Eran viejos amigos, le contaron a Maya cuando lo preguntó. Pero vio pocas señales de esa amistad, aun observándolos de cerca. Rara vez se hablaban en público, y no parecía que se visitaran en privado. Así pues, cuando estaban juntos ella los observaba, sin preguntarse conscientemente por qué… la lógica natural de la situación parecía exigirlo. Si hubieran estado en Glavkosmos, habría tenido sentido, quizá, meter una cuña entre ellos, pero no aquí. Había un montón de cosas en las que Maya no pensaba de manera consciente.
No obstante, los vigiló. Y una mañana Janet Blyleven entró a desayunar en la sala D con sus gafas de vídeo. Era una reportera importante de la televisión norteamericana, y a menudo iba por la nave con las videogafas puestas, mirando alrededor y haciendo comentarios, recogiendo historias y transmitiéndolas a casa, donde serían, según lo definió Arkadi, «predigeridas y vomitadas para el consenso de los imbéciles».
No era nada nuevo, desde luego. La atención de los medios era una parte familiar de la vida de todos los astronautas, y durante el proceso de selección habían sido escrutados más que nunca. No obstante, ahora eran la materia prima de programas miles de veces más populares que cualquier otro programa espacial anterior. Millones los observaban como el culebrón definitivo, y eso molestaba a algunos. De modo que cuando Janet se sentó al extremo de la mesa con esas gafas estilizadas de fibras ópticas en la montura, hubo algunos gruñidos. Y en el otro extremo de la mesa Ann Clayborne y Sax Russell estaban discutiendo, ajenos a todos los demás.
—Llevará años averiguar qué tenemos allá, Sax. Décadas. En Marte hay tanto suelo como en la Tierra, con una geología y química únicas. Hay que estudiarlo exhaustivamente antes de que podamos empezar a cambiarlo.
—Lo cambiaremos con nuestro primer paseo. —Russell hizo a un lado las objeciones de Ann como si fueran telarañas.
—Haber decidido ir a Marte es como la primera frase de una oración, y la oración completa dice…
—Veni, vidi, vid.
Russell se encogió de hombros.
—Si lo prefieres así…
—Tú eres el chiquillo, Sax —dijo Ann con una mueca de irritación y desprecio. Era una mujer de hombros anchos y pelo castaño alborotado, una geóloga de fuertes convicciones, un rival difícil en la discusión—. Mira, Marte es lo que es. Puedes hacer tus juegos de cambio de clima en la Tierra si quieres, lo necesitan. O inténtalo en Venus. Pero no puedes borrar una superficie planetaria de tres mil millones de años.
Russell apartó más telarañas.
—Está muerta —dijo simplemente—. Además, en realidad no es una decisión que nos corresponda. Nos la quitarán de las manos.
—No nos quitarán de las manos ninguna de esas decisiones —intervino Arkadi vivamente.
Janet miraba a los oradores cuando hablaban, escuchando. Ann empezaba a ponerse nerviosa, a levantar la voz. Maya miró alrededor y vio que Frank estaba incómodo. Pero si interrumpía, confesaría a millones de televidentes que no quería que los colonos discutieran delante de ellos. Alzó la vista por encima de la mesa y encontró la mirada de Boone. Entre los dos hubo un intercambio de expresiones tan rápido que Maya parpadeó.
—Cuando yo estuve allí —dijo Boone—, tuve la impresión de que ya era parecido a la Tierra.
—Con la excepción de doscientos grados Kelvin —le indicó Russell.
—Claro, pero se parecía al Mojave o a los Valles Secos. La primera vez que le eché un vistazo al paisaje de Marte, me descubrí buscando una de esas focas momificadas que vimos en los Valles Secos.
Y continuó así. Janet se volvió hacia él, y Ann, que parecía asqueada, recogió su café y se marchó.
Más tarde, Maya trató de recordar las expresiones que habían intercambiado Boone y Chalmers. Había sido como parte de un código o de esos idiomas privados que los hermanos gemelos se inventan.
Transcurrieron las semanas, y todos los días comenzaban con un desayuno tranquilo. Las primeras horas de la mañana eran mucho más ajetreadas. Todo el mundo tenía un programa, aunque algunos eran más apretados que otros. El de Frank estaba siempre atestado, tal como a él le gustaba, una ráfaga maníaca de actividad. Pero el trabajo realmente necesario no era tanto: tenían que conservarse vivos y en forma, y mantener la nave en funcionamiento, y seguir preparándose para Marte.
