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Y sólo podía encontrarse con él en su propio terreno, hablarle en sus propios términos. Por eso Ann se sentaba frente a él en las reuniones y trataba de concentrarse, aunque sentía que la mente se le estaba petrificando en el interior del cráneo. Las discusiones se repetían hasta la saciedad. ¿Qué hacer en Pavonis? Pavonis Mons, la Montaña del Pavo Real. ¿Quién ascendería al Trono del Pavo Real? Había muchos shas potenciales: Peter, Nirgal, Jackie, Zeyk, Kasei, Maya, Nadia, Mijail, Ariadne, la invisible Hiroko… demasiados.

En ese momento, alguien invocaba la conferencia de Dorsa Brevia como el marco de discusión al que debían ceñirse. Todo muy encomiable, pero sin Hiroko les faltaba el centro moral; ella era la única persona en toda la historia marciana, aparte de John Boone, ante la cual todo el mundo cedería. Pero Hiroko y John ya no estaban, ni tampoco Arkadi y Frank, que le habría sido muy útil en aquella coyuntura si hubiera estado de su lado, cosa poco menos que imposible. Todos muertos. Y les habían dejado la anarquía. Era curioso comprobar de qué modo, en una mesa atestada, las ausencias eran más notables que las presencias. Hiroko, por ejemplo; la gente la mencionaba con frecuencia, y sin duda estaba en algún lugar de las tierras interiores; los había abandonado, como de costumbre, en la hora de necesidad. Se burlaba de ellos desde su guarida. Y también era curioso comprobar que el único hijo de sus héroes perdidos, Kasei, el hijo de John e Hiroko, era el líder más radical de los presentes, un hombre inquietante aun cuando estaba de su lado. Allí sentado, mirando a Art y sacudiendo la cabeza canosa, con una pequeña sonrisa torciéndole la boca. No se parecía en nada ni a John ni a Hiroko; bueno, en realidad tenía algo de la arrogancia de Hiroko, y algo de la simplicidad de John. Lo peor de ambos. Y sin embargo era una figura poderosa, hacía lo que quería y muchos lo seguían. Pero no se parecía a sus progenitores.

Y Peter, sentado dos sillas más allá de Kasei, tampoco se parecía a ella o a Simón. Era difícil establecer qué significaban las relaciones de parentesco; evidentemente, nada. Y sin embargo se le encogía el corazón al oír a Peter, discutiendo con Kasei y oponiéndose a los rojos en todos los puntos, defendiendo una suerte de colaboracionismo interplanetario. Y ni una sola vez en el curso de esas sesiones se había dirigido a ella o la había mirado. Tal vez aquélla fuera una forma de cortesía: no discutiré contigo en público. Pero más bien parecía un desaire: no hablaré contigo porque no pintas nada.

Su hijo defendía a ultranza el cable, y coincidía con Art en la importancia del documento de Dorsa Brevia, naturalmente, dada la gran mayoría verde de entonces y que ahora persistía. Utilizar Dorsa Brevia como guía aseguraba la supervivencia del cable, lo cual significaba la continuidad de la presencia de la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas. Y algunos de los que se alineaban con Peter hablaban de «semiautonomía» en relación con la Tierra, en vez de independencia, y Peter comulgaba con aquello. La ponía enferma. Y todo eso sin mirarla a los ojos. Como Simón, mantenía una suerte de silencio, lo cual la ponía furiosa.

—No hay razón para que hagamos planes a largo plazo hasta que no resolvamos el problema del cable —dijo Ann, interrumpiéndole y ganándose una mirada reprobatoria, como si ella hubiese roto un compromiso; pero ese compromiso no existía, y ¿por qué no iban a discutir, cuando no había entre ellos ninguna relación… nada aparte de la biología?

