Continuó viajando. Pasaban los días, las sombras cambiaban. El viento corría pendiente abajo, pendiente arriba, pendiente abajo, pendiente arriba. Las nubes se agrupaban y estallaban tormentas, y a veces el cielo estaba salpicado de hieloiris y nimbos y remolinos de granizo que centelleaba como mica a la rosada luz del sol. Algunas veces veía uno de los transbordadores en aerofrenado, como un llameante meteorito surcando lentamente el cielo. Una mañana despejada la masa imponente del Monte Elysium se alzó sobre el horizonte como un Himalaya oscuro; una capa de inversión atmosférica había curvado mil kilómetros de horizonte. Desconectó el ordenador, como había hecho con la televisión. Nada más que él y el mundo. Los vientos alzaban la arena y la arrojaban en nubes contra el rover. Khála, la tierra vacía.
Pero entonces los sueños comenzaron a atormentarlo, sueños que eran recuerdos, intensos, densos y precisos, como si reviviera el pasado mientras dormía. Una noche soñó con la ocasión en que supo que encabezaría la mitad norteamericana de la primera colonia en Marte. Había conducido desde Washington hasta el Valle Shenandoan sintiéndose muy extraño. Caminó largo tiempo por el gran bosque oriental. Llegó a las cuevas de piedra caliza Luary, ahora atracción turística, y se le ocurrió entrar. Estalactitas y estalagmitas estaban iluminadas con luces de colores. Algunas tenían colgados unos martillos, un organista podría tocarlas como xilófonos de piedra. Tuvo que meterse en un rincón y taparse la boca con la manga para que no lo oyeran reír.
Luego se detuvo en un mirador panorámico, se adentró en el bosque y se sentó entre las raíces de un árbol. Nadie cerca, una cálida noche de otoño, la tierra oscura y cubierta de vegetación. Las cigarras emitiendo zumbidos de alienígenas, los grillos soltando unos últimos cric-cric lastimeros, sintiendo ya la helada que los mataría. Todo era tan extraño…
¿cómo podría dejar atrás ese mundo? Ahí sentado en la tierra había deseado ser una criatura mágica, deslizarse por una grieta y volver a emerger como algo distinto, algo mejor, algo poderoso, noble, duradero… algo como un árbol. Pero no sucedió nada, por supuesto; se tendió sobre la tierra, ya separado de ella. Ya un marciano.
Y despertó y se sintió perturbado el resto del día.
Y luego, peor aún, soñó con John. Soñó con la noche que estuvo en Washington y vio a John en la televisión cuando pisaba Marte por primera vez seguido de cerca por tres compañeros. Frank dejó la celebración oficial en la NASA y deambuló por las calles, una calurosa noche de Washington, D.C., verano de 2020. Había planeado que John hiciera el primer descenso, se lo había concedido como cuando se sacrifica una dama en el ajedrez, porque las radiaciones quemarían a la primera tripulación, y ya de vuelta y según el reglamento, tendría que permanecer en tierra para siempre. Y entonces no habría obstáculos para los colonos que se quedarían en Marte. Ése era el verdadero juego, el que Frank pensaba liderar.
No obstante, aquella noche histórica estaba de un humor de perros. Volvió a su apartamento, cerca de Dupont Circle. Había perdido la identificación del FBI. Se deslizo en un bar oscuro y se sentó a ver la televisión por encima la cabeza de los camareros, bebiendo bourbon como su padre; Tierra Marciana manaba del televisor y enrojecía toda la sala oscura. John se emborrachaba y escuchaba el necio discurso, se sentia aún más malhumorado. Era difícil concentrarse. El bar era ruidoso, la multitud no prestaba atención; no es que no hubieran visto el descenso, pero allí sólo era otro espectáculo, como el partido de los Bullets al que cambiaba de vez en cuando un camarero. Luego blip, de nuevo a la escena en Chryse Planitia. El hombre que tenía al lado maldijo la interrupción.
