Выбрать главу

—Tal vez sea así —dijo Nadia, obstinada. Era evidente que aquello no la preocupaba, pertenecía al pasado y carecía de importancia; lo apartó y no se dejó desviar de su propósito—. Pero ¿lo intentarás?

Ann clavó la mirada en su terca vieja amiga, en ese momento casi rejuvenecida por el miedo, concentrada y viva.

—Haré lo que pueda —dijo Ann con aire lúgubre—. Pero, por lo que dices, ya es demasiado tarde.

En efecto, era demasiado tarde. El campamento de rovers en el que Ann se había alojado estaba desierto, y cuando llamó por la consola de muñeca no hubo respuesta. Dejó a Nadia y los otros sobre ascuas en el complejo de almacenes de Pavonis Este y condujo hasta Lastflow, con la esperanza de encontrar allí a alguno de los líderes rojos. Pero los rojos habían abandonado Lastflow y los lugareños no sabían adonde habían ido. La gente miraba la televisión en las estaciones y en los cafés, pero cuando Ann miró también no vio noticias sobre la batalla, ni siquiera en Mangalavid. Un sentimiento de desesperación empezó a filtrarse en su ánimo sombrío; quería hacer algo, pero no sabía cómo. Volvió a intentarlo con el ordenador de muñeca y para su sorpresa Kasei respondió por su frecuencia privada. Su rostro en la pequeña pantalla se parecía extraordinariamente al de John Boone, tanto que en su sorpresa al principio Ann no oyó lo que le estaba diciendo. ¡Parecía tan feliz, era el John de siempre!

—… tenido que hacerlo —estaba diciéndole. Ann se preguntó si le habría hecho alguna pregunta al respecto—. Si no actuamos, destrozarán este mundo. Lo convertirán en un jardín hasta la cima de los cuatro grandes volcanes.

Esas palabras eran un eco tan exacto de lo que había pensado sentada en la cornisa que se sintió perturbada, pero consiguió dominarse y dijo:

—Tenemos que actuar en el marco de las discusiones, Kasei, o provocaremos una guerra civil.

—Somos una minoría, Ann. Y el marco no contempla las minorías.

—No estoy tan segura. Tenemos que insistir para que nos consideren. E incluso si nos decidimos en favor de la resistencia activa, no tiene por qué ser aquí y ahora. No tiene por qué traducirse en una matanza de marcianos a manos de marcianos.

—Ellos no son marcianos —dijo Kasei, y le centellearon los ojos. Su expresión era como la de Hiroko: miraba el mundo ordinario desde la distancia. En eso no se parecía en nada a John. Lo peor de los dos padres; de modo que tenían otro profeta, que hablaba una nueva lengua.

—¿Dónde estás ahora?

—En Sheffield Oeste.

—¿Qué te propones?

—Tomar el Enchufe y luego derribar el cable. Tenemos las armas y la experiencia. No creo que tengamos dificultades.

—No conseguisteis derribarlo en el primer intento.

—Demasiado fantasioso. Esta vez lo cortaremos.

—Creía que ésa no era la manera de hacerlo.

—Funcionará.

—Kasei, creo que debemos negociar con los verdes.

Él negó con la cabeza, impaciente, furioso porque ella se había puesto nerviosa a la hora de la verdad.

—Cuando el cable esté abajo, ya negociaremos. Escucha, Ann, tengo que irme. Mantente lejos de la trayectoria de caída.

—¡Kasei!

Pero él ya no estaba. Nadie la escuchaba, ni sus enemigos, ni sus amigos, ni su familia; tenía que llamar a Peter, intentar volver a hablar con Kasei. Necesitaba estar allí en persona, captar su atención, como había hecho con Nadia… sí, a eso había llegado: para que la escucharan tendría que gritarles.

