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—Ya, un obstáculo para el progreso —dijo Ann con amargura—. Piensa en lo que Arkadi habría contestado a eso. Escucha, tenemos la oportunidad de hacer algo diferente. Ésa es la verdadera cuestión. Todavía tenemos esa oportunidad. Todo lo que incrementa el espacio dentro del cual podemos crear una nueva sociedad es beneficioso. Todo aquello que lo reduce es perjudicial. ¡Piénsenlo!

Quizá ya lo hacían, pero no servía de nada. Algunos elementos de la Tierra enviaban sus argumentos y amenazas, y hasta rogaban. Allí abajo necesitaban ayuda, cualquier ayuda. Art Randolph continuó presionando enérgicamente en defensa del cable en nombre de Praxis, que a los ojos de Ann se perfilaba como la nueva autoridad transitoria, el metanacionalismo en su última manifestación o disfraz.

Sin embargo, los nativos estaban siendo ganados lentamente para su causa, intrigados por la posibilidad de «conquistar la Tierra», sin saber que eso era imposible, incapaces de imaginar la vastedad y la inmovilidad de la Tierra. Uno podía explicárselo hasta la saciedad, pero nunca serían capaces de imaginarlo.

Al fin llegó el momento de una votación informal. Habían decidido que fuera un voto representativo, un voto por cada uno de los grupos firmantes del documento de Dorsa Brevia, y también uno por cada una de las partes interesadas que habían surgido desde entonces: nuevos asentamientos en las tierras interiores, nuevos partidos políticos, asociaciones, laboratorios, compañías, bandas guerrilleras, los diferentes grupos rojos disidentes. Antes de empezar, un alma generosa e ingenua llegó a ofrecer un voto a los Primeros Cien, y todos rieron ante la idea de que los Primeros Cien pudieran emitir el mismo voto sobre un tema. El alma generosa, una muchacha de Dorsa Brevia, propuso entonces que cada uno de los Primeros Cien tuviese un voto individual, pero aquello fue descartado porque ponía en peligro el ligero dominio que tenían sobre el gobierno representativo. No habría cambiado nada, de todos modos.

En la votación se decidió que el ascensor espacial continuaría en pie por el momento, y en manos de la UNTA, en toda su extensión e incluyendo el Enchufe. Era como si el rey Canuto decidiese declarar legal la marea, pero nadie rió excepto Ann. Los otros rojos estaban furiosos. La propiedad del Enchufe estaba siendo activamente disputada todavía, objetó Dao gritando, el vecindario que lo rodeaba era vulnerable y podían tomarlo, no había razón para ceder de aquella manera; ¡estaban barriendo el problema debajo de la alfombra porque era difícil! Pero la mayoría estaba de acuerdo. El cable permanecería.

Ann sintió la vieja urgencia de escapar. Tiendas y trenes, gente, la silueta de Sheffield recortándose contra el borde sur, el basalto de la cima arrancado, aplastado y pavimentado… Una pista recorría todo el perímetro del borde, pero el lado occidental de la caldera estaba casi deshabitado. Ann tomó un pequeño rover rojo y condujo en sentido contrario a las agujas del reloj hasta que alcanzó una pequeña estación meteorológica; allí aparcó y se apeó, moviéndose con rigidez dentro de un traje muy parecido a los que habían usado durante los primeros años.

Se encontraba a uno o dos kilómetros del límite del borde. Avanzó lentamente hacia allí en dirección este, y tropezó en un par de ocasiones antes de prestar la debida atención. La lava antiquísima que formaba el ancho borde llano era lisa y oscura en algunos puntos, rugosa y de color más claro en otros. Cuando alcanzó el filo del abismo actuaba ya apológicamente y avanzaba entre las rocas en un baile que podría mantener todo el día, en sintonía con cada montículo y grieta que pisaba. Y eso era bueno, porque cerca del precipicio el terreno se colapsaba formando estrechas cornisas curvas escalonadas; el desnivel entre una y otra era a veces un simple escalón y otras, más alto que ella. Y delante una creciente sensación de vacío a medida que el otro lado de la caldera y el resto de la gran circunferencia se hacían visibles. Bajó hasta la última cornisa, un repecho de unos cinco metros de ancho con una oscura pared curva detrás, que le llegaba a los hombros; debajo se abría el gran abismo circular de Pavonis.

