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—Todo eso está resultando muy útil ahora —dijo Irishka—, a pesar de que están apretujados como sardinas en lata. Si no hubiesen tenido alimento y albergue, seguramente habrían intentado una escapada. La situación es todavía tensa, pero al menos pueden vivir.

En cierto modo se parecía a la situación que acababan de resolver en Burroughs, pensó Ann. Que había acabado bien. Sólo se necesitaba a alguien dispuesto a actuar y la cosa estaría hecha: la UNTA evacuada hacia la Tierra, el cable derribado, el vínculo entre Marte y la Tierra definitivamente roto.

Irishka los guió a través del revoltijo que era Pavonis Este y la pequeña caravana alcanzó el borde de la caldera, donde aparcaron. Al sur, en el borde occidental de Sheffield, el cable del ascensor era una línea apenas visible, y sólo por espacio de unos pocos kilómetros de sus veinticuatro mil. Casi invisible, de hecho, y sin embargo su existencia determinaba todos los movimientos que realizaban, las discusiones, los pensamientos incluso, a través de aquella hebra oscura que los conectaba con la Tierra.

Cuando se hubieron instalado en el campamento, Ann llamó a su hijo Peter por la consola de muñeca. Él era uno de los líderes de la revolución en Tharsis y había dirigido la campaña contra la UNTA que había acabado por confinar sus fuerzas en el Enchufe y sus inmediaciones. Una victoria limitada en el mejor de los casos, pero que convertía a Peter en uno de los héroes del mes anterior.

El rostro de su hijo apareció en la pequeña pantalla. Se parecía mucho a ella, y eso la desconcertaba. Era evidente que otros asuntos que no tenían relación con la llamada absorbían la atención de Peter.

—¿Alguna noticia? —preguntó.

—No —respondió Peter—. Al parecer estamos en una especie de punto muerto. Hemos facilitado el libre acceso al distrito del ascensor a los miembros de las fuerzas policiales atrapados fuera, y ellos controlan la estación ferroviaria, el aeropuerto del borde sur, y las líneas de metro que cubren el trayecto entre esos puntos y el Enchufe.

—¿Los aviones que los evacuaron de Burroughs aterrizaron aquí?

—Sí. Al parecer la mayoría regresa a la Tierra. Están bastante apretujados ahí dentro.

—¿Vuelven a la Tierra o van a quedarse en la órbita marciana?

—Regresan a la Tierra. No creo que a estas alturas confíen mucho en la órbita.

Peter sonrió al decir esto. Había hecho mucho en el espacio, apoyando las iniciativas de Sax y otros. Su hijo, el hombre del espacio, el verde. Hacía muchos años que apenas se hablaban.

—¿Y qué es lo que piensan hacer ahora? —preguntó Ann.

—No lo sé. No creo que podamos apoderarnos del ascensor ni tampoco del Enchufe. E incluso si saliera bien, ellos siempre podrían derribar el ascensor.

—¿Y?

—Bueno… —De pronto Peter pareció preocupado.— No creo que sea conveniente. ¿Y tú?

—Creo que habría que echarlo abajo.

—Entonces será mejor que te alejes de la línea de caída —dijo Peter, ahora irritado.

—Lo haré.

—No quiero que nadie lo derribe sin antes discutirlo a fondo —declaró él con acritud—. Esto es importante. Tiene que ser una decisión tomada por toda la comunidad marciana. Yo pienso que necesitamos el ascensor.

—Sólo que no tenemos manera de apoderarnos de él.

—Eso aún está por ver. Mientras tanto, no es algo que puedas decidir por tu cuenta y riesgo. Me enteré de lo sucedido en Burroughs, pero aquí es diferente, ¿entiendes? Aquí decidimos la estrategia entre todos. Hay que discutirlo.

