Y allí estaba, tomando un tranquilo desayuno. «Tan civilizado», se burlaba Nadia. Era la mejor amiga de Maya en el Ares, una mujer baja y redonda como una piedra, de cara cuadrada y pelo corto y entrecano. Más fea imposible. Maya, que se sabía atractiva y que eso la había ayudado muchas veces, amaba la fealdad de Nadia, que de algún modo acentuaba su competencia. Nadia era ingeniera y muy pragmática, una experta en construcción en climas fríos. Se habían conocido en Baikonur hacía veinte años, y una vez vivieron juntas en la Novy Mir durante varios meses; con los años habían llegado a ser como hermanas, que no se parecían mucho y que a menudo no se llevaban bien.
En ese momento Nadia miró alrededor y dijo:
—Instalar los alojamientos rusos y los norteamericanos en toros distintos fue una idea horrible. Trabajamos juntos durante el día, pero pasamos la mayor parte del tiempo aquí entre las mismas caras de siempre. Esto sólo acrecienta las otras divisiones que hay entre nosotros.
—Quizá deberíamos proponer que intercambiemos la mitad de las cabinas.
Arkadi, que estaba devorando bollos de café, se inclinó desde la mesa vecina.
—Eso no basta —dijo, como si hubiera participado todo el tiempo en la conversación. Tenía la barba roja, cada día más salvaje, salpicada de migas—. Los domingos tendrían que ser día de mudanza y ese día todos cambiarían de alojamiento al azar. La gente llegaría a conocerse y habría menos camarillas. Y se reduciría la idea de propiedad sobre los cuartos.
—Pero a mí me gusta ser dueña de una cabina —dijo Nadia.
Arkadi engulló otro bollo y le sonrió mientras masticaba. Era un milagro que hubiera pasado el comité de selección.
Pero Maya planteó el tema a los norteamericanos, y aunque nadie aprobó el plan de Arkadi, les pareció una buena idea intercambiar la mitad de las cabinas. Después de ciertas consultas y discusiones, se dispuso la mudanza. La llevaron a cabo en la mañana de un domingo, y en adelante el desayuno fue un poco más cosmopolita. Las mañanas en el comedor D ahora incluían a Frank Chalmers y a John Boone, y también a Sax Russell, Mary Dunkel, Janet Blyleven, Rya Jiménez, Michel Duval y Úrsula Kohl.
John Boone resultó ser un madrugador, llegando al comedor incluso antes que Maya.
—Esta sala es tan espaciosa y aireada que se tiene la sensación de estar fuera —dijo desde su mesa cuando entró Maya—. Mucho mejor que la sala B.
—El truco está en quitar todo el cromado y el plástico blanco — repuso Maya. Hablaba un inglés bastante bueno, que mejoraba rápidamente—. Y luego pintar el techo como un cielo de verdad.
—¿Quieres decir no sólo de azul y punto?
—Sí.
Era, pensó, un norteamericano típico: sencillo, abierto, directo, tranquilo, y a la vez un héroe famoso. Esto parecía un hecho inevitable, de peso, pero Boone lo esquivaba. Concentrado en el sabor de un bollo, o en algunas noticias que aparecían en la pantalla de la mesa, nunca se refería a su expedición anterior, y si alguien sacaba el tema hablaba de ella como si no fuera distinta de cualquier otro vuelo. Pero no era así, y sólo su naturalidad mantenía esa ilusión: a la misma mesa cada mañana, riéndose de los malos chistes de ingeniería de Nadia, tomando parte en las conversaciones. Al cabo de un rato, no era fácil ver el aura que lo rodeaba.
Frank Chalmers parecía más interesante. Siempre llegaba tarde y se sentaba solo, atento únicamente a su café y a la pantalla de la mesa. Después de un par de tazas empezaba a hablar con la gente que tenía cerca en un ruso horroroso pero práctico. En la sala D ahora se conversaba casi siempre en inglés para incluir a los norteamericanos. La situación lingüística era como un juego de muñecas chinas: el inglés los contenía a todos, dentro de él estaba el ruso, y dentro de éste los idiomas de la comunidad de estados independientes, y luego los internacionales. Ocho de los tripulantes eran idiolingüistas, una triste especie de orfandad, en opinión de Maya; tenía la impresión de que estaban más atados a la Tierra que el resto, y en frecuente comunicación con la gente de allá. Era un poco extraño que el psiquiatra estuviera dentro de esa categoría.
En cualquier caso, el inglés era la lengua franca de la nave, y al principio Maya pensó que eso les daba ventaja a los norteamericanos. Pero luego se dio cuenta de que cuando hablaban siempre estaban en escena ante todo el mundo, mientras que el resto tenía idiomas más privados a los que podían recurrir en cualquier momento.
Sin embargo, Frank Chalmers era la excepción. Hablaba cinco idiomas, más que ningún otro a bordo. Y no temía usar su ruso, a pesar de que era muy malo; se dedicaba a soltar preguntas y luego a escuchar las respuestas, con auténtico interés y una risa asombrosa y rápida. En muchos sentidos era un norteamericano inusual, pensó Maya. Al principio parecía tener las habituales características: grande, ruidoso, de maniática energía, seguro de sí mismo, inquieto; bastante locuaz y amistoso después del primer café. Llevaba un tiempo notar cómo encendía y apagaba esa cordialidad y lo poco que revelaba su charla. Por ejemplo, Maya no pudo descubrir nada sobre su pasado, a pesar de que intentó hacerle hablar. Era un hombre raro. Tenía pelo negro, cara morena, ojos claros de color avellana —atractivo al estilo tipo duro—, sonrisa fugaz, risa profunda, como la madre de ella. Tenía una mirada demasiado penetrante, en especial cuando observaba a Maya; ella supuso que se trataba de evaluar a otro líder. Actuaba con ella como sí hubiesen tenido en la Antártida una larga relación; la presunción la incomodaba, dado lo poco que habían hablado allí. Estaba acostumbrada a pensar en las mujeres como sus aliadas y en los hombres como atractivos pero peligrosos problemas. De modo que un hombre que presumía de ser un aliado sólo era algo mucho más problemático. Y peligroso. Y… algo más.
Recordó sólo un momento en que le había visto algo más que la piel. Había ocurrido en la Antártida. Después de que el ingeniero térmico se viniera abajo y lo enviaran al norte, habían llegado noticias sobre el reemplazo, y todo el mundo se sintió enormemente sorprendido y entusiasmado al oír que iba a ser John Boone en persona, a pesar de que había recibido bastante más de la dosis máxima de radiación en la expedición anterior. La sala era un hervidero cuando Maya vio entrar a Chalmers y a alguien que le daba las noticias, y él había movido bruscamente la cabeza para mirar a su informante; entonces, durante una fracción de segundo, ella había visto un destello de furia, un destello tan breve que casi fue algo subliminal.
Pero hizo que desde entonces lo observara con atención. Y no cabía duda de que él y John Boone tenían una relación extraña. Para Chalmers resultaba difícil, por supuesto; era el líder oficial de los norteamericanos, e incluso tenía el título de «Capitán», pero Boone, con su atractivo pelo rubio y su extraña aureola de héroe, parecía ciertamente la autoridad natural… parecía el verdadero líder, y Frank Chalmers una especie de oficial demasiado activo, que cumplía las órdenes tácitas de Boone. Eso no podía ser cómodo.