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Los amigos de Nikki habían dicho que era preferible mantener a su hija Tati lejos de la arena, porque tenía una cierta tendencia a comérsela. Ann intentó retenerla en la estrecha franja de césped que había entre las dunas y la playa, pero la niña escapó corriendo torpemente hacia donde estaban los demás y se sentó bruscamente en la arena con expresión satisfecha.

—Muy bien —dijo Ann, dándose por vencida, mientras se acercaba a ella—, pero no te la comas.

Maya ayudaba a Nanao, Boone y Francesca a cavar un hoyo.

—Cuando encontremos arena mojada pondremos los cimientos del castillo —declaró Boone. Maya asintió, absorta en la tarea.

—¡Miren! —gritó Francesca—. ¡Estoy describiendo círculos alrededor de ustedes!

Boone levantó la vista.

—No, son óvalos —corrigió.

Retomó la lección que le estaba impartiendo a Maya sobre el ciclo vital de los cangrejos de arena. Ann recordó que un año antes apenas hablaba, sólo repetía frases tontas como las de Nanao y Tati, y ahora estaba hecho un pedante. La manera en que el lenguaje llegaba a los niños era increíble. A esa edad todos eran genios; se necesitaban años de vida adulta para retorcerlos y convertirlos en las criaturas bonsai que acababan siendo. ¿Quién lo haría, quién deformaría a aquel niño dotado? Nadie, pero sin embargo ese proceso parecía inevitable. Aunque mientras empacaban para ir a las montañas, Nikki y sus amigos le habían parecido niños. Y ya casi tenían ochenta años. Así que tal vez no era inevitable. Por el momento.

Francesca interrumpió sus círculos o sus óvalos y le quitó una pala de plástico a Nanao, que protestó llorando. Francesca se volvió de espaldas y se puso de puntillas, como para demostrar lo ligera que era su conciencia.

—Es mi pala —dijo por encima del hombro.

—¡No es verdad!

—Devuélvesela —dijo Maya sin levantar la mirada. Francesca se alejó bailando.

—No le hagan caso —le dijo Maya a Nanao. Nanao lloró con rabia y se puso de color magenta. Maya miró a Francesa—. ¿Quieres helado o no?

Francesca volvió y soltó la pala sobre la cabeza de Nanao. Boone y Maya seguían cavando.

—Ann, ¿podrías traer unos helados para los niños?

—Claro.

—Llévate a Tati, ¿quieres?

—¡No! —protestó Tati.

—Helado —dijo Maya.

Tati lo pensó mejor y se puso de pie laboriosamente.

Ella y Ann fueron hasta el quiosco de la parada de tranvías tomadas de la mano. Compraron seis helados y Ann llevó cinco en una bolsa, porque Tati insistió en comerse el suyo por el camino. Todavía le costaba realizar dos operaciones a la vez, y el regreso fue lento. El helado derretido chorreaba y Tati lamía el palito y su mano indiscriminadamente.

—Bonito —dijo—. Sabe bonito.

Un tranvía se detuvo y luego continuó su camino. Unos minutos después tres personas bajaron por el sendero en bicicleta: Sax, que abría la marcha, Nirgal y una nativa. Nirgal frenó a la altura de Ann y la abrazó. Hacía muchos años que ella no lo veía y lo encontró envejecido. Lo abrazó con fuerza y le sonrió a Sax; también quería abrazarlo a él.

Bajaron a la playa. Maya se levantó para abrazar a Nirgal y estrechó la mano de Bao. Sax no dejó la bicicleta sino que empezó a recorrer la franja de césped arriba y abajo; en un momento dado soltó el manillar y saludó al grupo para lucir la hazaña. Boone, que aún llevaba un par de ruedas de apoyo en su bici, lo vio y se quedó pasmado.

—¿Cómo haces eso? —preguntó.

Sax agarró abruptamente el manillar, detuvo la bicicleta y se quedó mirando a Boone con el entrecejo fruncido. Boone caminaba hacia él con torpeza, con los brazos extendidos, y chocó contra la bicicleta.