El mantenimiento de la nave abarcaba desde la complejidad de la programación o las reparaciones a la sencillez de sacar suministros del almacén o reciclar basura. El equipo de biosfera pasaba la mayor parte del día en la granja, que ocupaba grandes áreas de los toros C, E y F; y todo el mundo a bordo tenía trabajos de granja. Casi todos disfrutaban de él, y algunos incluso regresaban en sus horas libres.
La tripulación tenía órdenes médicas de pasar tres horas al día en las cintas móviles, en las escaleras mecánicas, en las bicicletas o en las máquinas de pesas. Esas horas se disfrutaban, o se soportaban o se despreciaban, dependiendo de los temperamentos, pero aun quienes las despreciaban terminaban sus ejercicios con un perceptible (incluso mensurable) mejor humor.
—Las betaendorfinas son la mejor droga —decía Michel Duval.
—Lo cual es una suerte, ya que no tenemos ninguna otra —replicaba John Boone.
—Oh, está la cafeína…
—Me hace dormir.
—El alcohol…
—Me da dolor de cabeza.
—La procaína, el Darvon, la morfina…
—¿Morfina?
—En los suministros médicos. No para uso común. Arkadi sonrió.
—Quizá sea mejor que me ponga enfermo.
Los ingenieros, incluyendo a Maya, pasaban muchas mañanas en simulaciones de entrenamiento. Tenían lugar en el puente de popa, en el Toro B, que guardaba lo último en sintetizadores de imagen: las simulaciones eran tan sofisticadas que había muy poca diferencia visible entre ellas y el hecho en sí. Eso no las hacía necesariamente interesantes: la aproximación de inserción orbital estándar, simulada una vez por semana, fue apodada «El Vuelo Mantra», y se convirtió en un aburrimiento para todos los tripulantes.
Pero a veces hasta el aburrimiento era preferible a las alternativas. Arkadi era el especialista de entrenamiento, y tenía una habilidad perversa para diseñar problemas de vuelo tan duros que a menudo «mataban» a todo el mundo. Esos vuelos eran experiencias extrañamente desagradables, y no hicieron popular a Arkadi. Mezclaba problemas de vuelo con Vuelos Mantra al azar, pero más y más a menudo eran sólo problemas de vuelo; se «aproximaban a Marte» y las luces rojas empezaban a centellear, acompañadas de sirenas a veces, y de nuevo tenían problemas. En una ocasión golpearon un objeto planetesimal de unos quince gramos de peso que abrió una gran brecha en el escudo de calor. Sax Russell había calculado que sus posibilidades de impactar con algo mayor que un garbanzo eran de una en cada siete mil años de viaje, pero, no obstante, ahí estaban, ¡emergencia!, con la adrenalina corriéndoles por el cuerpo al mismo tiempo que descartaban la idea misma de que tal cosa sucediese, subiendo a la carrera hasta el eje y metiéndose en los trajes de emergencia, saliendo para cerrar el agujero antes de entrar en la atmósfera marciana y quedar achicharrados; y a medio camino la voz de Arkadi surgió de los intercomunicadores:
—¡No ha sido bástame rápido! Todos estamos muertos.
Pero ése era un problema simple. Otros… La nave, por ejemplo, seguía un curso programado. Esto quería decir que los pilotos introducían datos en las computadoras de vuelo y que éstas los convertían en fuerza propulsora. Así es como tenía que ser, pero cuando uno se aproximaba velozmente a una masa gravitatoria como la de Marte, sencillamente no se podía saber o intuir qué impulso conseguiría los efectos deseados. Por lo tanto, ninguno de ellos era un aviador en el sentido de un piloto que maneja un avión. No obstante, con frecuencia Arkadi desactivaba todo el sistema justo en el momento en que estaban alcanzando un momento crítico (avería, decía Russell, de una posibilidad entre diez mil millones) y era necesario tomar la dirección y manejar los cohetes con medios mecánicos, observando los monitores y una imagen visual naranja en fondo negro —Marte— que se les venía encima; y las alternativas eran o excederse y saltar al espacio profundo y sufrir una muerte lenta, o quedarse cortos y estrellarse contra el planeta y morir al instante, y si sucedía esto último, tenían que verlo cayendo a ciento veinte kilómetros por segundo hasta el impacto final simulado.