Art aseguró que la UN se había declarado dispuesta a aceptar una semiautonomía marciana, siempre y cuando Marte se mantuviera en «estrecho contacto» con la Tierra y ayudase activamente en la crisis terrestre. Y Nadia añadió que Derek Hastings, ahora en Nuevo Clarke y que había abandonado Burroughs sin entablar una batalla sangrienta, estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. Pues claro, la próxima retirada no sería tan fácil, ni lo llevaría a un lugar demasiado agradable, porque a pesar de todas las medidas de emergencia, la Tierra era en ese momento un mundo de hambruna, plagas, saqueo… el fracaso del contrato social, que después de todo era muy frágil. Podía ocurrir en Marte también; tenía que recordar esa fragilidad cuando se enfadaba lo suficiente, como en ese momento, para desear decirles a Dao y Kasei que abandonaran las conversaciones y empezaran a disparar. Si lo hiciese, con toda probabilidad le obedecerían. Y de pronto la invadió una extraña sensación al percibir el poder que tenía en sus manos, al recorrer con la mirada los rostros infelices, airados y ansiosos en torno a la mesa. Ella podía inclinar la balanza, podía derribar aquella mesa.

Los oradores defendían sus posturas en turnos de cinco minutos. Más de los que Ann hubiese esperado estaban a favor de cortar el cable, no sólo rojos, sino también representantes de culturas o movimientos que se sentían amenazados por el orden metanacional o por la inmigración masiva procedente de la Tierra: beduinos, polinesios, los habitantes de Dorsa Brevia, algunos de los nativos más cautos. Pero seguían estando en minoría. No una minoría insignificante, pero minoría al fin. Aislacionistas contra interactivos; otra fractura que añadir a las que ya dividían el movimiento independentista marciano.

Jackie Boone se levantó y habló durante quince minutos sobre la conveniencia de mantener el cable, amenazando a cualquiera que quisiese derribarlo con la expulsión de la sociedad marciana. Fue una actuación repugnante, pero popular, y después Peter se levantó y habló en los mismos términos, sólo que con algo más de sutileza. Aquello indignó tanto a Ann que cuando él concluyó tomó la palabra y volvió a insistir en que era necesario destruir el cable, lo que le valió una nueva mirada venenosa de Peter, que apenas advirtió, pues estaba furiosa, y se olvidó del límite de los cinco minutos. Nadie intentó interrumpirla y ella siguió, aunque no sabía qué diría después ni recordaba lo que había dicho. Acaso su subconsciente lo había organizado todo como el sumario de un abogado — ojalá fuese así—; o tal vez, mientras su boca seguía hablando, una parte de su pensamiento repetía la palabra Marte una y otra vez, o balbuceaba y el auditorio simplemente la dejaba hacer, o milagrosamente la comprendía en un momento de penetración glosolálica, y unas llamas invisibles aparecían sobre sus cabezas, como capuchones enjoyados… En efecto, los cabellos de los oyentes le parecieron a Ann de metal hilado, las calvas de los ancianos pedazos de jaspe en el interior de los cuales todas las lenguas, vivas y muertas, se entendían por igual; y por un momento todos parecieron atrapados con ella en una epifanía del Marte rojo, emancipados de la Tierra, viviendo en el planeta primitivo que había sido y que podía volver a ser.

Se sentó. Pero no fue Sax quien se levantó para rebatirla, como tantas otras veces en el pasado. De hecho, el hombre la miraba con la boca abierta y los ojos extraviados por la concentración, y con una perplejidad que ella no podía interpretar. Se miraron fijamente; pero qué podía estar pensando Sax ella lo ignoraba. Sólo sabía que al fin había conseguido captar su atención.

Esta vez fue Nadia quien replicó, su hermana Nadia, que defendió sistemáticamente y con calma la interacción con la Tierra, la intervención en la situación terrana. Habló de la necesidad de llegar a un acuerdo, de comprometerse, influenciar, transformar. Era profundamente contradictorio, pensó Ann; puesto que eran débiles, decía Nadia, no podían permitirse el lujo de ofender, y por tanto tenían que cambiar toda la realidad social terrana.

—¿Pero cómo? —gritó Ann—. ¡Sin un punto de apoyo, no puedes mover el mundo! Sin palanca, sin fuerza…

—No hablamos sólo de la Tierra —replicó Nadia—. Pronto habrá otras colonias en el sistema solar. Mercurio, la Luna, las grandes lunas exteriores, los asteroides. Tenemos que formar parte de todo eso. Como primera colonia, somos los líderes naturales. Un pozo de gravedad no salvado representa un obstáculo para todo eso… una reducción de nuestra posibilidad de actuar, una mengua de nuestro poder.