Esa caldera era una de las maravillas geológicas del sistema solar, un agujero de cuarenta y cinco kilómetros de diámetro y cinco de profundidad, y casi perfectamente regular en toda su extensión: circular, de fondo llano y paredes casi verticales; un perfecto cilindro de espacio, cortado en el volcán como para tomar una muestra de roca. Ninguna de las otras tres grandes calderas se acercaba a aquella simplicidad de formas: Ascraeus y Olimpo eran complicados palimpsestos de anillos superpuestos, mientras que la ancha y poco profunda caldera de Arsia era más o menos circular, pero estaba muy fracturada. Sólo Pavonis tenía un cilindro regular, la idea platónica de una caldera volcánica.

Naturalmente, desde el extraordinario lugar en que estaba en aquel momento, la estratificación horizontal de las paredes interiores añadía irregularidad al conjunto: franjas de color orín, negro, chocolate y pardo oscuro que indicaban variaciones en la composición de los depósitos de lava; y algunas franjas eran más duras que las contiguas, de manera que había numerosos baleones semicirculares que sobresalían de la pared a diferentes alturas: bancos curvos aislados, encaramados en el flanco de la inmensa garganta de roca, que nadie visitaba nunca. Y el fondo era tan llano… La subsidencia de la cámara magmática del volcán, localizada unos ciento sesenta kilómetros bajo la montaña, tenía que haber sido inusualmente coherente; se había hundido en el mismo lugar todas las veces. Ann se preguntó si se habría determinado ya por qué había sucedido así: si la cámara magmática era más joven que las de los otros grandes volcanes, o más pequeña, o la lava más homogénea… Probablemente alguien había investigado el fenómeno; podía encontrar información en su ordenador de muñeca. Tecleó el código de la Revista de Estudios Areológicos, y luego Pavonis: «Vestigios de actividad explosiva estromboliana en los clastos de Tharsis Occidental.» «Crestas radiales en la caldera y grábenes concéntricos en la cara externa del borde sugieren una subsidencia posterior de la cima.» Acababa de atravesar algunos de esos grábenes. «Liberación de volátiles juveniles en la atmósfera calculada por datación radiométrica de los mancos de Lastflow.» Apagó la consola. Había dejado de mantenerse al corriente de la investigación areológica hacía años. Incluso leer los extractos le habría ocupado más tiempo del que disponía. Y además, la areología se había visto gravemente comprometida por el proyecto de terraformación. Los científicos que trabajaban para las metanacionales se habían concentrado en la exploración y evaluación de recursos, y habían encontrado vestigios de antiguos océanos, de la primitiva atmósfera cálida y húmeda, probablemente incluso de formas de vida antiquísimas. Por otro lado, los científicos rojos habían advertido sobre la creciente actividad sísmica, la rápida subsidencia, la erosión brutal y la desaparición de cualquier muestra de superficie que se hubiese conservado en su estado primitivo. La presión política había tergiversado casi todo lo que se había escrito sobre Marte en los pasados cien años. La Revista era la única publicación que Ann conocía que intentaba divulgar trabajos estrictamente areológicos en el más puro sentido de la palabra, focalizados en lo que había sucedido en los cinco mil millones de años de soledad; era la única publicación que Ann seguía leyendo, o que al menos ojeaba: echaba un vistazo a los títulos y algunos extractos, y a los editoriales de primera plana; una o dos veces incluso había enviado cartas referentes a alguna cuestión, que ellos habían publicado sin alharacas. Editada por la Universidad de Sabishii, la Revista era revisada por areólogos que compartían ideología, y los artículos eran rigurosos y bien documentados, no eran políticamente tendenciosos en sus conclusiones, sólo científicos. Los editoriales de la revista defendían lo que podría haberse definido como una posición roja, pero sólo en un sentido muy limitado, puesto que abogaban por la conservación del paisaje primitivo para que los estudios pudieran realizarse sin tener que lidiar con la contaminación a gran escala. Ésa había sido la posición de Ann desde el principio, y con la que se sentía más cómoda; había abandonado aquella posición científica por el activismo político forzada por la situación. Y podía decirse lo mismo de muchos areólogos que ahora apoyaban a los rojos. Ellos eran sus iguales, en verdad, la gente a la que entendía y con la que simpatizaba.