—¿Se ha sometido tu colonia a los tratamientos gerontológicos?
—Sí.
—¿Con ayuda de Sax?
—Sí.
—¿Y esos niños saben de dónde vienen?
—Sí.
John sacudió la cabeza, más que exasperado.
—¡No puedo creer que lo hicieras!
—No pedimos tu opinión.
—Es evidente que no. Pero ¿no te preocupa haber robado nuestros genes y haber fabricado esos niños sin nuestro consentimiento?
¿Haberlos criado sin que los padres participáramos? Ella se encogió de hombros.
—Si lo deseas puedes tener tus propios hijos. En cuanto a éstos… bueno. ¿Había alguien aquí interesado en tener hijos hace veinte años? No. Jamás se sacó el tema.
—¡Éramos demasiado viejos!
—No lo éramos. Decidimos no pensar en el asunto. Casi toda la ignorancia es por propia elección, ¿sabes?, y por eso la ignorancia revela mucho sobre lo que importa a la gente. Los primeros no querían tener descendencia, y por eso no sabían nada de los nacimientos tardíos. Pero nosotros sí, y aprendimos las técnicas. Y cuando conozcas los resultados, verás que fue una idea acertada. Creo que nos lo agradecerás. ¿Qué has perdido, después de todo? Esos hijos son nuestros. Pero tienen un eslabón genético con vosotros, y a partir de ahora existirán para vosotros, digamos que como un regalo sorpresa. Un regalo muy extraordinario. —La sonrisa de Mona Lisa apareció y desapareció.
—Una vez más el concepto de regalo —John hizo una pausa, y dijo al fin—. Sospecho que hablaremos de esto durante mucho tiempo.
Mientras abajo empezaron a cantar liderados por los sufíes: — Harmakhis, Mángala, Nirgal, Auqakuh; Harmakhis, Mangala Nirgal, Auqakuh—, y vuelta al principio, una y otra vez, añadiendo notas de adorno que eran otros nombres de Marte, animando a las bandas ya presentes a sumar acompañamientos instrumentales, hasta que cada tienda se llenó con esa canción, todos cantándola juntos. Entonces los sufíes comenzaron a girar y pequeños grupos de bailarines giraron en todas las tiendas.
—¿Al menos te mantendrás en contacto conmigo? —le preguntó con vehemencia John a Hiroko—. ¿Me concederás eso?
—Sí.
Regresaron a la tienda de más arriba y el resto del grupo bajó a la fiesta y se unió a la celebración. John se abrió paso lentamente hacia los sufíes, e intentó girar como le habían enseñado en el campamento de la mesa, y la gente lo aplaudió y lo sostuvo cuando perdía el equilibrio y se abalanzaba contra los espectadores. Después de una caída, un hombre lo ayudó a ponerse de pie. Tenía la cara delgada y las trenzas tiesas del que lo había visitado a medianoche en el rover.
—¡Coyote! —exclamó John.
—El mismo —dijo el hombre, y una onda de electricidad recorrió la espina dorsal de John—. Pero no hay por qué alarmarse.
Le ofreció una petaca a John; después de un cierto titubeo, la aceptó y bebió. La fortuna acompaña a los valientes, se dijo. Por lo que parecía, era tequila.
—¡Eres el Coyote! —gritó por encima de la música de tambores de magnesio. El hombre esbozó una amplia sonrisa y asintió una vez, recuperó la petaca y bebió—. ¿Está Kasei contigo?
—No. No le gusta este meteorito. —Y entonces, tras darle una palmada amistosa en el brazo, el hombre se adentró en la multitud que remolineaba. Miró por encima del hombro y gritó—: ¡Que te diviertas!
John sintió que el tequila le quemaba el estómago. Los sufíes, Hiroko, de nuevo el Coyote, no faltaba nadie. Vio a Maya y corrió hacia ella y le paso un brazo por los hombros, y recorrieron las salas y los túneles, y la gente que encontraban brindaba por ellos. Los suelos casi elásticos de las tiendas se sacudían levemente arriba y abajo.
