Cuando se recobró del asombro y de la casi olvidada maravilla de las estrellas, conectó el intercom y transmitió las noticias.
Desató un pandemonio. La gente lo oyó y despertó a sus amigos, y corrió a los vestuarios a buscar un traje antes de que se agotaran las existencias. Y las puertas de las antecámaras empezaron a abrirse y a escupir multitudes.
El cielo al este se tiño de un rojo negruzco, y luego se iluminó rápidamente. Todo el cielo cambió a una tonalidad rosa oscura, y después empezó a brillar. Las estrellas desaparecieron a centenares, hasta que sólo Venus y la Tierra pendieron en el este, sobre una creciente intensidad de luz. El cielo en el este se hizo más y más brillante, hasta que pareció más luminoso de lo que nunca llegaría a ser el día; incluso detrás de los visores los ojos de la gente se empañaron, y algunos gritaron por la frecuencia común ante esa visión. Las figuras correteaban, el intercom parloteaba, el cielo se volvía increíblemente brillante, y más, y más aún, hasta que pareció que estallaría, palpitando con una refulgente luz rosada; la Tierra y Venus eran puntos sofocados por la luz. Y entonces de pronto el sol quebró el horizonte y se derramó en cascadas sobre la llanura como una bomba termonuclear, y la gente rugió y saltó arriba y abajo y corrió entre las largas y negras sombras de las rocas y de los edificios. Todas las paredes que daban al este eran grandes bloques de colores suaves, con asombrosos mosaicos vidriados, y era difícil mirarlos directamente. El aire era tan claro como el cristal y en verdad parecía una sustancia sólida que saturaba las cosas con una penetrante luminosidad.
John se alejó de la multitud, en dirección este, hacia Cherno. Apagó el intercom. El cielo era rosado, más intenso que nunca, con un toque de púrpura en el cénit. Todo el mundo en la Colina Subterránea se estaba volviendo loco. Muchos no habían visto nunca el sol en Marte, y se sentían sin duda como si hubieran pasado toda la vida en la Gran Tormenta. Ahora ya había terminado, y vagaban bajo el sol borrachos de luz: resbalaban en el hielo rosa a diestra y siniestra, peleaban con bolas de nieve amarilla, ascendían por las escarchadas pirámides. Cuando John los vio, se volvió y él mismo subió los escalones de la última pirámide para echar un vistazo a las hondonadas y peñascos alrededor de la Colina. Estaban cubiertos por una capa de sedimentos y escarcha, aunque por lo demás no habían cambiado. Activó la frecuencia común, pero volvió a apagarla… la gente en el interior aún gritaba pidiendo trajes, y los de fuera no les prestaban ninguna atención. Había pasado una hora desde la salida del sol, gritó alguien, aunque a John le costaba creerlo. Sacudió la cabeza; las voces roncas y el recuerdo del cuerpo en la cama impedían que se sintiera realmente contento por el fin de la tormenta.
Al fin regresó dentro y entregó el traje a un par de mujeres que peleaban por ponérselo. Bajó al centro de comunicaciones y llamó a Sax al Mirador de Echus. Cuando dio con él lo felicitó por haber presagiado el fin de la tormenta.
Sax descartó el comentario con un movimiento brusco de la mano, como si eso hubiera ocurrido años atrás.
—Han subido el Amor 2051B —anunció.
Se trataba del asteroide de hielo que querían poner en órbita marciana. Impulsado por unos cohetes, entraría en una trayectoria similar a la del Ares, y sin escudo de calor, el aerofrenado lo consumiría. Todo parecía ideal para una MOI con un tiempo de llegada estimado en unos seis meses. Ésas eran las noticias importantes, pareció decir Sax con el parpadeo y la calma de costumbre. La Gran Tormenta era historia.
John tuvo que reírse. Pero entonces pensó en Yashika Mui y se lo contó todo a Sax porque quería que también la celebración de alguien más se estropeara. Sax sólo parpadeó.
—Juegan cada vez más fuerte —dijo por último. Enfadado, John se despidió y cortó.
