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Chillidos y gritos atravesaron el aire, la gente se abrazaba, algunos llorando, y hubo un buen número de acusaciones coléricas; ni el mismo John pudo evitarlas cuando al fin llegó a abrazar a Hiroko, después de aquellas horas pasadas en el rover. Preocupado por lo que sucedía, cuando tanto había deseado hablar con ella. Ahora la aferró por los hombros y casi la sacudió. Dispuesto a dejar que le salieran de la garganta palabras acaloradas; pero la cara sonriente de Hiroko era tan parecida al recuerdo que tenía de ella, aunque también distinta, más delgada y arrugada; le pareció que la imagen de ella se le desdibujaba. Estaba tan confuso por esa alucinación, y también por lo que sentía, que sólo dijo:

—¡Oh, tenía tantas ganas de hablar contigo!

—Y yo contigo —dijo ella, aunque él apenas pudo oírla en medio del alboroto.

Nadia hacía de intermediaria entre Maya y Michel, pues Maya no dejaba de gritarle:

—¿Por qué no me lo dijiste? —una y otra vez, hasta que rompió a llorar. Esa escena atrajo la atención de John, y entonces vio la cara de Arkadi por encima del hombro de Hiroko, concentrada en una expresión que decía Más tarde habrá que responder a muchas preguntas, y perdió el hilo de lo que estaba pensando. Iban a decirse algunas cosas duras…

¡pero ahora allí estaban! Allí estaban. Abajo en las tiendas el nivel del ruido había subido veinte decibelios. La gente celebraba, estaban juntos otra vez.

Avanzada la tarde, John convocó a los cien primeros, que ahora eran menos de sesenta. Se reunieron en la tienda más alta, y contemplaron las que había abajo y la tierra que se extendía más allá.

Todo parecía tan enorme comparado con la Colina Subterránea y la hermética planicie rocosa de alrededor, y todo parecía tan distinto… el mundo y la civilización eran mucho más vastos y complejos. Y, sin embargo, ahí estaban, todas las caras familiares envejecidas de distintas maneras: el tiempo les había erosionado la piel y les había dado una expresión sagaz, como si buscaran acuíferos detrás de los ojos de los otros. La mayoría alcanzaba ya los setenta. Y en verdad que el mundo era más grande… de muchas y diferentes formas: después de todo, parecía muy posible que ahora, si tenían suerte, se vieran envejecer todavía más. Era una sensación extraña.

Así que se reunieron y contemplaron a la gente en las tiendas de abajo, y miraron más allá la jaspeada alfombra anaranjada del planeta; y las conversaciones fluyeron de un lado a otro en rápidas y caóticas ondas, creando patrones de interferencia, de modo que a veces todos callaban al mismo tiempo y permanecían allí juntos, perplejos o asombrados o sonrientes como delfines. En las tiendas de abajo, la gente alzaba a veces la vista hacia ellos a través de los arcos de plástico, curiosa por lo que pudiera decirse en una reunión tan histórica.

Por último ocuparon sillas dispersas y se repartieron queso, tortas y botellas de vino tinto. John se reclinó en su silla y miró alrededor. Arkadi tenía un brazo sobre los hombros de Maya, el otro sobre los de Nadia, y los tres se reían por algo que Maya había dicho. Sax parpadeaba complacido con su expresión de búho serio, e Hiroko estaba radiante. En los primeros años John jamás le había visto esa expresión, era una pena perturbarla, pero nunca volvería a tener una oportunidad parecida; ya la recuperaría después. De modo que en un momento de silencio con voz clara y fuerte le dijo a Sax:

—Ya puedo decirte quién está detrás de los sabotajes. Sax parpadeó.

—¿Sí?

—Sí. —Miró a Hiroko a los ojos.— Es tu gente, Hiroko.

Hiroko puso la cara seria de siempre, aunque no dejó de sonreír, pero era otra vez una sonrisa contenida y privada.

—No, no —dijo ella con voz suave, y meneó la cabeza—. Tú sabes que yo no lo haría.

