión de intercambiar unos gritos, pero había poco que decir.
—¿Estamos en un cúmulo tormentoso?
—¡Sí!
Ella señaló abajo con un dedo. Se veían unas manchas rosadas. Descendían rápidamente y los tímpanos estaban matando a Sax. La nube los escupía como si fueran granizo. Rosado, pardo, orín, ámbar, ocre. Sí, la superficie del planeta, no muy distinta de como se veía desde el espacio. Recordó que Ann y él habían bajado al planeta en el mismo vehículo.
El barco atravesaba velozmente la base de la nube en medio del granizo y la lluvia, pero el helio podía devolverlos al interior de la nube. Accionó una palanca que parecía la apropiada y empezaron a bajar. Ese par de palancas parecía bastar para subir o bajar. Reguladores de altitud.
Descendían. Al rato el aire se aclaró. Volaban sobre crestas melladas y mesas; ésa debía de ser Cydonia Mensa, en Arabia Terra. No era el mejor lugar para aterrizar.
Pero la tormenta continuó arrastrándolos y pronto se encontraron sobre las llanuras de Arabia, al este de Cydonia. Tenían que bajar y deprisa, antes de que acabaran en el mar del Norte, que seguramente estaría tan lleno de hielo como el golfo de Chryse. Debajo se extendía una colcha de campos y huertas, canales de irrigación y corrientes sinuosas flanqueadas de árboles. Parecía que había estado lloviendo mucho, la tierra estaba mojada y el agua se acumulaba en estanques, canales, pequeños cráteres y en las zonas bajas de los campos. Las viviendas se apiñaban en pequeñas aldeas y en los campos sólo había establos, graneros, abrevaderos. Un paisaje encantador y muy llano. Había agua por todas partes. Seguían bajando, pero con mucha lentitud. Las manos de Ann mostraban un blanco azulado con las últimas luces de la tarde, igual que las suyas.