La posibilidad de quedar atrapada si viajaba hacia Pavonis Este la obligó a partir en dirección oeste por el borde en sentido contrario a las agujas del reloj, como había hecho el día anterior, para alcanzar a las fuerzas rojas por la retaguardia, la mejor aproximación en cualquier caso. Desde Lastflow hasta el límite occidental de Sheffield había unos ciento cincuenta kilómetros, y mientras avanzaba a toda velocidad, fuera de la pista, se dedicó a llamar a las distintas fuerzas presentes en la montaña, sin éxito. Las explosiones de estática delataban la lucha por Sheffield, y los recuerdos de 2061 irrumpieron con aquellos brutales estallidos de ruido blanco, aterrorizándola. Condujo el rover al límite, siempre dentro de la estrecha franja paralela a la pista para hacer el viaje más suave y rápido: cien kilómetros por hora, y luego aún más deprisa. Una carrera, en verdad, para tratar de evitar el desastre de una guerra civil. Ann vivía la situación inmersa en una terrible sensación de pesadilla. Sobre todo porque era tarde, demasiado tarde. En momentos como aquéllos siempre llegaba tarde. En el cielo que dominaba la caldera aparecían estrellas instantáneas: explosiones, sin duda misiles disparados contra el cable y derribados en mitad del vuelo, que se desvanecían dejando unas blancas humaredas, como fuegos de artificio defectuosos, concentrados sobre Sheffield, en particular en la zona del cable, pero que humeaban sobre toda la extensión de la vasta cima, y luego se desviaban hacia el este en la corriente de chorro. Algunos de esos misiles eran descubiertos mucho antes de que alcanzaran su objetivo.

Contemplando la batalla que se desarrollaba en el cielo casi se estampó contra la primera tienda de Sheffield Oeste, ya reventada. A medida que la ciudad crecía hacia el oeste, nuevas tiendas se habían ido añadiendo a las anteriores, como almohadillas de lava; ahora las morrenas terminales de construcción estaban cubiertas de pedazos del armazón de la última tienda, que parecían fragmentos de cristal, y en el resto de las estructuras semejantes a pelotas de fútbol había volado el material de la cubierta. El rover traqueteó con violencia al pasar sobre escombros basálticos, y ella frenó y condujo despacio hasta el muro. Las antecámaras para los vehículos estaban bloqueadas. Se puso el traje y el casco y salió gateando por la antecámara del rover. Con el corazón desbocado se acercó al muro de la ciudad, trepó por él y entró en Sheffield.

Las calles estaban desiertas, el césped cubierto de cristales, ladrillos, pedazos de bambú y vigas de magnesio retorcidas. A aquella altura, la desaparición de la tienda hacía que los edificios defectuosos estallaran como globos; las ventanas enmarcaban vacío y oscuridad, y aquí y allá yacían desparramados los rectángulos de cristal de las ventanas que no se habían roto, como grandes escudos transparentes. Y vio un cuerpo, con el rostro helado o cubierto de polvo. Habría muchos muertos; la gente ya no estaba acostumbrada a pensar en la descompresión, era una preocupación de los viejos colonos.

Ann siguió avanzando hacia el este.

—Busco a Kasei, Dao, Marion o Peter —repitió una y otra vez por la consola de muñeca. Pero nadie contestó.

Tomó una calle estrecha que corría junto al muro meridional de la tienda. Cruda luz del sol, nítidas sombras oscuras. Algunos edificios habían resistido, con las ventanas intactas y las luces encendidas. No se veía un alma en el interior, por supuesto. Delante, el cable se distinguía apenas, un negro trazo vertical que se elevaba hacia el cielo desde Sheffield Este, como el concepto de línea geométrica hecho realidad visible.

El rojo de emergencia era una señal transmitida en una longitud de onda que variaba con rapidez y se podía sincronizar si se tenía el código en vigor. Aunque este sistema solía funcionar a pesar de las interferencias radiofónicas, Ann se sorprendió cuando una voz de cuervo le graznó en la muñeca:

—Ann, soy Dao. Aquí.

Allí estaba, a la vista, agitando una mano desde el umbral de la pequeña antecámara de emergencia de un edificio. Él y un grupo de unas veinte personas maniobraban con un trío de lanzamisiles móviles en la calle. Ann corrió hacia ellos y se detuvo junto a Dao.