No lo despertaron. El hombre colgó a ambos lados de los brazos de los robots, que lo alzaron con una delicadeza algorítmica. Un cuerpo fláccido. Estaba muerto.
Aspiró una honda bocanada de aire, luego contuvo el aliento y prosiguió con la teleoperación; hizo que el primer robot depositara el cuerpo en la gran tolva del segundo robot. Fue fácil enviarlos por el pasillo de vuelta a la bóveda de almacenamiento. Se cruzaron con alguna gente mientras rodaban, pero esto era inevitable. El cadáver sólo se veía desde arriba, y con un poco de suerte nadie prestaría tanta atención como para recordar más tarde a los robots.
Cuando los tuvo en la sala de almacenamiento, titubeó. ¿Tendría que llevar el cuerpo a los incineradores en el Cuartel de los Alquimistas? Pero no… ahora que el cadáver ya estaba fuera del cuarto, no tenía por qué deshacerse de él. En realidad, más tarde lo necesitaría. Por primera vez se preguntó quién era. Movió al primer robot para que pegara el extensor óptico a la muñeca derecha del cadáver y leyera con el lector magnético. Le llevó mucho tiempo al ojo dar con el punto correcto en la muñeca. Pero al fin se fijó firmemente. La diminuta placa que todo el mundo tenía implantada en un hueso de la muñeca contenía información en el código estándar de puntos, y a Pauline sólo le llevó un minuto obtener una identificación. Yashika Mui, auditor de la UNOMA, destinado en la Colina Subterránea, llegado en 2050. Una persona real. Un hombre que podría haber vivido mil años.
John sintió un escalofrío. Se apoyó contra la pulida pared azul de ladrillos de la Colina Subterránea. Pasaría alrededor de una hora antes de que pudiera entrar. Se apartó con impaciencia y caminó por el cuadrante. Por lo general, tardaba unos quince minutos en recorrerlo, pero ahora descubrió que estaba haciéndolo en diez. Después de la segunda vuelta fue hacia el parque de remolques.
Sólo dos de los viejos remolques seguían allí, y al parecer estaban abandonados o sólo se los usaba como almacén. Unas figuras asomaron entre ellos como salidas del polvo de la noche, y durante un segundo tuvo miedo, pero pasaron de largo. Volvió al cuadrante y lo recorrió otra vez; luego salió del sendero y se encaminó al Cuartel de los Alquimistas. Contempló el anticuado complejo de conductos y tuberías y achaparrados edificios blancos, todos cubiertos con negras ecuaciones caligráficas. Pensó en los primeros años que había pasado allí. Y ahora, en lo que parecía un simple abrir y cerrar de ojos, las cosas habían llegado a esto. En la oscuridad de la Gran Tormenta. Civilización, corrupción, crisis. Asesinato en Marte. Rechinó los dientes.
Había pasado una hora, eran las nueve de la noche. Regresó a la antecámara y entró, se quitó el casco, el traje y las botas en el vestuario, se desnudó, se metió en los baños y se duchó, se secó, se puso un mono y se peinó. Respiró hondo y caminó alrededor del lado sur del cuadrante y recorrió las bóvedas hasta llegar a la de su cuarto. Al abrir la puerta no le sorprendió ver aparecer a cuatro investigadores de la UNOMA, aunque intentó mostrarse asombrado cuando le ordenaron que se detuviera.
—¿Qué es esto? —preguntó.
No eran ni Houston ni Chang sino tres hombres con una de las mujeres de aquel primer grupo de Punto Bajo. Los hombres lo rodearon en silencio, abrieron la puerta y dos entraron en la habitación. John se contuvo. Tenía ganas de golpearlos, de gritar, de reírse ante las caras que pusieron al ver que la habitación estaba vacía; simplemente los miró con curiosidad e intentó limitarse a la irritación que habría mostrado si no hubiese sabido lo que pasaba. Esa irritación habría sido considerable, por supuesto, y le resultó ciertamente difícil impedir que toda la furia brotara de él, difícil mantenerla en un nivel inocente; había que tratarlos como si fueran policías excesivamente celosos en vez de atacarlos como a funcionarios asesinos.
En la confusión que sobrevino, John logró echarlos con unas frases hirientes, y cuando les cerró la puerta en la cara se quedo de pie en mitad del cuarto.
—Pauline, transmíteme lo que pasa en el sistema de seguridad, por favor, y grábalo. Muéstrame que cámaras los tienen.
Pauline los rastreó. Sólo les llevó unos minutos llegar hasta la sala de control de seguridad, donde se les unieron Chang y otros. Buscaban las cintas de las cámaras. John se sentó ante la pantalla de Pauline y observó con ellos mientras rebobinaban las cintas y descubrían que sólo tenían una hora de duración, y que los acontecimientos de la tarde habían sido borrados. Eso les daría algo en que pensar. Sonrió con expresión sombría y le dijo a Pauline que saliera del sistema.
Se sentía exhausto. Sólo eran las once, pero los efectos de la adrenalina y la dosis de omegendorfo de la mañana ya se habían desvanecido. Se sentó en la cama, pero entonces recordó lo último que había estado sobre ella y se puso de pie. Al final durmió en el suelo.
Spencer Jackson lo despertó en el lapso marciano con la noticia de que habían encontrado un cadáver en la tolva de un robot. Acudió y se plantó cansadamente junto a Spencer en la clínica, sin dejar de mirar el cuerpo de Yashika Mui mientras varios de los investigadores lo observaban con suspicacia. Los aparatos de diagnóstico eran tan buenos en una autopsia como cualquier otra cosa, tal vez mejor; las pruebas de las muestras indicaban un coagulante sanguíneo. John ordenó con aire lúgubre una autopsia criminal completa; el cuerpo y las ropas de Mui tenían que ser explorados, y todas las partículas microscópicas cotejadas con su genoma, y todas las partículas ajenas cotejadas con la lista de gente que trabajaba en la Colina Subterránea en aquellos momentos. John miró a los investigadores de la UNOMA cuando dio la orden, pero no se inmutaron. Era probable que hubieran llevado guantes y trajes, o que hubieran teleoperado todo el asunto, como él mismo había hecho. Tuvo que darse vuelta; ¡no podía mostrarles que lo sabía!
Pero, desde luego, ellos sabían que habían puesto el cuerpo en la habitación, y pensaban sin duda que había sido él quien había trasladado el cadáver y había borrado las cintas de la cámara. De modo que ya sabían que él lo sabía, o sospechaban que así era. No obstante, no podían estar seguros; y no había motivo para revelar nada.
Una hora después regresó a su habitación y de nuevo se echó en el suelo. Aunque aún seguía agotado, ya no fue capaz de dormir. Se quedó mirando el techo pensándolo todo otra vez. Pensando otra vez en lo que había descubierto.
Casi al amanecer encontró una solución. Abandonó la idea de dormir y salió a dar otro paseo; necesitaba estar fuera, lejos del mundo humano y toda su corrupción nauseabunda, en medio de la gran ráfaga del viento, tan dramáticamente visible en el polvo levantado por la tormenta.
Pero, cuando salió por la puerta de la antecámara, había estrellas en el cielo. Todas ellas, los millares que ardían desde antaño, sin mostrar el más leve parpadeo o titilación, las más débiles tan densas que el mismo cielo negro parecía ligeramente blanquecino, como si el cielo entero fuera la Vía Láctea.