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Pero ella lo había conocido, y durante los experimentos de la memoria se había concentrado en Marte, todo aquel día que había parecido durar diez años. Ni una sola vez volvió su pensamiento a la Tierra. Le supuso un gran esfuerzo, pero utilizaba un truco: ¡no pensar en la palabra elefante! Era un truco que había llegado a dominar, la lealtad de la gran negadora, que le daba fuerza. Y entonces Sax se había acercado corriendo, gritando: «¿Recuerdas la Tierra? ¿Recuerdas la Tierra?» Era casi divertido.

Pero eso había sido en la Antártida. Inmediatamente su mente, tramposa, concentrada, había dicho: Eso es sólo la Antártida, un pedacito de Marte en la Tierra, un continente extrapolado, y el año que habían vivido allí, un fugaz vislumbre del futuro que los aguardaba. En los Valles Secos habían estado en Marte sin saberlo. Por eso podía recordarlo sin tener que regresar a la Tierra, era una Colina Subterránea, una Colina Subterránea con hielo, y un campamento diferente, pero con la misma gente y situación. Y pensando en eso todos los recuerdos habían regresado en la magia del encantamiento anamnésico: las charlas con Sax, lo mucho que le atraía alguien tan recluido en la ciencia como ella. Nadie más había comprendido lo lejos que podía llegarse por el sendero de la ciencia. E inmersos en aquella distancia habían discutido, noche tras noche, sobre Marte, aspectos técnicos, aspectos filosóficos. No estaban de acuerdo, pero estaban allí fuera, y juntos.

Aunque no del todo. Él había dado un respingo cuando ella lo tocó. Carne mezquina, había pensado Ann. Pero por lo visto se equivocaba. Y eso había sido muy perjudicial, porque si ella hubiera comprendido, si él hubiera comprendido, tal vez la historia habría sido distinta. Pero no habían comprendido.

Y en aquel flujo de pasado ni una sola vez había visitado la Tierra más al norte, la Tierra de antes. Había permanecido en la convergencia antartica. De hecho había permanecido en Marte, en su Marte mental, en Marte rojo. En teoría el tratamiento anamnésico estimulaba la memoria y hacía que la conciencia repasara los complejos asociativos de nodo y red, saltando a diferentes años. Este repaso reforzaba los circuitos físicos de los recuerdos, un evanescente campo de oscilaciones cuánticas. Todo lo recordado quedaba reforzado; y lo que no se recuperaba acaso no fuera reforzado. Lo que no se reforzaba seguía sujeto a error, pérdida, colapso cuántico, decadencia. Y era olvidado.

Por tanto era una nueva Ann ahora. No la Contra-Ann ni la esquiva tercera persona que la había perseguido tanto tiempo. Una Ann nueva, completamente marciana al fin. En un Marte pardo en cierto modo nuevo también, rojo, verde, azul, todo en un remolino único. Y si aún quedaba una Ann terrestre escondida en algún armario cuántico perdido, qué le iba a hacer, así era la vida. Ninguna cicatriz desaparecía por completo hasta la muerte y la disolución final y quizás era bueno que las cosas fueran así. Uno nunca deseaba perder demasiado pues eso provocaría problemas de otra índole. Había que mantener un cierto equilibrio. Y allí, en ese momento, en Marte, ella era la Ann marciana, ya no una issei, sino una nativa envejecida, una yonsei nacida en la Tierra. La Ann Clayborne marciana en el momento y sólo en el momento. Era agradable estar tendida en aquella cama.

Sax se agitó entre sus brazos y ella contempló su rostro. Una cara distinta, pero todavía Sax. Le acarició el pecho con una mano fría. El se despertó y al verla esbozó una sonrisa adormilada. Se desperezó, se volvió y ocultó el rostro en el hombro de ella, y le dio un suave mordisco en el cuello. Se abrazaron como en el barco volador durante la tormenta. Un viaje frenético. Sería divertido hacer el amor en el cielo, aunque impracticable con un viento como aquél. Otra vez sería. Ann se preguntó de qué estarían hechos los colchones modernos; aquél era duro. Y Sax no era tan blando como parecía. Un abrazo interminable, un congreso sexual. Sax se movía dentro de ella y Ann se aferró a él con frenesí. Bajo las colchas, Sax recorría su cuerpo con besos. De cuando en cuando sentía sus dientes, porque la mordisqueaba con suavidad, y le lamía la piel como un gato. Era agradable. Él susurraba o canturreaba, su pecho vibraba con un sonido pacífico y voluptuoso que producía en Ann una sensación de bienestar. Levantó la colcha como si fuera una tienda de campaña y lo miró.