La cuenta atrás llegó a los dos minutos y muchos subieron a las tiendas de más arriba y se apretaron contra las paredes transparentes que daban al sur. El asteroide de hielo se consumiría probablemente en una única órbita, ya que la trayectoria de inyección era muy pronunciada. Aunque cuatro veces más pequeño que Fobos, se calentaría hasta convertirse en vapor, y luego, a medida que aumentara la temperatura, en moléculas de oxígeno e hidrógeno. Y todo en cuestión de minutos. Nadie podía estar seguro de cómo iba a ser.
Así que se quedaron allí, algunos todavía cantando la canción de los nombres. Cada vez más gente se incorporó a la cuenta atrás, hasta que todos se unieron en los últimos diez, gritando la secuencia invertida de números a pleno pulmón, el grito primario del astronauta. Rugieron —¡Cero!— y durante tres latidos sin aliento no sucedió nada; luego, una bola blanca que arrastraba un llameante abanico de fuego blanco subió disparada por el horizonte sudoccidental, tan grande como el cometa del Tapiz de Bayeux, y más brillante que todas las lunas y espejos y estrellas juntos. Hielo ardiente que sangraba a través del cielo, blanco sobre negro, moviéndose veloz y bajo, tan bajo que no estaba muy por encima de ellos en el Olimpo, tan bajo que podían ver pedazos blancos que ardían a través de la cola y se desprendían como chispas gigantescas. Entonces, más o menos en mitad del cielo, estalló en pedazos, y los resplandores incandescentes se desplomaron en el este y se diseminaron como perdigones. De pronto todas las estrellas se estremecieron… fue el primer estampido sónico, que golpeó y sacudió las paredes de las tiendas. Le siguió un segundo estampido, y los pedazos luminiscentes rebotaron durante un momento mientras caían del cielo y desaparecían por el horizonte sudoriental. Unas colas de dragón entraron en Marte, y desaparecieron, y de repente volvió la oscuridad, el común cielo nocturno, como si nada hubiera ocurrido. Salvo que las estrellas titilaban.
Después de tanta expectación, la caída no había durado más de tres o cuatro minutos. Los celebrantes habían callado al principio, pero muchos gritaron a la vista de la desintegración, como durante un espectáculo de fuegos artificiales; y de nuevo ante el impacto de los dos estampidos sónicos. Ahora, en la vieja oscuridad el silencio era total y la gente no se movió. ¿Qué se podía después de algo semejante?
Pero ahí venía Hiroko, que se abría paso a través de las tiendas hacia el grupo de John, Maya, Arkadi y Nadia. Mientras, cantaba en voz baja una canción que se propagaba por las tiendas vecinas: «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram. Harmakhis, Hrad, Huo Hsing, Kasei. Ma’adim, Maja, Maméis, Mángala. Mawrth, Nirgal, Shalbatanu, Simud y Tiu». Atravesó toda la multitud hasta llegar a John, lo miró y le tomó la mano derecha y la levantó, y de pronto gritó:
—¡John Boone! ¡John Boone!
Y entonces todo el mundo se puso a vitorear y a repetir —¡Boone!
¡Boone! ¡Boone!—, y otros gritaron —¡Marte! ¡Marte! ¡Marte! La cara de John brilló como el meteorito: se sentía aturdido, como si un trozo de hielo le hubiera golpeado la cabeza. Sus viejos amigos se reían de él, y Arkadi aulló: —¡Discurso!—, con lo que imaginó era un acento norteamericano.
—¡Discurso! ¡Discurso! ¡Dissscurso!
Otros se le unieron, y al cabo de un rato todos callaron y lo miraron expectantes, riéndose. Hiroko le soltó la mano y él levantó la otra en un ademán desvalido, las dos por encima de la cabeza con las palmas extendidas.
—¿Qué puedo decir, amigos? —gritó—. Esto es la cosa misma, no hay palabras.
Pero la sangre le corría cargada de adrenalina, tequila, orne— gendorfo y felicidad, y sin proponérselo las palabras le brotaron de la boca como tantas veces antes.
