Las observaciones meteorológicas despertaron el interés de Frank por la climatología. El clima del acantilado era a menudo violento, con vientos katabáticos descendentes que chocaban con los alisios de Syrtis y se convertían en altos y veloces tornados rojizos o en fuertes embestidas de granizo arenoso. En aquel verano la atmósfera era de unos 130 milibares, en una mezcla aproximada de ochenta por ciento de dióxido de carbono y diez por ciento de oxígeno; el resto era principalmente nitrógeno de las nuevas plantas de transformación de nitritos. Aún no sabían si conseguirían mezclar el CO2 con oxígeno y otros gases, pero Sax parecía satisfecho. Por cierto, en un día ventoso era evidente que el aire estaba espesándose; tenía una cierta consistencia, arrojaba arena pesada y oscurecía las tardes. Durante los vendavales más violentos, las ráfagas podían derribarlo a uno con bastante facilidad. Frank cronometró una ráfaga katabática de una velocidad horaria de 600 kilómetros; por fortuna era parte de una ventisca general, tan fuerte que cuando ocurrió todo el mundo estaba refugiado en los rovers.
La caravana era una explotación minera móvil. Había metales en cualquier lugar de Marte, pero los prospectores árabes descubrieron sobre todo unas extensas capas de sulfuros disueltos en los acantilados y las llanuras de alrededor. La minadas y depósitos tenían concentraciones y cantidades que justificaban la utilización de técnicas mineras convencionales, aunque los árabes habían buscado nuevos métodos de extracción y procesamiento; habían creado toda una colección de equipo móvil modificando rovers y vehículos de construcción. Las máquinas así obtenidas eran grandes y segmentadas; parecían insectos monstruosos salidos de la pesadilla de un mecánico de camiones. Esas criaturas vagaban por el Gran Acantilado en caravanas, buscando depósitos de cobre estratiforme, sobre todo con altas concentraciones de tetraedrita y calcosita, de las que obtenían plata como subproducto del cobre. Cuando localizaban una, se detenían para lo que ellos llamaban la cosecha.
Mientras, los rovers prospectores recorrían el acantilado en expediciones de una semana o diez días, siguiendo los antiguos cauces y fallas. Cuando Frank llegó, Zeyk, que lo había recibido, le dijo que hiciera el trabajo que prefiriera, de modo que Frank se encargó de uno de los rovers prospectores y partió con él en expediciones solitarias. Pasaría una semana fuera, con el programa de búsqueda automática activado, estudiando el sismógrafo, las muestras y los instrumentos meteorológicos, haciendo alguna perforación esporádica, observando los cielos.
Tanto en un mundo como en el otro, los asentamientos beduinos parecían destartalados desde fuera. Sólo cuando uno entraba en una de las casas se descubría lo que abrigaban dentro: los patios, los jardines, las escalinatas, los espejos, los arabescos, las fuentes, los pájaros.
El Gran Acantilado era un país extraño, cortado por sistemas de cañones en dirección norte-sur, desfigurado por antiguos cráteres, inundado por ríos de lava, fracturado en montes, karsts, mesas y crestas; y todo sobre una pendiente abrupta. Desde cualquier roca o prominencia uno podía ver muy lejos hacia el norte. En esos días de viajero solitario Frank dejó que el programa de búsqueda decidiera por su cuenta y se sentó a observar el paisaje silencioso, desolado, inmenso, desgarrado por un pasado violento. Los días transcurrían y las sombras cambiaban. Los vientos subían en remolinos por las mañanas y bajaban en remolinos al caer la tarde. Las nubes colmaban el cielo, desde bajas bolas de niebla que rebotaban sobre las rocas hasta unos altos tentáculos de cirros, con algunos cumulonímbos esporádicos que se extendían sobre todo el paisaje, masas sólidas de nube a 20.000 metros de altura.
De vez en cuando encendía el televisor y veía el canal árabe de noticias. A veces, en el silencio de las mañanas, discutía con el televisor. Había una parte de él que se sentía ultrajada por la estupidez de los medios y por los acontecimientos que difundían. La estupidez de la especie humana como espectáculo. Excepto que la vasta mayoría de la humanidad jamás aparecía en vídeo, ni una vez en la vida, ni siquiera en las escenas de masas, cuando una cámara barría la multitud. Pero allá en la Tierra, el pasado terrano persistía aún en enormes regiones donde la vida pueblerina continuaba siendo difícil. Quizá eso era sabiduría, mantenida fielmente por viejas esposas y chamanes. Quizá. Pero costaba creerlo, pues lo estropeaban todo cuando se agrupaban en ciudades. «Se puede decir que la prolongación de la vida humana ha de ser, por naturaleza, una gran bendición.» Esas cosas lo hacían reír, «¿Es que nunca has oído hablar de los efectos secundarios, imbécil?»
Una noche vio un programa sobre la fertilización del Océano Antártico con polvo de hierro. El polvo actuaría como suplemento dietético para el fitoplancton, que disminuía de una manera alarmante y sin ninguna razón. Unos aviones esparcían el hierro y parecía que estaban combatiendo un incendio submarino. El proyecto costaba diez mil millones de dólares al año y no se interrumpiría nunca, aunque calculó que un siglo de fertilización reduciría la concentración global de dióxido de carbono entre un diez y un quince por ciento. Dado el recalentamiento planetario y la consiguiente amenaza para las ciudades costeras, por no mencionar la muerte de casi todos los arrecifes de coral, se había considerado que el proyecto era aceptable.
—A Ann le va a encantar —musitó—. Ahora están terraformando la Tierra.
Sabía bien que nadie lo observaba, nadie lo escuchaba, el público diminuto que imaginaba dentro de su cabeza no era real; nadie, amigo o enemigo, mira las películas de nuestras vidas. Podía hacer lo que quisiera… y al cuerno con la normalidad. Al parecer, era lo que siempre había deseado, lo que había buscado instintivamente. Podía salir y patear piedras en la ladera de un karst toda una tarde; o llorar; o escribir aforismos en la arena; o a las lunas, que declinaban en el cielo austral. Podía hablar consigo mismo en las comidas, podía hablar con el televisor, podía hablar con sus padres o sus amigos perdidos, con el presidente, o con John, o Maya. Podía dictar largas e incoherentes entradas a su ordenador: fragmentos de historia sociobiológica, una novela pornográfica —podía darse—, una historia de la cultura árabe. Hizo todo eso y regresó a las caravanas, se sentía mejor: más hueco, más verdaderamente vacío. «Vive —decían los japoneses— como si estuvieras muerto.»