O podía tratarse de un fallo mecánico: los cohetes principales, los cohetes estabilizadores, el hardware o el software de las computadoras, o el despliegue del escudo de calor; todo eso tenía que funcionar correctamente durante toda la aproximación. Y los fallos de esos sistemas eran los más probables… en la escala, decía Sax (aunque otros ponían en tela de juicio sus métodos de evaluación de riesgos), de una de cada diez mil aproximaciones. De modo que volvían a hacerlo y las luces rojas destellaban, y ellos se quejaban y suplicaban un Vuelo Mantra, a pesar de que en parte daban la bienvenida al nuevo desafío. Cuando conseguían sobrevivir a un fallo mecánico, se sentían enormemente satisfechos; podía ser el punto culminante de una semana. En una ocasión John Boone aerofrenó con éxito a mano, con un solo cohete principal en funcionamiento, acertando en un milisegundo de arco la única velocidad posible. Nadie podía creérselo.
—Fue pura suerte —dijo Boone con una amplia sonrisa mientas se hablaba de la hazaña en la cena.
Sin embargo, la mayoría de los problemas de vuelo de Arkadi terminaban en fracaso, lo que significaba la muerte de todos. Simulados o no, era difícil no ponerse serios con esas experiencias, y después no irritarse con Arkadi por haberlas inventado. Una vez repararon todos los monitores del puente justo a tiempo para ver que las pantallas registraban el impacto de un asteroide pequeño, que atravesó el eje y los mató a todos. En otra ocasión Arkadi, como parte del equipo de navegación, cometió un «error» y dio instrucciones a las computadoras para que aumentaran la rotación de la nave en vez de disminuirla.
—¡Sujetos al suelo por seis g! —gritó con terror simulado, y se vieron obligados a arrastrarse por el suelo durante media hora, fingiendo rectificar el error mientras cada uno pesaba media tonelada.
Cuando concluyeron, Arkadi se levantó de un salto y los empujó apartándolos del monitor de control.
—¿Qué demonios estás haciendo? —aulló Maya.
—Se ha vuelto loco —dijo Janet.
—Ha simulado volverse loco —corrigió Nadia—. Tenemos que resolver… —añadió, intentando rodear a Arkadi-…¡cómo tratar con alguien que se ha vuelto loco en el puente!
Lo que sin duda era cierto. Pero podían ver todo el blanco de los ojos de Arkadi, y no había ni rastro de reconocimiento en él mientras los atacaba en silencio. Para reducirlo hicieron falta los cinco. Los puntiagudos codos de Arkadi lastimaron a Janet y Phyllis Boyle.
—¿Y bien? —comentó más tarde en la cena con una sonrisa ladeada, ya que se le empezaba a hinchar un labio—. ¿Qué pasa si sucede? Aquí arriba estamos sometidos a presión, y la aproximación será el peor momento de todos. ¿Y si alguien se viene abajo? —Se volvió hacia Russell y la sonrisa se hizo más amplia.
— ¿Cuáles son las posibilidades de que eso suceda, eh? —Comenzó a cantar una canción jamaicana con un acento eslavo-caribeño.— ¡Caída de presión, oh caída de presión, oh-o, la presión te va a caer encima oo-oo!
Y así siguieron intentándolo, manejando los problemas de vuelo con toda la seriedad de que eran capaces, incluso el ataque de nativos marcianos o el desacoplamiento del Toro H causado por «pernos explosivos instalados erróneamente cuando se construyó la nave», o la necesidad de esquivar a Fobos en el último minuto. Todo esto parecía a veces una especie de humor negro surrealista, y Arkadi volvía a pasar algunas de sus cintas de vídeo como entretenimiento de sobremesa, lo que a veces lanzaba a la gente al aire muerta de risa.
Pero los verdaderos problemas de vuelo… no dejaban de aparecer, una mañana tras otra. Y a pesar de las soluciones, a pesar de los protocolos para encontrar soluciones, ahí estaba esa visión, una y otra vez: el planeta rojo cargando contra ellos a unos inimaginables 40.000 kilómetros por hora, hasta que llenaba la pantalla y la pantalla se ponía blanca, y en ella aparecían de pronto unas letras pequeñas y negras: Colisión.
Viajaban a Marte en una elipse Hohmann tipo II, un curso lento pero eficiente, elegido entre las demás alternativas porque los dos planetas estaban en una posición adecuada cuando por fin estuvo lista la nave, con Marte unos cuarenta y cinco grados delante de la Tierra en el plano de la eclíptica. Poco más de la mitad del viaje lo harían alrededor del Sol, estableciendo el punto de encuentro con Marte unos trescientos días después. El tiempo en el útero, como lo llamaba Hiroko.
Los psicólogos de la Tierra habían considerado que valía la pena alterar las cosas de vez en cuando, sugerir el paso de las estaciones en el Ares. Por tanto se varió la duración de los días y las noches, el clima y los colores ambientales. Algunos habían mantenido que el descenso debería ser una cosecha, otros que debería ser una nueva primavera; después de un breve debate, se había decidido por el voto de los mismos viajeros empezar con el comienzo de la primavera, de modo que viajaran durante un verano en vez de un invierno; y a medida que se aproximaran a Marte, los colores de la nave adquirirían los tonos otoñales del planeta en vez de los verdes claros y los tonos pastel de la floración que habían dejado tan atrás.
Así que durante esos primeros meses, al acabar las tareas de la mañana, saliendo de la granja o del puente, o tambaleándose fuera de las sádicas simulaciones de Arkadi, entraban en la primavera. De las paredes colgaban paneles de un verde pálido, o murales fotográficos de azaleas y jacarandaes y cerezos ornamentales. La cebada y la mostaza de las grandes salas de la granja lucían un vivo amarillo con las flores nuevas, y el bosque bioma y los siete parques de la nave habían sido poblados con árboles y arbustos. A Maya le encantaban esos coloridos brotes primaverales, y después del trabajo matinal cumplía parte de su régimen de ejercicios paseando por el bosque bioma, que tenía un suelo accidentado y tal densidad de árboles que no se podía ver desde un extremo de la cámara al otro. De entre toda la gente posible, a menudo encontraba allí a Frank Chalmers disfrutando de uno de sus cortos descansos. Decía que le gustaba el follaje primaveral, aunque nunca parecía mirarlo. Caminaban juntos, y hablaban o no, según el día. Si hablaban, nunca era sobre algo importante; a Frank no le interesaba discutir el trabajo de ambos como líderes de la expedición. A Maya eso le parecía curioso, aunque nunca se lo dijo. Pero no tenían los mismos trabajos, lo que podía explicar la renuencia de Frank. La posición de Maya era bastante informal y no jerárquica: los cosmonautas siempre habían sido relativamente iguales entre ellos, tradición que se remontaba a la época de Koroliov. El programa norteamericano tenía una tradición más militar, indicada incluso en los títulos: mientras que Maya era sólo la Coordinadora del Contingente Ruso, Frank era el Capitán Chalmers.
Si esa autoridad le hacía la vida más o menos difícil, no lo decía. A veces hablaba del bionia o de pequeños problemas técnicos, o de las noticias de casa; más a menudo, parecía que simplemente quería caminar con ella. Paseos silenciosos, subiendo y bajando por senderos estrechos, a través de densas arboledas de pinos, álamos y abedules. Y siempre esa presunción de intimidad, como si fueran viejos amigos, o como si él estuviera, tímidamente (o sutilmente), cortejándola.