—Forman un grupo al que eso se les da muy bien —dijo Ann con amargura. Todo se discutía hasta la saciedad y ella siempre perdía. Ya no era tiempo de discusiones. Alguien tenía que actuar. Pero la expresión de Peter era la de quien no está dispuesto a permitir que lo aparten de las resoluciones fundamentales. Evidentemente su hijo pensaba ser quien decidiera sobre el ascensor. Parte de un sentimiento más general de posesión del planeta, sin duda, derecho de nacimiento de los nisei, que desplazaba a los Primeros Cien y al resto de los issei. Si John viviese no les hubiera resultado fácil, pero el rey había muerto, larga vida al rey… su propio hijo, rey de los nisei, los primeros marcianos auténticos.

Pero rey o no, un ejército rojo se estaba reuniendo en esos momentos en Pavonis Mons. Eran la agrupación militar más poderosa que quedaba en el planeta y tenían la intención de completar la labor iniciada cuando la Tierra fue golpeada por la gran inundación. No creían en consensos ni compromisos, y para ellos derribar el cable era matar dos pájaros de un tiro: destruirían el último bastión de la policía y además cortarían toda comunicación fácil entre la Tierra y Marte, uno de los principales objetivos rojos. Sí, derribar el cable era el siguiente paso lógico.

Pero Peter no parecía al corriente de esto. O tal vez no le daba importancia. Ann intentó explicárselo, pero él se limitó a asentir, murmurando «Sí, sí, sí». Tan arrogante como todos los verdes, tan estúpidamente ufanos de sus evasivas, de sus tratos con la Tierra, como si pudiera conseguirse algo de aquel Leviatán. No. Se necesitaría una acción drástica, como en la inundación de Burroughs, como en todos los actos de sabotaje que habían preparado el marco para la revolución. Sin aquello, la revolución ni siquiera habría empezado, o habría sido aplastada de inmediato, como en 2061.

—Sí, sí. Entonces será mejor que convoquemos una reunión —dijo Peter, al parecer tan molesto con ella como Ann lo estaba con él.

—Sí, sí —admitió Ann con cansancio. Reuniones. Pero tenían una cierta utilidad; la gente podía hacerse la ilusión de que significaban algo, mientras el verdadero trabajo se llevaba a cabo en otro sitio.

—Intentaré convocar una —dijo Peter. Al fin Ann había conseguido polarizar su atención; pero el rostro de su hijo tenía una expresión desagradable, como si se sintiera amenazado—. Antes de que la situación se nos vaya de las manos.

—Las cosas ya se nos han ido de las manos —señaló ella, y cortó la conexión.

Ann siguió las noticias de los diferentes canales, Mangalavid, los canales rojos, los resúmenes terranos. Aunque Pavonis y el ascensor se habían convertido en el centro de atención de todo Marte, la convergencia física en el volcán era sólo parcial. Tenía la impresión de que las unidades de la guerrilla roja eran más numerosas que las unidades verdes de Marte Libre y sus aliados, pero no podía asegurarlo. Kasei y el ala más radical de los rojos, el Kakaze («viento de fuego»), habían ocupado hacía poco el borde norte de Pavonis y tomado la estación ferroviaria de Lastflow y su tienda. Los rojos con los que Ann había viajado, muchos de ellos miembros de la vieja corriente principal, discutieron sobre la conveniencia de rodear el borde y unirse al Kakaze, pero al fin decidieron permanecer en Pavonis Este. Ann asistió a esta deliberación sin intervenir, pero el resultado la complació, pues deseaba mantener las distancias con Kasei y Dao y su grupo. La alegraba quedarse en Pavonis Este.

Buena parte de las tropas de Marte Libre también permanecía allí, y dejaron los coches para ocupar los almacenes abandonados. Pavonis Este estaba convirtiéndose en una gran concentración de grupos revolucionarios de todas las tendencias, y un par de días después de su llegada, Ann entró en la tienda y caminó sobre el regolito compactado en dirección a uno de los almacenes más grandes para tomar parte en una sesión de estrategia general.

La reunión se desarrolló como había previsto. Nadia protagonizaba la discusión, y era inútil hablar con ella últimamente. Por tanto, Ann permaneció en su silla al fondo de la sala, observando a los demás y dándole vueltas a la situación. Ninguno quería decir lo que Peter había admitido ante ella en privado: que no había manera de hacer salir a la UNTA del ascensor espacial. Intentaban soslayar el problema a base de cháchara.