En el descanso de media mañana, sin que se hubiera logrado nada hasta entonces, Frank se levantó de su asiento. Había prestado poca atención al regateo, pero había pensado, y el cuaderno de notas de su ordenador de muñeca estaba marcado con un esquema tosco. Dinero, gente, tierra, armas. Viejas ecuaciones, viejos trueques. Pero no era originalidad lo que buscaba, sino algo que funcionase.
Nada se decidiría sobre aquella larga mesa, eso era evidente. Alguien tenía que cortar el nudo. Se levantó y fue en busca de la delegación hindú-china, un grupo de unos diez que conferenciaba en un cuarto adyacente sin cámaras ni monitores. Tras el habitual intercambio de amabilidades invito a los dos líderes, Hannavada y Sung a dar un paseo por el puente de observación. Después de intercambiar una rápida mirada y de mantener breves consultas en mandarín e hindú con sus ayudantes, los dos aceptaron.
Así que los tres delegados salieron de las salas y bajaron por los corredores hasta el puente, un tubo peatonal rígido que nacía en un muro rocoso y se arqueaba sobre el valle penetrando en el costado de otra mesa todavía más alta. La altura le daba la magnificencia etérea de un puente colgante, y había bastante gente recorriendo sus cuatro kilómetros o simplemente parada en el centro, disfrutando de la vista sobre Burroughs.
—Miren —dijo Chalmers a sus dos colegas—, el coste de la emigración es tan grande que los problemas demográficos no se resolverán trasladando gente aquí. Ustedes lo saben. Y en sus propios países disponen de tierras mucho más accesibles. Por tanto lo que desean de Marte no es tierra, sino recursos, o dinero. Marte es un medio para obtener recursos allá en casa. Van con retraso respecto al norte a causa de los recursos que les expoliaron en los años coloniales, y esperan recibir algún tipo de retribución.
—Me temo que, en un sentido muy real, el período colonial no terminó nunca —dijo Hanavada cortésmente. Chalmers asintió.
—Eso es lo que significa el capitalismo transnacionaclass="underline" ahora todos somos colonias. Y están presionándonos para que aceptemos cambiar el tratado; la mayoría de los beneficios de la minería local pasarán a manos de las transnacionales. Las naciones desarrolladas se dan perfecta cuenta.
—Lo sabemos —afirmó Hanavada, asintiendo.
—Bien. Y ahora ustedes piden la emigración proporcional, que es tan lógica como el reparto de beneficios de acuerdo con la inversión. Pero ninguna de esas propuestas defiende los intereses de ustedes. La emigración para ustedes sería como una gota de agua en el mar, pero no así el dinero. Por otro lado, las naciones desarrolladas tienen también problemas demográficos, de modo que la posibilidad de una cuota mayor de emigración sería bien recibida. Y ellas pueden prescindir del dinero, que en cualquier caso iría a parar a las transnacionales, que lo convertiría en capital libre de todo control nacional. Entonces, ¿por qué no ceden una parte mayor las naciones desarrolladas? En realidad no les tocaría un centavo.
Sung asintió con rapidez, con expresión solemne. Quizá habían previsto esta respuesta, y de algún modo la habían estimulado, y ahora aguardaban a que él interpretase su propio papel. Pero por cierto, así era más fácil.
—¿Cree que esos gobiernos aceptarían un trato semejante? —inquirió Sung.
—Sí —repuso Chalmers—. No serían verdaderos gobiernos si no se enfrentan a las transnacionales. Compartir beneficios se parece en cierta manera a aquellos viejos movimientos de nacionalización, sólo que esta vez todos los países se beneficiarían. Internacionalización, si lo prefieren.
—Recortaría la inversión de todas las corporaciones —apunto Hanavada.
—Lo que complacería a los Rojos —dijo Chalmers—. En verdad complacería a todo el grupo de MartePrimero.
—¿Y al gobierno de usted? —preguntó Hanavada.
—Puedo garantizarlo. —En realidad, la administración sería un problema. Pero Frank se ocuparía de ellos cuando llegara la ocasión, últimamente no eran más que un puñado de chicos de la Cámara de Comercio, arrogantes pero estúpidos. Les diría que era eso o un Marte del Tercer Mundo, un Marte chino, un Marte hindú-chino, con gente bajita de piel marrón y vacas campeando a sus anchas por los tubos peatonales. Lo aceptarían. En realidad se esconderían encogidos y gritarían pidiendo socorro: Abu Chalmers, por favor, sálvenos de la horda amarilla. Observó que el hindú y el chino se miraban, en una consulta por completo transparente.— Demonios —añadió—, es justo lo que ustedes querían, ¿no?
—Tal vez tendríamos que hacer números —dijo Hanavad.
Tardaron casi todo el mes siguiente en llevar adelante el compromiso. Hizo falta todo un corolario de compromisos menores para que lo aceptaran las delegaciones con derecho a voto. Los delegados nacionales tenían que conseguir una tajada para mostrar a los de casa. Y también hubo que convencer a Washington; al final, Frank se saltó a los chicos y fue directamente al presidente, que era poco mayor que ellos, aunque podía ver un negocio cuando se lo ponían en las narices. Así que Frank estuvo ocupado con reuniones de casi dieciséis horas, como solía hacer antes, algo tan familiar para él como la salida del sol. Apaciguar a los representantes de las transnacs, como Andy Jahns, fue la peor parte, casi imposible, ya que el reparto era hecho a su costa y lo sabían. Aplicaron toda la presión que pudieron en los gobiernos del norte y en sus banderas de conveniencia, y eso era evidente según vio en la aterrada irritabilidad del presidente y en la fuga de Singapur y Sofía de las negociaciones. Pero Frank convenció al presidente, a pesar de todo el espacio que había entre ellos, a pesar de la profunda barrera psicológica de la diferencia horaria. Y utilizó los mismos argumentos con todos los demás gobiernos del norte. Si cedían a las transnacionales, decía, entonces ellas eran el verdadero gobierno. ¡Ésta es la oportunidad de hacer valer los intereses de ustedes por encima de esas acumulaciones de capital flotante a punto de alcanzar el poder! ¡De algún modo hay que mantenerlas a raya!
Y ocurrió lo mismo con la UN, con cada uno de los funcionarios allí presente.
—¿Quién desean que sea el verdadero gobierno del mundo?
¿Ustedes o ellos?
No obstante, fue una pelea muy reñida. Las presiones que las transnacs podían ejercer eran terribles, impresionantes. Subarashii y Armscor y Shellalco por separado eran más grandes que todos los países y comunidades de Estados menos los diez más poderosos, y en realidad ellas invertían los fondos. Dinero es igual a poder; el poder hace la ley; y la ley hace a los gobiernos. De modo que los gobiernos nacionales tratando de contener a las transnacs eran como los liliputienses intentando atar a Gulliver. Necesitaban una gran red de diminutos cabos, asegurados con estacas en cada milímetro de la circunferencia. Y cuando el gigante tiraba para liberarse y empezar a pisotear los alrededores, tenían que correr de un lado a otro, arrojando nuevos cabos sobre el monstruo, martilleando nuevas estacas para sujetarlo. Correr de un lado a otro para concertar citas de un cuarto de hora, durante dieciséis horas al día. El Holandés Loco haciendo malabarismos.