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—Creí que me habías dicho que en la Tierra todo estaría siempre haciéndose pedazos.

—Esto no se hace pedazos. Piénsalo… Si ese maldito tratamiento sólo llega a los ricos, entonces los pobres se rebelarán y todo explotará… pero si el tratamiento llega a todo el mundo, entonces las poblaciones crecerán tanto que todo explotará. ¡De cualquiera de las maneras es el fin! ¡Ya hemos llegado al fin! Y, por supuesto, a las transnac eso no les gusta, es fatal para los negocios que el mundo estalle. Así que están asustadas e intentan mantener las cosas en su sitio por la fuerza bruta. Helmut y esos policías son sólo la punta más pequeña del iceberg… un montón de políticos tácticos cree que un estado policial mundial durante unas cuantas décadas es nuestra única oportunidad para estabilizar la población y evitar la catástrofe. Control desde arriba, estúpidos bastardos.

Frank, asqueado, sacudió la cabeza; luego se inclinó hacia el monitor y se quedó mirando la pantalla.

—¿Recibiste el tratamiento, Frank? —preguntó John.

—Por supuesto que sí. Déjame en paz, John, tengo mucho trabajo.

El verano austral fue más cálido que el anterior, que la Gran Tormenta había amortajado, pero aún más frío que cualquiera registrado antes. La tormenta duraba ya casi dos años-M, más de tres años terranos, pero Sax no parecía preocupado. John lo llamó al Mirador de Echus y cuando le mencionó las frías noches que estaba padeciendo, Sax se limitó a decir:

—Es probable que tengamos temperaturas bajas durante el proceso de terraformación. Pero más cálidas per se no es lo que buscamos. Venus es cálido. Lo que queremos es que permita la supervivencia. Si podemos respirar, no me importa que el aire sea frío.

Mientras tanto hacía frío, frío por todas partes, en las noches hacía cien grados bajo cero, aun en el ecuador. Cuando John llegó a la Colina, una semana después de dejar Senzeni Na, descubrió que una especie de hielo rosado cubría los caminos, resbaladizo y casi invisible a la mortecina luz de la tormenta. La gente de la Colina Subterránea pasaba casi todo el día dentro. John ocupó unas semanas ayudando al equipo local de bioingeniería a hacer pruebas de campo con unas nuevas y resistentes algas de nieve. La Colina Subterránea estaba atestada de extraños. La mayoría japoneses o europeos jóvenes, que por suerte aún usaban el inglés para comunicarse entre ellos. John se alojaba en una de las viejas cámaras abovedadas, cerca de la esquina nordeste del cuadrante. El viejo cuadrante era menos popular que el bulevar de Nadia, más pequeño y oscuro, y muchas de sus cámaras se empleaban ahora como almacén. Resultaba extraño caminar por la plaza central y recordar la piscina, el cuarto de Maya, el comedor… todo oscuro ahora, lleno de cajas. Esos años en que los primeros cien eran los únicos cien… Empezaba a ser difícil recordar cómo había sido.

A través de Pauline, siguió el rastro de los movimientos de alguna gente, entre ellas el equipo investigador de la UNOMA. No era una vigilancia muy rigurosa, ya que no siempre se podía seguir el rastro de los investigadores, en especial de Houston y Chang y el equipo de policías, de quienes sospechaba que se movían deliberadamente fuera de la red. Mientras tanto, los registros de llegadas mensuales en los espaciopuertos volvían a probar que Frank había tenido razón: ellos sólo eran la punta del iceberg. Mucha de la gente que llegaba, en particular a Burroughs, trabajaba para la UNOMA sin especificaciones laborales, y luego se desperdigaba por las minas, los agujeros de transición y otros asentamientos, y se ponía a trabajar para los departamentos locales de seguridad. Y, desde luego, los certificados de trabajo que traían de la Tierra eran muy, muy interesantes.

A menudo, al final de una sesión con Pauline, John dejaba el cuadrante y se iba a pasear por el exterior, perturbado y caviloso. Había mucha más visibilidad que antes; las cosas empezaban a aclararse un poco en la superficie, aunque aún era difícil caminar sobre el hielo rosado. Daba la impresión de que la Gran Tormenta empezaba a amainar. La velocidad de los vientos en la superficie sólo duplicaba o triplicaba la media de treinta kilómetros por hora anterior a la tormenta, y el polvo en el aire era a veces poco más que una densa neblina, que convertía las puestas de sol en centelleantes remolinos pastel de color rosa, amarillo, naranja, rojo y púrpura, con ocasionales vetas de verde o turquesa que aparecían y desaparecían, además de hieloiris y nimbos y esporádicos haces brillantes de pura luz amarilla: la naturaleza en su manifestación más ordinaria, espectacular y transitoria. Y contemplando todo ese color y ese movimiento nebuloso, John olvidaba sus preocupaciones y ascendía por la gran pirámide blanca para mirar alrededor, y luego regresaba a reanudar la lucha.