—Supuse que no. Pero lo hace tu gente, a tus espaldas. De hecho, son tus hijos. Con la ayuda del Coyote. —Ella entornó los ojos y echó una rápida mirada a las tiendas de abajo. Cuando volvió a mirar a John, él prosiguió:— Tú los criaste, ¿verdad? ¿Fertilizaste unos cuantos de tus óvulos y luego los desarrollaste in vitro?

Tras una pausa, ella asintió.

—¡Hiroko! —exclamó Ann—. ¡No tienes ni idea de cómo funciona ese proceso ectógeno!

—Lo sometimos a prueba —dijo Hiroko—. Los chicos han salido muy bien.

Entonces todo el grupo guardó silencio y observó a Hiroko y a John.

—Puede que sí —dijo John—, pero algunos no comparten tus ideas. Actúan por cuenta propia, como cualquier otro chico. Tienen colmillos de piedra, ¿no es cierto?

Hiroko frunció la nariz.

—Son coronas. Es un compuesto, más que piedra de verdad. Una moda tonta.

—Y una especie de insignia. Y hay gente en la superficie que la ha adoptado, personas en contacto con tus chicos, que los ayudan en los sabotajes. En Senzeni Na casi me matan. Mi guía allí tenía también un colmillo de piedra, tardé en recordarlo. Imagino que fue un accidente que estuviéramos abajo cuando cayó el camión. Alguien había advertido que iba a ir de visita: supongo que todo estaba planeado de antemano, y no supieron cómo detenerlo. Es probable que Okakura bajara al pozo pensando que iba a ser aplastado como un insecto por el bien de la causa.

Después de otro silencio, Hiroko preguntó:

—¿Estás seguro?

—Por completo. Me resultó confuso al principio, porque no se trata sólo de ellos… hay más de una cosa en marcha. Pero cuando recordé dónde había visto por primera vez el colmillo de piedra, lo investigué, y averigüé que todo un contenedor de equipo dental había llegado de la Tierra allá por el dos mil cuarenta y cuatro, vacío. Un cargamento entero saqueado. Me hizo pensar que andaba en la pista de algo. Y además, los sabotajes seguían ocurriendo en sitios y momentos en los que nadie que perteneciera a la red hubiera podido cometerlos. Como aquella vez que visité a Mary en el acuífero Margaritifer y volaron el bastidor del pozo. Estaba claro que no lo había hecho nadie de la estación, sencillamente porque no era posible. Sin embargo, es una estación realmente aislada, y no había nadie cerca entonces. Así que tenía que ser alguien de fuera de la red. Y por eso pensé en ti. —Se encogió de hombros, como disculpándose.— De modo que la mitad de los sabotajes no pudo haberlos perpetrado nadie en la red. Y en la otra mitad, por lo general, habían visto en la zona a alguien con un colmillo de piedra. Aunque ahora es una moda bastante extendida, todavía es válido. Supuse que eras tú, y un análisis de mi la demostró que unas tres cuartas partes de los casos habían ocurrido en el hemisferio austral, ahí o bien dentro de un círculo de tres mil kilómetros con el terreno caótico del este de Marineris como centro. Ese círculo abarca un montón de asentamientos, pero incluso admitiéndolo, me pareció que el caos era un lugar lógico para que los saboteadores se escondieran. Y todos hemos supuesto durante años que es ahí adonde fueron cuando dejaron la Colina Subterránea.

La cara inmóvil de Hiroko no reveló nada. Por último dijo:

—Lo investigaré.

—Bien.

—John —intervino Sax—, ¿mencionaste que había algo más en marcha?

John asintió.

—Es que no sólo ha habido sabotajes. Alguien ha intentado matarme varias veces. —Sax parpadeó y pareció que el resto se sobresaltaba.— Al principio creí que eran los saboteadores —prosiguió John—, que trataban de detener mi investigación. Tenía sentido, y el primer incidente en realidad fue un acto de sabotaje, de modo que era fácil confundirse. Pero ahora tengo la certeza de que en aquella ocasión se trató de un error. Los saboteadores no están interesados en matarme: podrían haberlo hecho y no lo hicieron. Una noche un grupo de ellos me paró, tu hijo Kasei incluido, Hiroko, y el Coyote, o lo que es lo mismo, el polizón que escondías en el Ares…