Pero sus propias bacterias se lo comieron, naturalmente, y se arrastraron por todos lados, hasta el lecho de roca y por debajo del megarregolito, descendieron a todas partes, buscando el calor del manto y devorando los sulfuros y fundiendo el permafrost. Y allá abajo donde fueron, cada una de esas pequeñas bacterias dijo Yo soy Paul Bunyan.
Es cuestión de voluntad, dijo Frank Chalmers mirándose en el espejo. La frase era el único residuo del sueño que estaba teniendo cuando despertó. Se afeitó con golpes rápidos y decididos, sintiéndose tenso, repleto de energía lista para ser descargada; quería ponerse a trabajar. Otro residuo: ¡Quién más lo quiere más lo tiene!
Se duchó y se vistió, y bajó en silencio al comedor. Acababa de amanecer. El sol inundaba Isidis con haces horizontales de un color rojo broncíneo, y los cirros parecían virutas de cobre, altos en el cielo oriental.
Rashid Niazi, el representante sirio en la conferencia, se cruzó con él y lo saludó con una breve inclinación de cabeza. Frank devolvió el saludo y siguió caminando. Por culpa de Selim el-Hayil habían atribuido el asesinato de John Boone al ala Ahad de la Hermandad Musulmana, y Chalmers se había mostrado dispuesto a defenderlos. Selim era un asesino que actuaba en solitario, afirmaba siempre, un loco suicida. Eso subrayaba la culpabilidad de los Ahad y a la vez los obligaba a mostrarse agradecidos. Naturalmente, Niazi, un líder Ahad, se sentía un poco frustrado.
Maya entró en el comedor y Frank la saludó con cordialidad, ocultando automáticamente la incomodidad que sentía siempre en presencia de ella.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó Maya, mirándolo.
—Desde luego.
Maya era perspicaz, a su manera; Frank se concentró en el momento. Charlaron. Surgió el tema del tratado y Frank dijo:
—Como me gustaría que John estuviera aquí ahora. Nos sería útil. Lo echo de menos.
Ese tipo de comentarios distraía a Maya al instante. Apoyó la mano sobre la de él; Frank apenas la sintió. Ella sonreía, mirándolo con una expresión cautivadora. A pesar de sí mismo Frank tuvo que apartar los ojos.
La televisión mural pasaba el paquete de noticias transmitido desde la Tierra; tecleó en la consola y activó el sonido. La Tierra estaba en horas bajas. El vídeo mostraba una marcha de protesta en Manhattan, toda la isla atestada con una multitud que los participantes estimaban en unos diez millones y la policía en quinientos mil. Las imágenes del helicóptero eran bastante extraordinarias, pero en esos días había un montón de sitios quizá menos espectaculares pero mucho más peligrosos. En las naciones avanzadas la gente protestaba por los draconianos decretos de reducción de la natalidad, leyes que hacían parecer anarquistas a los chinos, y los jóvenes habían estallado en furia y consternación, sintiendo que un grupo de viejos y antinaturales no— muertos, la historia misma resucitada, les arrebataba la vida de las manos. Eso no era bueno, claro está. Pero en los países en vías de desarrollo los disturbios tenían como causa el «acceso inadecuado» a los tratamientos, y eso era mucho peor. Los gobiernos caían, la gente moría a millares. En realidad, era probable que la intención de esas imágenes de Manhattan fueran la de tranquilizar: ¡Todo sigue en orden!, decían. La gente se comporta de manera civilizada, aunque sea en la resistencia pasiva. Pero Ciudad de México y Sao Paulo y Nueva Delhi y Manila estaban en llamas.
Maya miró la pantalla y leyó en voz alta una de las pancartas de Manhattan: MANDEN A LOS VIEJOS A MARTE.
—Ésa es la esencia de un proyecto de ley que alguien ha presentado ante el Congreso. Uno cumple cien años y fuera, a retiros orbitales, a la Luna o aquí.
—Sobre todo aquí.
—Quizá —dijo él.
—Supongo que eso explica por qué son tan obstinados en el tema de las cuotas de emigración. Frank asintió.
—Nunca las conseguiremos. Allí abajo están sometidos a demasiada presión, y nos consideran una de las válvulas de escape todavía accesibles. ¿Viste ese programa que pasaron en Eurovid sobre el suelo disponible que hay en Marte? —Maya sacudió la cabeza.— Era como un anuncio de fincas. Si los delegados de la UN nos dieran alguna voz en el asunto de la emigración, los crucificarían.