Una noche, después de una de esas asombrosas puestas de sol, ascendía de la cima de la gran pirámide hacia la Colina Subterranea, cuando vio dos figuras que salían de un costado y se metían en un tubo transparente conectado con un rover. Había algo rápido y furtivo en los movimientos de las figuras, por lo que se detuvo a mirar más de cerca. No llevaban puestos los cascos, y por las nucas y el tamaño de los cuerpos reconoció a Houston y a Chang. Entraron con una escurridiza ineficacia terrana en el rover y lo pusieron en marcha. John polarizó el visor y echó de nuevo a andar, la cabeza baja, tratando de parecer alguien que regresaba del trabajo; se desvió a un costado para alejarse. El rover se sumergió en una espesa nube de polvo y de pronto desapareció.

Cuando llegó a las puertas de la antecámara, John estaba preocupado y casi aterrado. Esperó un momento, y cuando al fin se movió, no se acercó a la puerta, sino a la consola del intercom en la pared. Bajo los altavoces había diferentes tipos de enchufes y quitó con cuidado uno de los tapones, limpió el polvo incrustado en el borde —esos enchufes ya no se usaban— y conectó el ordenador de muñeca. Introdujo el código para acceder a Pauline y aguardó un momento a que concluyera el proceso de codificación y decodificación.

—¿Sí, John? —preguntó la voz de Pauline desde el altavoz del intercom del casco.

—Activa tu cámara, por favor, Pauline, y toma una panorámica de mí cuarto.

Pauline estaba en la mesa junto a la cama, enchufada al muro. Tenía una pequeña cámara de fibra, que usaba rara vez, y la imagen en el ordenador de muñeca era pequeña; la habitación estaba a oscuras, sólo había una luz nocturna encendida; además, la curva del casco era otra barrera más, de modo que aunque pegara el visor al ordenador no alcanzaba a distinguir las imágenes: móviles formas grises. Ahí estaba la cama, había algo sobre ella.

—Retrocede diez grados —dijo John, que entornó los ojos y trató de enfocar la imagen de dos centímetros cuadrados. La cama. Había un hombre tendido. ¿No era eso? La suela de un zapato, torso, pelo. Resultaba difícil estar seguro. No se movía—. Pauline, ¿oyes algo en el cuarto?

—Los conductos del aire, la electricidad.

—Transmíteme lo que recoges en tu micro al máximo volumen. — Ladeó la cabeza hacia la izquierda en el casco y pegó el oído al altavoz. Un siseo, un resoplido, estática. Había demasiados errores de transmisión en ese tipo de procesos, en especial utilizando esos viejos y corroídos enchufes. Pero ciertamente no oía ninguna respiración.— Pauline, ¿puedes entrar en el sistema de monitorización de la Colina Subterránea, localizar la cámara de la puerta y transmitirme la imagen, por favor?

Unos pocos años atrás, había supervisado la instalación del sistema de seguridad de la Colina Subterránea. Pauline aún guardaba todos los planos y códigos, y no le llevó mucho tiempo sustituir la imagen en la muñeca por la de la suite fuera del cuarto. Las luces estaban encendidas, y en los barridos de la cámara pudo ver la puerta cerrada; eso era todo. Dejó caer la muñeca a un lado y se puso a pensar. Pasaron cinco minutos antes de que volviera a levantarla y comenzara a dar instrucciones al sistema de seguridad de la Colina Subterránea a través de Pauline. Introduciendo los códigos, ordenó que el sistema de cámaras borrara las cintas de vigilancia, y que después utilizara cintas de una hora en vez de las ocho habituales. Luego ordenó a dos de los robots de limpieza que fueran a su cuarto y lo abrieran. Mientras, se quedó de pie, temblando, aguardando a que completaran ese lento recorrido por las bóvedas. Cuando abrieron la puerta los vio a través del pequeño ojo de Pauline; y la imagen fue mucho más nítida. Sí, había un hombre en la cama. John se quedó sin aliento; jadeaba. Teleoperó a los robots con los diminutos mandos del ordenador de muñeca. Fue un procedimiento espasmódico, pero si los robots lo despertaban al levantarlo, tanto mejor.