—¿Algo va mal? —inquirió Sax.

—¡Estoy tratando de caminar sin usar el cerebelo!

—Buena idea —dijo Sax.

—Iré a buscar más helados —ofreció Ann, y esa vez no llevó a Tati. Era agradable caminar contra el viento.

Cuando regresaba con una segunda bolsa de helados, el aire se enfrió de pronto. Sintió una sacudida interior y luego un desfallecimiento. Sobre la superficie del mar flotaba una lámina reluciente de color púrpura y ella tenía mucho frío. Oh, mierda, ya está aquí. El declive súbito: había leído sobre los distintos síntomas que relataban los pocos que habían podido ser resucitados. El corazón le latía furiosamente, como un niño tratando de salir de un armario oscuro, y sentía el cuerpo inmaterial, como si algo hubiese aliviado su sustancia y le hubiese dejado un cuerpo poroso; un golpecito con el dedo y se desmoronaría convertida en polvo. Gruñó de sorpresa y dolor, y se encogió. Le dolía el pecho. Dio un paso hacia un banco junto al camino y una nueva puñalada la detuvo.

—¡No! —exclamó, y aferró la bolsa de los helados. Su corazón saltaba, alocadamente, arrítmico, bump, bump, bump. No, se dijo. Todavía no. La nueva Ann, sin duda, pero no había tiempo para aquello. El esfuerzo para no disgregarse la absorbió por completo. ¡Corazón, tienes que latir! Se oprimió el pecho con tanta fuerza que se tambaleó. No, todavía no. El viento era gélido y la traspasaba, traspasaba el fantasma de su cuerpo, que sólo su voluntad mantenía unido. El sol la deslumhraba y sus violentos rayos penetraban oblicuamente en su caja torácica… la transparencia del mundo. De pronto todo quedó incluido en un gran latido y el viento sopló a través de ella, y tuvo que exigir a sus músculos agarrotados para no desmoronarse. El tiempo se detuvo, todo se detuvo.

Tomó aliento. El ataque había pasado. El viento recuperó lentamente su calidez y el aura del mar desapareció, dejando unas aguas azules y lisas. Su corazón latió al ritmo acostumbrado, recuperó la sustancia, el dolor remitió. El aire era salado y húmedo, pero no frío. Hasta se podía sudar.

Con qué energía avisaba el cuerpo. Pero había conseguido mantenerse unida. Viviría. Al menos por un tiempo. Dio unos pasos indecisos. Todo parecía funcionar. Había escapado, la muerte sólo la había rozado.

Desde el castillo de arena Tati vio a Ann y anadeó hacia ella, muy interesada en los helados. Pero iba demasiado deprisa y cayó de bruces. Cuando se incorporó con la cara embadurnada de arena Ann supuso que se echaría a llorar, pero en lugar de eso se lamió el labio superior, como un connoisseur.

Ann fue a ayudarla. La levantó e intentó quitarle la arena de los labios, pero ella trató de evitarlo sacudiendo la cabeza. En fin, ¿qué daño podía hacerle comer un poco de arena?

—No demasiada, ¿eh? No, ésos son para Nirgal, Sax y Bao. ¡No! ¡Eh, mira las gaviotas! ¡Mira las gaviotas!

Tati miró al cielo y vio las gaviotas, y al intentar seguirlas con la vista cayó de culo.

—¡Ooh! —dijo—. ¡Bonitas! ¡Bonitas! ¡Son bonitas!

Ann la levantó y caminaron tomadas de la mano hacia el grupo, que rodeaba el alto castillo de arena. Nirgal y Bao conversaban a la orilla del agua. Las gaviotas planeaban en el cielo. En la playa una anciana asiática pescaba. El mar tenía un azul profundo, el cielo derivaba hacia un malva pálido y el viento arrastraba las nubes hacia el este. Unos cuantos pelícanos se deslizaban en fila india sobre la cresta de una ola y Tati tironeó de Ann para que se detuviera y los señaló.