—El baloncesto será un juego espectacular en Marte —dijo Frank con el acento de Florida que hacía tiempo había eliminado.
—Tendrán que subir la canasta o se romperán la cabeza.
—Sí, pero piense en los saltos. De seis metros y medio, fácilmente.
—Sí, hasta ustedes los blancos saltarán alto ahí arriba, o eso dicen. Pero será mejor que dejen el baloncesto en paz, o tendrán los mismos problemas que aquí.
Frank rió. Pero afuera hacía calor, una bochornosa noche de verano en Washington; caminó de vuelta a casa con el ánimo cada vez más decaído, más sombrío con cada paso que daba; y al encontrarse con uno de los mendigos de Dupont, sacó un billete de diez dólares y se lo tiró, y cuando el vagabundo quiso recogerlo, Frank le dio un empujón y gritó «¡Que te jodan! ¡Consíguete un trabajo!». Pero entonces empezó a salir gente del tren subterráneo y él apretó el paso, aturdido y furioso. Los mendigos se cobijaban en los umbrales. Había gente en Marte y había mendigos en las calles de Washington, y cada día los abogados pasaban junto a ellos, charlando de justicia y libertad, las tapaderas de la codicia.
—¡Todo será distinto en Marte!—, se dijo Frank con ferocidad, y de repente deseó estar allí de inmediato, sin los cautelosos años de espera, de campaña… «¡Consíguete un jodido trabajo!», le gritó a otro hombre sin hogar. Luego siguió hasta su edificio de apartamentos, y había agentes de seguridad detrás de la recepción, hombres y mujeres que se pasaban la vida allí sentados sin nada que hacer. Cuando subió, le temblaban tanto las manos que le costó abrir la puerta, y cuando consiguió entrar, se quedó paralizado, horrorizado ante la visión de aquel insípido mobiliario de ejecutivo, un decorado teatral diseñado para impresionar a las infrecuentes visitas, en realidad sólo los de la NASA o el FBI. Nada era suyo. Nada era suyo. Nada salvo un plan.
Y entonces despertó, solo, en un rover en el Gran Acantilado.
Al fin regresó de aquella horrible expedición de pesadillas. De nuevo en la caravana, no tenía ganas de hablar. Zeyk lo invitó con café y tomó una pastilla de un complejo opiáceo para tranquilizarse. Sentado en el rover de Zeyk junto con los otros, aguardó a que le pasaran una pequeña taza de café con clavo. Unsi Al-Khal que se sentaba a su izquierda, hablaba de la visión de la historia y como había comenzado en el Jahili o período preislámico. Al-Khal jamás se había mostrado amistoso, y cuando Frank intento alcanzarle la taza para que bebiera primero, Al-Khal insistió cortésmente en que el honor era de Frank y que él no se lo usurparía. El típico insulto por exceso de educación, la jerarquía otra vez: uno no podía favorecer a alguien que ocupara un lugar menor en el sistema, los favores sólo iban hacia abajo. Los machos alfa, la ley del más fuerte; podrían haber estado en la sabana (o en Washington), no hacían más que repetir las tácticas de dominio propias de los primates.
Frank apretó los dientes, y cuando Al-Khal de nuevo comenzó a pontificar, dijo:
—¿Qué hay de las mujeres?
Parecieron desconcertados y Al-Khal se encogió de hombros.
—En el islam los hombres y las mujeres tienen papeles distintos igual que en Occidente. Es una cuestión biológica.
Frank sacudió la cabeza y sintió el sensual zumbido de las pastillas, el peso negro del pasado. La presión de un acuífero de náusea aumentó dentro de él, y algo cedió entonces, y de pronto no le importó nada y se sintió asqueado por fingir lo contrario. Asqueado por la falsedad que encontraba en todas partes, por el pegajoso aceite que permitía que la sociedad continuara funcionando.