De modo que mientras hablaba en las interminables reuniones con los dirigentes, exponiendo con cuidado el texto de cada cláusula del nuevo tratado, interpretando el papel de James Madison en aquel extraño simulacro de asamblea constitucional, Spencer, Samantha y Maya vagaban a su alrededor y lo ayudaban. Después del trabajo del dia, acudía a la recepción de la noche, y Maya lo acompañaba y charlaba con los demás, una especie de consorte. ¡Demonios, una consorte! Y de noche ella lo cubría de besos, hasta que era imposible imaginar que ella no lo amaba.
Lo cual era intolerable. Que fuera tan fácil engañar a la gente que mejor te conocía… que ella fuera tan estúpida… Qué oculto está el verdadero yo, bajo la máscara cotidiana. En realidad todos ellos eran actores Todo el tiempo, interpretando sus papeles de vídeo, y no había posibilidad de contacto con el verdadero yo de los demás, ya no; con el correr de los largos años, los papeles se habían endurecido hasta convertirse en caparazones, y el yo interior se les había atronado, o se había alejado y se había perdido. Y ahora todos ellos estaban huecos.
O quizá sólo fuera él. ¡Porque ella parecía tan real! La risa de ella, el pelo blanco, la pasión, Dios mío; la piel sudorosa de ella y las costillas que se movían bajo los dedos de él como las tablas de una cerca, costillas que se contraían con los paroxismos del orgasmo. Un yo verdadero, ¿no tenía que ser así? ¿No? Le costaba creer que fuera de otro modo. Un yo verdadero.
Una mañana despertó de un sueño con John. Estaban en la estación espacial, en la época en que eran jóvenes. Salvo que en el sueño eran viejos, y John no había muerto pero sí había muerto; hablaba como un fantasma, consciente de que había muerto y de que Frank lo había matado, aunque también consciente de todo lo que había ocurrido desde entonces, pero no estaba enojado ni reprochaba a nadie. Sólo era algo que había ocurrido, como cuando le asignaron para el primer desembarco, o aquella relación con Maya en el Ares. Habían sucedido muchas cosas entre ellos, pero eran amigos, todavía hermanos. Podían hablar, se entendían. Sintiéndose horrorizado había gemido en sueños, se había encogido en la cama, y se despertó. Hacía calor, tenía la piel sudorosa. Maya se sentó, la cabellera enmarañada, los pechos entre los brazos.
—¿Qué pasa? —decía—. ¿Qué pasa?
—Nada —dijo él, y se levantó y marchó pesadamente al baño. Pero ella fue detrás y lo tocó.
—Frank, ¿qué pasa?
—¡Nada! —gritó, e involuntariamente se apartó de ella—. ¿No puedes dejarme en paz?
—Por supuesto —dijo ella, lastimada. Un arrebato de ira—. Por supuesto que puedo. —Y salió del baño.
—¡Por supuesto que puedes! —le gritó él, de pronto furioso porque ella era estúpida, por conocerlo tan poco y mostrarse tan vulnerable, cuando al fin y al cabo todo era una actuación—. ¡Ahora que has conseguido lo que querías!
—¿Qué significa eso? —preguntó ella, y reapareció al instante en la puerta del baño, con una sábana alrededor del cuerpo.
—Lo sabes muy bien —repuso él con amargura—. Has conseguido lo que querías del tratado, ¿no? Y sin mí jamás habrías podido.
Ella se quedó allí plantada, con las manos en las caderas, mirándolo. Tenía la sábana suelta alrededor de las caderas y se parecía a la figura francesa de la Libertad, muy hermosa y muy peligrosa, la boca una delgada línea. Sacudió la cabeza con disgusto y salió.
—No tienes ni la más remota idea, ¿verdad? —dijo. Él la siguió.
—¿Qué quieres decir?
Ella apartó la sábana y empezó a vestirse con movimientos bruscos, lanzándole mientras tanto una andanada de frases secas.
—No sabes nada de lo que piensan los demás. Ni siquiera sabes lo que piensas tú. ¿Qué quieres tú del tratado, tú, Frank Chalmers? No lo sabes. Es sólo lo que yo quiero, lo que Sax quiere, lo que Helmut quiere. Lo que quieren todos. Tú no tienes ninguna opinión. Lo que sea más fácil de manejar. Lo que al final te permita estar al mando. ¡Y en cuanto a sentimientos! —Estaba vestida, de pie ante la puerta. Se detuvo para mirarlo con ojos centelleantes y duros. Él se había quedado allí de pie, demasiado aturdido para moverse, y ahora estaba desnudo delante de ella, expuesto otra vez.— Tú no tienes sentimientos, ¿verdad? Lo he intentado, créeme, pero tú… —Se estremeció, al parecer porque no encontraba palabras bastante crueles.
Vacío, quiso decir él, vacío. Una actuación. Y sin embargo… Ella se marchó.
Cuando firmaron el nuevo tratado, Maya no estaba a su lado, ni siquiera estaba en Burroughs. Lo que en realidad fue como una liberación. No obstante, no pudo evitar sentir cierto vacío dentro; y ciertamente el resto de los primeros cien (como mínimo) sabia que algo había ocurrido entre los dos (de nuevo), y eso lo ayudaba, o así se lo dijo a sí mismo.
Firmaron en la misma sala de conferencias en que la que habían reunido y Helmut hizo los honores con una gran sonrisa, mientras los delegados se acercaban por turno, en esmoquin o en traje de noche, para decir unas palabras ante las cámaras y luego poner la mano sobre «el documento», un gesto que sólo Frank parecía ver como algo extrañamente arcaico, como si firmaran un petroglifo. Ridículo. Cuando le llegó el turno dijo algo acerca de un impacto en equilibrio, que era exactamente lo que había pasado; había conseguido que los intereses rivales colisionaran en ángulos ya convenidos, preparando un accidente de tránsito en el que todos los vehículos colisionarían unos con otros hasta formar una única masa solidificada. El resultado no era muy distinto de la primera versión del tratado, tanto en lo tocante a la emigración como a la inversión, las dos principales amenazas para el status quo (si había tal cosa en el planeta), bloqueadas en su mayor parte, y además (esto era lo inteligente) bloqueándose entre sí. Era un buen trabajo y lo firmó con una floritura, «Por los Estados Unidos de América», anunció con énfasis, mirando a todo el mundo con ojos brillantes. Eso quedaría bien en el vídeo.
De modo que, durante el desfile posterior, se retiró con la fría satisfacción del trabajo bien hecho. Los suelos de vidrio de las tiendas y los tubos peatonales estaban atestados con miles de espectadores; el desfile serpenteó alrededor, bajó hasta la gran tienda a un lado del canal, subió por los desvíos que llevaban a las mesas, y volvió a bajar cruzando todos los puentes del canal entre vítores hasta Princess Park, donde habría una gran fiesta al aire libre. Los meteorólogos habían previsto tiempo fresco y despejado, con vientos descendentes. Las cometas se batían en duelo en los techos de las tiendas como si fueran aves de rapiña, de colores brillantes en el rosa oscuro del cielo crepuscular.
La fiesta en el parque inquietó a Frank. Había demasiada gente que lo observaba, demasiada gente que quería acercarse y hablar con el. Eso era la fama: se hablaba a grupos. Así que dio la vuelta y fue de nuevo hasta la tienda junto al canal.