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El borde de la cima del Monte Olimpo es tan amplio y llano que aunque permite ver el interior de la caldera y los múltiples anillos, oculta todo el resto del planeta. Mirando hacia fuera sólo se divisa el filo exterior del borde, y después el cielo. Pero en el lado sur hay un pequeño cráter de meteorito, sin otro nombre que denominación en el mapa, THA-Zp. El interior de ese pequeño cráter está algo protegido de la tenue corriente que fluye sobre el Monte Olimpo, y de pie en el arco austral de este reciente y puntiagudo borde, el observador alcanza a ver al fin las pendientes del volcán y luego la vasta y ascendente llanura de Tharsis este, es como observar el planeta desde una plataforma suspendida en el espacio.

Hicieron falta casi nueve meses antes de que el asteroide acudiera a la cita con Marte, y la noticia de la fiesta ideada por John había tenido tiempo de extenderse. Así que vinieron en desperdigadas caravanas rover, en grupos de dos y de cinco y de diez, por la rampa del norte y bordeando la pendiente austral de Zp. Allí levantaron unas grandes tiendas transparentes en forma de medialuna, de suelos rígidos y translúcidos que se alzaban a dos metros de la superficie, sustentados sobre pilotes también transparentes; no había nada mejor en refugios temporales. Todas se montaron con los arcos interiores apuntando a la pendiente este, y al fin, cuando terminaron de instalarlas, eran una escalera de medialunas, como terrazas superpuestas, que dominaban la inmensa extensión de un mundo de bronce. Las caravanas siguieron llegando a diario durante una semana, los dirigibles remontaron como pudieron la larga pendiente, y fueron amarrados en el interior de Zp, que se llenó de tal manera que el pequeño cráter acabó por parecer un gran cuenco repleto de globos de cumpleaños.

El tamaño de la multitud sorprendió a John, ya que había esperado que sólo unos pocos amigos viajaran hasta un lugar tan remoto. Fue otra prueba más de que no entendía a los actuales pobladores del planeta; allí reunidos había casi mil, era asombroso. Aunque a muchos los había visto antes, y a otros los conocía de nombre. De modo que, en cierta manera, se trataba de una reunión de amigos. Era como si un pueblo cuya existencia ignoraba hubiera brotado de pronto a la vida. Y habían venido muchos de los primeros cien, cuarenta en total, incluyendo a Maya y a Sax, Ann y Simón, Nadia y Arkadi, Vlad y Úrsula y el resto del grupo de Acheron, Spencer, Alex y Janet y Mary y Dmitri y Elena y el resto del grupo de Fobos, y Arnie y Sasha y Yeli y muchos más. A algunos no los había visto en veinte años… En verdad, estaban allí todos aquellos a los que se sentía unido, excepto Frank, que había dicho que estaba muy ocupado, y Phyllis, que ni siquiera respondió a la invitación.

Y no sólo eran los primeros cien. Muchos de los otros eran también viejos amigos, o amigos de amigos: mucha gente suiza, y los gitanos constructores de caminos; japoneses de todas partes; la mayoría de los rusos del planeta; la colonia sufí. Y todos estaban diseminados por las tiendas de las terrazas, en grupos que habían venido en caravanas o en dirigibles, y de vez en cuando corrían a las antecámaras a recibir a los recién llegados.

Durante esos días muchos de ellos se entretuvieron fuera de las tiendas recogiendo rocas sueltas de la gran pendiente curva. El impacto del meteorito Zp había desparramado pedazos de lava por todas partes, incluyendo conos astillados de estisovita que parecían fragmentos de cerámica, algunos de color negro, otros de un brillante rojo sangre, o salpicados con diamantes de impacto. Un equipo areológico griego empezó a ponerlos en orden bajo el suelo elevado de la tienda, formando un dibujo; habían traído consigo un pequeño horno, y consiguieron vidriar algunos fragmentos de amarillo o verde o azul, para que los diseños centellearan a la luz.

La idea pronto se contagió a otros, y a los dos días el suelo transparente de las tiendas se levantaba sobre unas baldosas con dibujos de mosaico: mapas de sistemas de circuitos, cuadros de aves y peces, abstracciones fractales, dibujos de Escher, la caligrafía tibetana de mi Mani Padme Hum, mapas del planeta y de regiones más pequeñas, ecuaciones, caras, paisajes, y muchas otras cosas.

John pasaba el tiempo yendo de tienda en tienda, hablando con la gente y disfrutando de la atmósfera de carnaval, una atmósfera que no impedía las discusiones. Había muchas, aunque la mayoría de la gente pasaba el tiempo de fiesta, charlando, bebiendo, haciendo excursiones por la ondulada superficie de los viejos flujos de lava, poniendo suelos de mosaico y bailando con la música de varias orquestas de aficionados. La mejor era una banda de tambores de magnesio; tocaban instrumentos locales y eran miembros de Trinidad Tobago, una notoria bandera transnacional con un vigoroso movimiento local de resistencia, representado allí por los miembros de la banda. También había un grupo de country western con un buen músico de slide guitar, y una banda irlandesa con instrumentos caseros y un gran número de integrantes que se iban turnando, lo que les permitía tocar más o menos sin interrupción. Esos tres grupos estaban rodeados por multitudes de bailarines, y en verdad que las tiendas que ocupaban parecían haberse convertido en una única masa de danza, ya que el simple hecho de ir de un punto a otro atrapaba la gravedad de Marte, el paisaje de Marte, en la magia y la exuberancia de la música.

Así que era una fiesta estupenda, y John se sintió complacido, con buen ánimo todo el tiempo que permaneció despierto. No necesitó ningún omegendorfo o pandorfo, y cuando Marian y el grupo de Senzeni Na lo llevaron a un rincón y empezaron a repartir pastillas, tuvo que reírse.

—Creo que ahora no —le dijo a los impulsivos jóvenes, agitando débilmente una mano—. En este momento en realidad sería como echar agua al mar, de verdad que sí.

—¿Echar agua al mar?

—Quiere decir que sería como llevar permafrost a Borealis.

—O bombear más CO2 a la atmósfera.

—O traer lava al Olimpo.

—O poner más sal en el maldito suelo.

—¡O poner óxido férrico en cualquier parte de este maldito planeta!

—Exacto —dijo John, riendo—. Ya estoy completamente rojo.

—No tan rojo como esos tipos —comentó uno de ellos, y señaló abajo en dirección oeste.

Tres dirigibles color arena remontaban la pendiente del volcán. Eran anticuados y pequeños, y no respondían a las llamadas de la radio. Pasaron lentamente sobre el borde de Zp y amarraron entre los dirigibles más grandes y coloridos del cráter. Todos aguardaron a que los observadores de la antecámara identificaran a los viajeros. Cuando las góndolas se abrieron al fin, y unas veinte figuras salieron enfundadas en trajes, hubo un silencio.

—Es Hiroko —dijo de pronto Nadia por la banda común de frecuencia. Los primeros cien se abrieron paso rápidamente hasta la tienda superior, la vista alzada hacia el tubo peatonal que recorría el borde. Y entonces los nuevos visitantes bajaron por el tubo hasta la antecámara de la tienda, la atravesaron y entraron, y sí, era Hiroko… Hiroko, Michel, Evgenia, Iwao, Gene, Ellen, Rya, Raúl, y una multitud de jóvenes.