Vagó de nuevo por las bóvedas, perturbado por una feroz y encontrada mezcla de emociones positivas y negativas. Regresó a la habitación, tomó un omegendorfo y uno de los nuevos pandoros que Spencer le había dado, y salió al patio central del cuadrante y se paseó entre las plantas, todas pequeñas, engendradas en la tormenta, que se estiraban hacia las lámparas del techo. El cielo era aún de color rosado, oscuro y luminoso a la vez. Muchos de los que habían salido primero ya habían vuelto y estaban en el patio entre las hileras de cultivos, festejándolo. Se encontró con unos pocos amigos, algunos conocidos, extraños la mayoría. Regresó a las cámaras a través de salas repletas que a veces lo vitoreaban cuando entraba. Si aullaban «¡Discurso!» el tiempo suficiente, se subía a una silla y decía algo, sintiendo dentro las endorfinas; el recuerdo del hombre asesinado hacía que los efectos fueran impredecibles. En ocasiones se mostró bastante vehemente, y nunca sabía qué iba a decir hasta que lo soltaba. Vimos a John Boone borracho perdido, comentarían, el día que acabó la Gran Tormenta. Perfecto, pensó, que digan lo que se les antoje. Además, instalado ya en la leyenda, había dejado de importar lo que hacía.
En una sala había una multitud de egipcios, no sufíes, sino musulmanes ortodoxos— que hablaban todos al mismo tiempo y bebían tazas de café, borrachos de cafeína y de sol; las sonrisas destellaban bajo los bigotes. Por una vez parecían cordiales, hasta complacidos de verlo allí. Eso lo reconfortó, y dejándose llevar por el impulso del día, les dijo:
—Miren, somos parte de un nuevo mundo. Si no vivimos de acuerdo con la realidad marciana nos convertiremos en una especie de esquizofrénicos, con el cuerpo en un planeta y la mente en otro. Ninguna sociedad así escindida podría funcionar mucho tiempo.
—Bien, bien —dijo uno de ellos con una sonrisa—. Tiene que entender que ya hemos viajado antes. Somos un pueblo viajero. Pero allí donde estemos, el hogar de nuestra mente es siempre la Meca. Podríamos volar al otro extremo del universo y seguiría siendo así.
Nada que contestar a eso; una honestidad tan directa era mucho más decente que todo lo que había ocurrido esa noche. Asintió y dijo:
—Entiendo. Comprendo.
Compara eso con la hipocresía occidental, donde la gente hablaba de beneficios en las oraciones de la mañana, gente incapaz de articular con claridad una sola de sus creencias; gente que pensaba que los valores eran constantes físicas, y que decía: «Así son las cosas», como Frank tan a menudo.
Así que John se quedó y charló un rato con los egipcios, y cuando los dejó se sentía mejor. Fue de regreso hasta su bóveda, escuchando las ruidosas voces que se derramaban al pasillo desde todos los cuartos; ovaciones, vítores, charla feliz de científicos, estas cosas son tan halófitas que no les gustan las soluciones salinas, «contienen demasiada agua», risas.
Tuvo una idea. Spencer Jackson vivía en la cámara de al lado, salía de allí cuando John entraba de prisa, así que se la contó.
—Tendríamos que reunir a toda la gente posible para una gran celebración del fin de la tormenta. Todos los grupos comprometidos con Marte, ya sabes, o todos los que puedan asistir. Cualquiera que desee estar presente.
—¿Dónde?
—Arriba, en el Monte Olimpo —dijo sin pensarlo—. Quizá Sax pueda decirnos la hora en que caerá el asteroide de hielo; podríamos observarlo desde allí.
—¡Buena idea! —exclamó Spencer.
El Monte Olimpo es un volcán con un cono no muy escarpado en la mayoría de las laderas; la cima se alza sobre una anchura todavía mayor; es 25.000 metros más alto que el altiplano circundante, pero tiene ochocientos kilómetros de ancho, de modo que la media de las pendientes es de seis grados. Sin embargo, alrededor de la circunferencia de esa gran masa hay un acantilado circular de unos 7.000 metros de altura, y ese risco espectacular, dos veces el Mirador de Echus, es en muchos puntos casi vertical. Algunas de estas características ya habían tentado a los pocos escaladores del planeta, pero ninguno había conseguido dominarlas, y para la mayoría de los habitantes seguían siendo sólo un impedimento extraordinario en el camino hacia la caldera de la cumbre. Los viajeros de a pie subían al acantilado por una ancha rampa en el lado norte, donde uno de los últimos flujos de lava había rebasado la piedra. Los areólogos contaban historias de cómo tenía que haber sido: un río de roca fundida de cien kilómetros de ancho, demasiado brillante para mirarlo de frente, que descendió desde una altura de 7.000 metros sobre el altiplano encostrado de lava negra, y que se amontonó creciendo más y más y más… Ese vertido de lava había dejado una rampa con sólo un ligero saliente allí donde desbordó por encima del acantilado; era un ascenso fácil, y al fin un paseo cuesta arriba de unos doscientos kilómetros llevaba hasta el borde de la caldera.