—Sí —dijo—, pero se trata de esclavitud, ¿no? —Los hombres de alrededor se pusieron rígidos, escandalizados por la palabra.— ¿No es así? —insistió, sintiendo que no podía dejar de hablar—. Las esposas y las hijas de ustedes no tienen poder, y eso es esclavitud. Pueden mantenerlas bien, y quizá sean esclavas con poderes peculiares e íntimos, pero el eje principal es la relación amo-esclava. Una relación retorcida, forzada, y que estallará en cualquier momento.
Zeyk fruncía la nariz.
—Ésa no es la experiencia que vivimos, puedo asegurártelo. Tendrías que escuchar nuestra poesía.
—Pero ¿podrían asegurármelo las mujeres?
—Sí —repuso Zeyk—, sin ninguna duda.
—Tal vez. Pero, mira, las mujeres con más éxito entre ustedes, se muestran siempre deferentes y humildes, respetan escrupulosamente el sistema. Son las que ayudan a los maridos y a los hijos.
—El uso de la palabra esclavas… —empezó Al-Khal despacio, y se detuvo—. Es ofensivo, porque supone un juicio. El juicio de una cultura que en realidad usted desconoce.
—Cierto. Sólo digo lo que parece desde fuera, y que sólo puede interesar a un musulmán progresista. ¿Es éste el modelo divino que tanto quieren actualizar en la historia? Las leyes están para ser leídas y para ser observadas, y a mí me parecen una forma de esclavitud. Y, ¿saben?, nosotros libramos guerras para acabar con la esclavitud. Y excluimos a Sudáfrica de la comunidad de naciones por dictar leyes para que los negros nunca pudieran vivir tan bien como los blancos. Pero ustedes hacen lo mismo todo el tiempo. Si cualquier hombre en el mundo fuera tratado como tratan ustedes a las mujeres, la UN condenaría al culpable al ostracismo. Pero como se trata de mujeres, los hombres en el poder apartan la vista. Dicen que es una cuestión cultural, una cuestión religiosa, algo en lo que no hay que interferir. O no se lo llama esclavitud porque sólo es una exageración de cómo se trata a las mujeres en el resto del mundo.
—O quizá ni siquiera una exageración —sugirió Zeyk—. Sólo una variación.
—No, es una exageración. Las mujeres occidentales deciden buena parte de lo que hacen, tienen vida propia. No sucede lo mismo con ustedes. Ningún ser humano se resigna a ser propiedad de alguien, detesta eso, se rebela, y busca venganza. Así somos los humanos. Y en este caso se trata de las madres, las esposas, las hermanas, las hijas de ustedes. —Los hombres lo miraban ahora con ojos furiosos, más escandalizados que ofendidos; pero Frank no apartó la vista de su taza de café y continuó implacable.— Tienen que liberar a las mujeres.
—¿Y cómo sugieres que lo hagamos? —preguntó Zeyk, que lo miraba con curiosidad.
—¡Cambien las leyes! Edúquenlas en las mismas escuelas a las que van los varones. Denles los derechos que tiene cualquier musulmán de cualquier tipo en cualquier parte. Recuerden que las leyes de ustedes tienen muchas cosas que no están en el Corán, que se añadieron después de Mahoma.
—Por hombres santos —dijo encolerizado Al-Khal.
—Ciertamente. Pero nosotros cambiamos nuestras creencias a la luz de la vida cotidiana. Eso es cierto para todas las culturas. Y siempre podemos escoger nuevos caminos. Tienen que liberar a las mujeres.
—No me gusta que nadie me sermonee, excepto un muallah. — dijo Al-Khal con la boca apretada bajo los bigotes—. Que los inocentes prediquen lo que está bien alegremente.
Zeyk sonrió.
—Eso es lo que solía decir Selim el-Hayil —dijo. Se hizo un silencio profundo y pesado.
Frank parpadeó. Muchos de los hombres sonreían ahora y miraban a Zeyk con reconocimiento. Y en un relámpago se le ocurrió que todos sabían lo que había sucedido en Nicosia. ¡Por supuesto! Selim había muerto aquella noche justo unas horas del asesinato, envenenado por una extraña mezcla de microbios; pero, de todas formas, ellos lo sabían.