—Entonces, ¿qué hacemos? El se encogió de hombros.
—Insistir en que se conserve el viejo tratado. Actuar como si cada agrabio significara el fin del mundo.
—Así que por eso te ensañaste tanto con los preliminares.
—Desde de luego. Quizá todo eso no importara, pero somos como británicos en Waterloo. Si cedemos en algún punto se colapsara.
Maya se rió. Estaba complacida, admiraba la estrategia de Frank. Y era una buena estrategia, aunque no la que él pensaba, porque no eran como los británicos en Waterloo; se parecían más a los franceses, que lanzaban un asalto final a las trincheras y no podían fracasar. Y por eso había estado muy ocupado cediendo en muchos puntos, con la esperanza de avanzar y mantener lo que de verdad quería. Lo cual ciertamente incluía la continuidad del Departamento Norteamericano-Marciano y el Secretario actual; después de todo, necesitaba una buena base de operaciones.
Así que se encogió de hombros y desestimó la complacencia de Maya. En la televisión mural, las grandes avenidas hervían con multitudes. Apretó los dientes.
—Será mejor que nos reincorporemos.
Arriba los conferenciantes pululaban en unas salas de techos altos separadas por tabiques. La luz del sol entraba en el gran salón central desde las salas orientales y arrojaba un fulgor rojizo sobre la alfombra de lana blanca y las sillas cuadradas de madera de teca y la piedra rosa de la mesa alargada. Grupos de gente charlaban con aire informal junto a las paredes. Maya fue a consultar a Samantha y Spencer. Los tres eran ahora los líderes de la coalición MartePrimero, y habían sido invitados en calidad de tales, como representantes de la población marciana sin derecho a voto: el partido del pueblo, los tribunos, y los únicos que habían sido elegidos, aunque sólo estaban allí por la indulgencia de Helmut, que había incluido a mucha gente. Había permitido que asistiera Ann, como miembro nominal, en representación de los rojos, aunque éstos eran parte de la coalición MartePrimero; Sax asistía como observador del equipo de terraformación, junto con un gran numero de especialistas en minería y desarrollo. Había en verdad un gran numero de observadores; pero los miembros con derecho a voto eran los únicos que se sentaban a la mesa central, en la que ahora Helmut hacia sonar una campanilla. Cincuenta y tres representantes nacionales y dieciocho funcionarios de la UN ocuparon sus asientos, y otros cien pasaron a las salas laterales para seguir la discusión a través de las puertas abiertas o en pequeños televisores. Del otro lado de las ventanas, Burroughs bullía de figuras y vehículos que se movían por las superficies de las mesas y entre las tiendas, y por la red de tubos peatonales de conexión que se extendían por el suelo o se arqueaban en el aire, y por la enorme tienda que albergaba edificios, canales y bulevares de astrocésped. Una pequeña metrópolis.
Helmut llamó al orden a la sesión. La gente se arracimó en torno a los televisores. Frank miró a través de un portal hacia la sala oriental más próxima: habría salas como ésa por todo Marte y toda la Tierra, miles, con millones de observadores. Dos mundos observando.
El tema del día, como durante las dos últimas semanas, era las cuotas de emigración. China y la India harían una proposición conjunta, y el jefe de la oficina hindú se levantó y la leyó en el inglés musical de Bombay. Chalmers sacudió la cabeza. La India y China tenían entre las dos el cuarenta por ciento de la población mundial, pero sólo dos votos de los cincuenta y tres de la conferencia, y la propuesta jamás sería aprobada. El británico de la delegación europea se levantó para señalar este hecho, aunque desde luego, no con tantas palabras. Comenzó el regateo. Continuaría toda la mañana. Marte era un auténtico premio, y las naciones ricas y pobres de la Tierra se peleaban por él como por todo lo demás. Los ricos tenían el dinero pero los pobres tenían la población, y las armas estaban repartidas por igual, sobre todo los nuevos vectores virales, capaces de matar a toda la población de un continente. Sí, las apuestas eran altas y la situación se mantenía en el más frágil de los equilibrios, los pobres abandonaban en manadas el sur y presionaban contra las barreras septentrionales de la ley, el dinero y la fuerza militar bruta. En resumen, tenían los cañones en la cara. Pero había ahora tantas caras que el asalto de la ola humana podía estallar en cualquier momento, al parecer simplemente debido a la presión expansiva de las cifras: atacantes empujados a las barricadas por la presión de los bebés de retaguardia, ansiosos por alcanzar la oportunidad de ser inmortales.