¡Camarero! Pueblos como los de mi país, pero sin castas. Si quieren castas que las conserven en su cabeza. Algunos issei lo intentan, pero los nisei se han convertido en salvajes. Lo que a mí me contaron es que el pequeño pueblo rojo se hartó de tantas tonterías y decidió hacer algo, pues hacía poco que habían domesticado a las hormigas. Y por eso pusieron en marcha esta campaña, para rescatarnos cuando los terranos nos invadieran. Tal vez pienses que pecaban de exceso de confianza, pero tienes que recordar que la biomasa de hormigas rojas de este planeta se acerca al metro cúbico de media; tanta biomasa acabará por sacarnos de la órbita. Deberían probar las hormigas en Mercurio. Cada hormiga lleva a cuestas una tribu del pequeño pueblo rojo, que vive en ciudades semejantes a sillas de elefante. No, no pecan de exceso de confianza, se apoyan en la fuerza de las cifras. Por eso hicieron actuar estúpidamente al gobierno, para provocar esta confrontación. Me pregunto qué excusa tienen esos bastardos, porque la necesitan. Por qué quienes van a Mángala se transforman de inmediato en estúpidos codiciosos y corruptos es algo que siempre me ha intrigado. Bajaron para zurrarnos. ¿Por que siempre es el pequeño pueblo rojo, fuese lo que fuese del Gran Hombre? Odio a ese pequeño pueblo rojo y sus cuentos populares. Hay que ser estúpido para contar cuentos, porque la realidad es mucho más interesante, y si los cuentas que al menos haya titanes y Gorgonas arrojando galaxias espiraladas como si fueran afilados bumeráns. Eh, cuidado, muchacho, despacio. Camarero, tráigale a esta boca motorizada un poco de kava. Necesita remojarse. Tranquilo, señorito, tranquilo. ¡Así que lanzando novas a diestro y siniestro! ¡Ka, bumm! ¡Eh, eh! ¡Calma! Estoy harto de ese pequeño pueblo. Quíteme las manos de encima. Es una pobre excusa para un gobierno de todas maneras. Siempre es lo mismo, chupópteros del poder. Les dije que siguiéramos con las tiendas, sin gobierno global, pero no me hicieron caso. Usted se lo dijo. Sí, se lo dije. Estaba allí. Nirgal, claro. Nirgal y yo estamos de vuelta de todo. ¿Qué quiere decir, honorable anciano; no es usted el Polizón? Caramba, sí, lo soy. Entonces es el padre de Nirgal, debe de estar de vuelta de todo, como dice. Sí, bueno, en Zigoto no siempre era así. Le digo que esa zorra nos daba gato por liebre en cuanto nos descuidábamos. Lo tuvo viviendo en un armario durante años. Vamos, hombre, usted no es Coyote. Bueno, ¿qué puedo decir? No hay muchos que me reconozcan. ¿Y por qué deberían hacerlo? Apuesto a que lo es. No puede serlo. Si es usted el padre de Nirgal, ¿por qué él es tan alto y usted tan bajo? Yo no soy bajo.
¿De qué se ríe? Mido cinco pies y cinco pulgadas. ¿Pies? ¿Pies? ¡Santo ka, aquí tenemos un hombre que mide en pies! ¡En pies! Tiene que estar de guasa. ¿Cinco pies? ¿Cuánto es eso en metros? Un pie era un tercio de un metro aproximadamente, un poco menos. ¿Así medían? No me extraña que la Tierra esté tan jodida. Eh, ¿Qué le hace pensar que su precioso metro es mejor? Es sólo una fracción de la distancia del polo Norte al ecuador terrestre, ¡Napoleón escogió esa fracción por capricho! ¡Es una barra de metal que se conserva en París, Francia, y su longitud la decidió el capricho de un loco! No vayan a creer que ahora son más racionales que antes. Oh, basta ya, por favor, voy a reventar de la risa. Ustedes muestran muy poco respeto por sus mayores, eso me gusta. Eh, tráigale al viejo Coyote otra copa; ¿qué toma? Tequila, gracias. Y un poco de kava. Este tipo sabe vivir. Es cierto, sé vivir. Esos salvajes lo averiguaron y tratan de imitarme, pero no hay que sacar las cosas de quicio. No camines, conduce, no caces, compra. Duerme cada noche en una cama de gel e intenta tener dos jóvenes nativas desnudas como sábanas. ¡Oh, oh!
¡Viejo libertino! Oh, honorable señor. Indecente. Bueno, a mí me va. Yo no duermo tan bien pero soy feliz. Oh, no le molesto, gracias. Lo comprendo. Salud. Por Marte.
Despertó, y el silencio era tan hondo que podía oír los latidos de su corazón. Al principio no recordó dónde estaba, pero luego le vino todo a la memoria: en casa de Art y Nadia, en la costa del mar de Hellas, al oeste de Odessa. Tap, tap, tap. Amanecer. El primer clavo de la mañana. Nadia construía fuera. Ella y Art vivían en el limite de la aldea costera, en el complejo de casas, pabellones, jardines y senderos entrelazados de su cooperativa. Una comunidad de unos cien miembros, vinculada a centenares semejantes a ella. Al parecer Nadia siempre estaba ocupada con la infraestructura. ¡Tap, tap, tap, tap! Lo que ahora tenía entre manos era una cubierta que rodeara una torre de bambú como las de Zigoto.
En la habitación contigua alguien respiraba profundamente. Una puerta abierta comunicaba ambas habitaciones. Se sentó en la cama. Tapices en las paredes. Espió por una rendija: faltaba poco para el amanecer y dominaban los grises. Una habitación austera. Sax dormía en el gran lecho de la otra habitación bajo unas gruesas colchas.
Tenía frío. Se levantó y miró a través de la puerta. El rostro relajado de Sax, el rostro de un anciano, descansaba sobre una ancha almohada. Entró y se acurrucó junto a él bajo las colchas. Estaba caliente. Sax era más bajo que ella, bajo y rechoncho, lo sabía bien por la sauna y la piscina de Zigoto. Otra parte de su cuerpo compartido. Tap, tap, tap. Sax se agitó en sueños y ella se abrazó a él, que la imitó, profundamente dormido.
Durante el experimento de la memoria ella se había concentrado en Marte. Michel le había dicho una vez: Tu tarea consiste ahora en ver el Marte que perdura. Y ver las colinas y hondonadas que rodeaban la Colina Subterránea le había devuelto un intenso recuerdo de los primeros años, cuando detrás de cada horizonte aguardaba algo nuevo. La tierra. En su mente perduraba. En la Tierra nunca sabrían cómo era de veras, nunca. La levedad, la intimidad del horizonte, todo casi al alcance de la mano, la súbita inmensidad cuando aparecían huellas del Gran Hombre: los vastos acantilados, los profundos cañones, los volcanes continente, la desolación del caos. La gigantesca caligrafía del tiempo areológico. Las dunas que envolvían el mundo. Nunca lo sabrían, ni siquiera alcanzarían a imaginarlo.