Y sin embargo, lo habían aceptado, lo habían admitido en sus casas, en los recintos privados donde vivían. Habían intentado enseñarle lo que creían saber.
—Quizá tendríamos que hacerlas libres como las mujeres rusas —dijo Zeyk riéndose e interrumpiendo las reflexiones de Frank—. Desquiciadas por el exceso de trabajo, ¿no es lo que se rumorea? Les dicen que son iguales, pero ¿lo son de verdad?
Yussuf Hawi, un joven alegre, exhibió una mirada maliciosa y cloqueó:
—¡Son zorras, os lo aseguro! ¡Aunque ni más ni menos que cualquier otra mujer! ¿No es cierto que en el hogar el poder lo tiene el más fuerte? En mi rover yo soy el esclavo, os lo aseguro. ¡Todos los días al abrazar a Aziza abrazo a una serpiente!
Los hombres estallaron en carcajadas. Zeyk recogió las tazas y sirvió otra ronda de café. Los hombres remendaron la conversación como pudieron; taparon el grosero ataque de Frank, bien porque lo atribuían a la ignorancia, o bien porque reconocían y apoyaban el padrinazgo de Zeyk. Pero sólo la mitad volvió a mirar a Frank.
Frank calló, profundamente enfadado consigo mismo. Siempre era un error revelar lo que uno pensaba, a menos que encajase a la perfección con tu objetivo político; y eso jamás sucedía. No mentir sin duda era quitar todo contenido real a las declaraciones: una ley básica de la diplomacia. En estos últimos días lo había olvidado.
Perturbado, partió una vez más en un viaje de prospección. Los sueños se hicieron menos frecuentes. Cuando regresó, no tomo ninguna droga. Guardó silencio en los círculos de café, o hablo acerca de minerales y de agua subterránea, o de la comodidad de los nuevos rovers prospección. Los hombres lo observaron con cautela, y decidieron incluirlo en la conversación por la amistad de Zeyk, que nunca decayó… excepto en aquel único momento, cuando le recordara a Frank de manera muy efectiva una verdad fundamental.
Una noche Zeyk lo invitó a una cena privada con él y su esposa Nazik. Ésta lucía un vestido largo y blanco cortado al tradicional estilo beduino, con una faja azul y la cabeza descubierta, el espeso pelo negro recogido en la nuca y luego suelto por la espalda. Frank había leído lo suficiente como para saber que todo estaba allí patas arriba; entre los beduinos de Awlad ’Ali, las mujeres llevaban vestidos negros y fajas rojas, que indicaban impureza, sexualidad e inferioridad moral, y mantenían las cabezas cubiertas, utilizando el velo según un complejo código jerárquico. Todo en deferencia al poder masculino, de modo que las ropas de Nazik habrían sido tremendamente escandalosas para su madre y sus abuelas, aunque se presentara así ante un extranjero para quien todo eso no tenía importancia. Pero si sabía tanto como para entenderlo, entonces se trataba de una señal.
Y en cierto momento, cuando todos reían, Nazik se levantó al pedirle Zeyk que trajera el postre y, con una sonrisa, le dijo:
—Sí amo.
Zeyk frunció el ceño y le dijo:
—Ve, esclava —y levantó una mano, y ella le enseñó los dientes. Se rieron del rubor que invadió la cara de Frank. Se burlaban de él y violaban a la vez el tabal marital beduino que prohibía cualquier muestra de afecto ante testigos. Nazik se le acercó y le apoyó la punta de un dedo en el hombro, lo que lo conmocionó todavía más.
—Sólo bromeamos contigo, ya lo sabes —dijo—. Las mujeres oímos la declaración que hiciste ante los hombres, y te queremos por eso. Podrías tener a muchas de nosotras, como un sultán otomano. Porque hay cierta verdad en lo que dijiste, demasiada verdad. —Asintió con gesto serio y señaló a Zeyk, que dejó de sonreír y también asintió. Nazik continuó:— Pero ¿no ves cuánto depende de la gente que hace la ley? Los hombres de esta caravana son buenos e inteligentes. Y las mujeres somos incluso más inteligentes y los dominamos por completo. —Zeyk alzó las cejas y Nazik se rió.— No, en serio, sólo hemos tomado lo que nos pertenece. De verdad.