—¡Mirad —dijo—, aquí estamos, en Marte! —Risas.— ¡Un gran regalo y el motivo por el que hemos de entregar nuestras vidas y así mantener en marcha el ciclo. Exactamente como en la eco-economía, donde lo que tomas del sistema ha de compensarse con lo que das, compensarse o superarse para crear ese impulso antientrópico que caracteriza toda forma de vida, y en especial este nuevo paso a un nuevo mundo, este lugar que no es ni naturaleza ni cultura, la transformación de un planeta en un mundo y luego en un hogar. Ahora sabemos que todos tienen razones distintas para estar aquí, tan importantes como los motivos de la gente que los envió, y ahora empezamos a comprender los conflictos causados por esas diferencias, hay tormentas preparándose en el horizonte, meteoros de problemas inminentes, y algunos van a traer muerte al pasar por encima como acaba de hacer ese resplandor de hielo! —Vítores.— ¡Puede que la cosa se ponga fea, de modo que debemos recordar que así como la disolución de este meteorito enriquecerá la atmósfera, la espesará y añadirá elixir de oxígeno a esa sopa venenosa de ahí fuera, los conflictos humanos que se avecinan quizá hagan lo mismo, derretir el permafrost en nuestros cimientos sociales, derretir todas esas instituciones congeladas dejándonos con la necesidad de la creación, con el imperativo de inventar un nuevo orden social que sea puramente marciano, tan marciano como nuestra Hiroko Ai, nuestra Perséfone retomada del regolito para anunciar el comienzo de esta nueva primavera! —Vítores.— Sé que yo solía decir que teníamos que inventarlo todo a partir de cero, pero en estos últimos años en que he viajado y os he conocido he visto que me equivocaba, no es como si no tuviéramos nada y estuviésemos obligados a sacar del vacío unas formas divinas… podríamos decir que disponemos de los genes, los memes, como llama Vlad a nuestros genes culturales, de modo que lo que hacemos aquí es un acto de ingeniería genética; tenemos los fragmentos de cultura de ADN todos hechos y rotos y mezclados por la historia, y podemos elegir y cortar y unir todo lo mejor que haya en el estanque genético, juntarlo todo como en la constitución de los suizos, o en la devoción de los sufíes, o como el grupo de Acheron que fabricó los últimos líquenes resistentes, con un poco de aquí y un poco de allá, todo lo que sea apropiado, sin olvidar la regla de la séptima generación, pensando en las siete generaciones anteriores y en las siete generaciones posteriores, y siete veces siete si me lo preguntáis, porque ahora hablamos de nuestras vidas, que se extenderán hasta perderse en el futuro, y aún no sabemos cómo eso va a afectarnos; pero es indudable y cierto que el altruismo y el egoísmo se han colapsado juntos como nunca hasta ahora. Pero nosotros tenemos que pensar en la vida de nuestros hijos y en la de los hijos de nuestros hijos y en las generaciones que vendrán, proporcionarles tantas oportunidades como las que tuvimos nosotros, y con suerte, más suerte, canalizaremos la energía del sol e invertiremos el flujo entrópico en esta pequeña zona del flujo universal. ¡Y sé que ésta no es manera de decirlo, en especial cuando el tratado que ordena nuestras vidas aquí va a ser discutido y quizá renovado dentro de muy poco tiempo. Lo que se avecina no es sólo un tratado, sino más bien una especie de congreso institucional, y aquí hemos de tener en cuenta el genoma de nuestra organización: podemos hacer esto, no podemos hacer aquello, tenemos que hacer esto, tomar o dar. Y hemos vivido bajo una serie de normas establecidas para una tierra vacía, el frágil e idealista tratado de la Antártida, que ha mantenido tanto tiempo a ese frío continente libre de intrusiones, al menos hasta la última década, en que fue hecho pedazos: una señal de lo que también empieza a suceder aquí. La falsificación de ese conjunto de reglas ha empezado por doquier, como un parásito que se alimenta en la periferia de otro organismo, porque MO es el nuevo conjunto de reglas, la antigua codicia parasitaria de los revés y de sus partidarios, este sistema que llamamos orden mundial transnacional es simplemente el retorno del feudalismo, una colección de normas antiecológicas, que no devuelve, que sólo enriquece a una élite internacional flotante a la vez que empobrece todo lo demás, y por ese motivo, la así llamada élite pudiente en realidad también es pobre, está separada del trabajo humano verdadero —y por tanto del verdadero logro humano, literalmente parasitaria— pero también poderosa como pueden serlo los parásitos que han tomado el mando y arrancan los logros del trabajo humano a sus legítimos herederos que son las siete generaciones, y se alimentan de ellos mientras incrementan los poderes represivos que los mantienen en el poder! —Vítores.