—¿Qué te gusta más? —murmuró él—. ¿A? —La besó.— ¿O B? —La besó en un lugar distinto.

Tuvo que reírse.

—Oh, Sax, cállate y hazlo.

—Ah, bueno.

Almorzaron con Art y Nadia y los miembros de su familia que andaban por allí. Nikki, la hija de ambos, había emprendido un viaje con los salvajes de las Montañas Hellespontus, con su marido y otras tres parejas de su cooperativa. Habían partido la noche anterior, excitados como criaturas, y dejaron allí a su hija Francesca y los hijos de sus amigos: Nanao, Boone y Tati. Francesca y Boone tenían cinco años, Nanao, tres y Tati, dos, todos muy ilusionados por estar juntos, y con los abuelos de Francesca por añadidura. Ese día irían a la playa. Una gran aventura. Discutieron la logística durante el desayuno. Sax se quedaría en casa con Art y le ayudaría a plantar algunos árboles jóvenes en el olivar que Art cultivaba en la colina, detrás de la casa. Se quedaba además porque esperaba a dos invitados: Nirgal y una matemática de Da Vinci llamada Bao. Ann se dio cuenta de que Sax estaba impaciente por presentarlos.

—Es un experimento —le confesó. Estaba tan entusiasmado como los niños.

Nadia continuaría trabajando con su cubierta. Ella y Art tal vez bajarían más tarde a la playa con Sax y sus invitados. Esa mañana los niños estarían al cuidado de la tía Maya. Estaban tan excitados ante la perspectiva que no podían estarse quietos; correteaban como potrillos.

Y Ann, al parecer, sería la auxiliar de Maya con los niños, que la miraban con desconfianza. ¿Estás lista, tía Ann? Ella asintió. Tomarían el tranvía.

Ella, Francesca, Nanao y Tati estaban sentados detrás del conductor, Tati en el regazo de Ann. Y detrás de ellos, Boone y Maya. Maya hacía ese trayecto a diario; vivía sola en la otra punta del pueblo, en una casita sobre los acantilados que dominaban la playa. Trabajaba en la cooperativa y muchas tardes con su compañía teatral. Era asidua de los cafés-teatro y al parecer la canguro habitual de aquellos niños.

En ese momento estaba enzarzada en una feroz pelea de cosquillas con Boone, y ambos se toqueteaban enérgicamente y reían con descaro. Algo nuevo que añadir al acervo erótico de la época: un encuentro sensual entre un niño de cinco años y una mujer de doscientos treinta, la interacción de dos humanos muy experimentados en los placeres del cuerpo. Ann y los otros niños permanecían en silencio, algo embarazados por la escena.

—¿Qué pasa? —preguntó Maya mientras se daba un respiro—. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Nanao miró a Ann, espantado.

—¿Te ha comido la lengua un gato?

—No —contestó Ann.

Maya y Boone rieron a carcajadas. Los pasajeros los miraban, algunos sonriendo, otros escandalizados. Ann descubrió que Francesca había heredado los extraños ojos moteados de Nadia, pero eso era todo, porque se parecía más a Art, aunque no demasiado. Era una belleza.

Llegaron a la parada de la playa: la pequeña estación de tranvías, un refugio para la lluvia y un quiosco, un restaurante, un aparcamiento de bicicletas, algunas carreteras rurales que llevaban al interior y un ancho sendero que cruzaba las dunas herbosas y bajaba a la playa. Se apearon, Maya y Ann cargadas con bolsos llenos de toallas y juguetes.

Era un día nuboso y destemplado y la playa estaba casi desierta. Pequeñas y veloces olas rompían a poca distancia de la orilla en abruptas líneas blancas. El mar estaba oscuro y las nubes eran espigas de color gris perla bajo el pálido lavanda del cielo. Maya soltó su carga y en compañía de Boone corrió hasta el borde del agua. Más allá de la playa, al este, Odessa se alzaba en su colina, y sus muros blancos resplandecían. Las gaviotas revoloteaban buscando comida y el viento les agitaba las plumas. Un pelícano flotaba sobre las olas y por encima de él volaba un hombre con un gran traje de pájaro. Ann recordó a Zo. Algunos morían jóvenes: en los cuarenta, los treinta, los veinte, algunos incluso en la adolescencia, cuando empezaban a adivinar lo que podían perder; otros a la edad de esos niños. De pronto, como las ranas en una helada. En cualquier momento el aire podía arrastrarte y matarte, pero eso era un accidente. Aunque las cosas habían cambiado, había que admitirlo: si se libraban de los accidentes aquellos niños tendrían una larga vida, muy larga. Por el momento.