Frank sonrió ante el trueno de aullidos. Estaba de vuelta en Norteamérica. Les preguntó que otra cosa habían hecho en Marte. Algunos habían construido reactores nucleares en la cima del Monte Pavonis, donde se posaría el ascensor espacial. Otros habían trabajado en la conducción de agua que atravesaba la Protuberancia de Tharsis desde Noctis a Pavonis. La transnacional hermana dedicada al ascensor, Praxis, tenía un montón de intereses en el extremo bajo, como lo llamaban.
—Trabajé en un Westinghouse sobre el acuífero Compton bajo Noctis; parece que contiene tanta agua como el Mediterráneo. Y toda la función del reactor sería la de alimentar a un grupo de humidificadores. Unos jodidos doscientos megavatios de humidificadores. ¡Igualito al que yo tenía de niño en mi dormitorio, sólo que ése consumía cincuenta vatios! Gigantescos monstruos Rockwell con vaporizadores de moléculas y motores de turbina de reacción que disparan la niebla al exterior por chimeneas de mil metros. ¡Increíble! Todos los días se añaden al aire un millón de litros de H y O.
Otros habían estado construyendo una nueva ciudad-tienda en el canal de Echus, debajo del Mirador:
—Allí han perforado un acuífero y hay fuentes por toda la ciudad, con estatuas en las fuentes, cascadas, canales, estanques, piscinas, lo que se te ocurra, parece una pequeña Venecia. Y una tasa de retención térmica importante.
La conversación pasó al gimnasio, bien equipado con aparatos diseñados para mantener a los usuarios en buena forma. Casi todo el mundo cumplía un riguroso programa de ejercicios, tres horas al día como mínimo.
—Si lo dejas, ya no sales de aquí, ¿verdad? Entonces, ¿para qué te sirve esa cuenta de ahorros?
—Con tiempo será una moneda de curso legal —dijo otro—. Donde va la gente, siempre va el dólar.
—Lo has entendido al revés, cara de culo.
—Nosotros somos la prueba.
—Pensaba que el tratado prohibía el dinero terrano aquí en Marte —dijo Frank.
—El tratado es una jodida broma —dijo un hombre en el banco.
—Está tan muerto como Bessy el Cerdo de Larga Distancia.
Miraron a Frank, todos en la veintena o en la treintena, una generación con la que nunca había hablado mucho; no sabía como habían crecido, qué los había formado, en qué creían. Los acentos y caras tan familiares podían resultar engañosos, de hecho probablemente lo eran.
—¿Eso piensan? —preguntó.
Algunos parecían tener alguna conciencia de que el tratado era en parte obra de Frank, además de todas las otras asociaciones históricas. Pero el hombre a punto de terminar los ejercicios no lo sabía.
—Estamos aquí en un negocio que el tratado dice que es ilegal. Y eso sucede por todas partes. Brasil, Georgia, los Estados del Golfo, todos los países que votaron contra el tratado dejan entrar a las transnacs. ¡Una competición entre las banderas de conveniencia para saber si son convenientes! Y la UNOMA está tumbada de espaldas con las piernas abiertas, pidiendo más, más. La gente aterriza a miles, casi todos empleados por las transnacs, con visados oficiales y contratos de cinco años que incluyen tiempo de rehabilitación para mantenerte en forma y cosas de ese tipo.
—¿Miles? —inquirió Frank.
—¡Oh, sí! ¡Decenas de miles!
Cayó en la cuenta de que no había visto la tele durante… durante mucho tiempo.
Un hombre habló mientras subía todas las pesas negras de una vez.
—Va a estallar muy pronto… a un montón de gente no le gustan, no sólo a los antiguos residentes como usted… también a un montón de nuevos… desaparecen en manadas… explotaciones, a veces ciudades enteras… llegué a una mina en Syrte completamente vacía… todo lo que servía se había desvanecido, se lo habían llevado… incluso cosas como puertas de antecámaras… tanques de oxígeno… lavabos… cosas que requerían horas para sacarlas.
—¿Por qué lo hicieron?
—¡Se están volviendo nativos! —dijo uno que hacía pectorales.— ¡Conquistados por su camarada Arkadi Bogdanov! —Tumbado de espaldas, miró a Frank a los ojos; era un hombre negro, alto, de hombros anchos y nariz aguileña. Continuó:— Llegan aquí y la compañía intenta presentar una buena fachada, gimnasios y comida sana y tiempo libre y todo eso, pero al fin son ellos los que te dicen lo que puedes hacer y lo que no. Todo está programado cuándo te despiertas, cuándo comes, cuándo cagas, es como si la Armada se hubiera hecho cargo del Club Med, ¿entiende usted? Y entonces ahí aparece el hermano Arkadi, que nos dice: ¡Eh muchachos, ustedes norteamericanos tienen que ser libres!
¡Marte es la nueva frontera, y es bueno que sepan que algunos vivimos así, no somos software robótico, somos hombres libres, y marcamos nuestras propias reglas en nuestro propio mundo! ¡Y todo es al revés! — La habitación estalló en carcajadas, todos estaban escuchando.— ¡Ése es el truco! La gente llega aquí y se siente como software programado, comprueba que no puede mantenerse en forma sin pasarse todo el tiempo aquí enganchada al tubo de oxígeno, y aun así yo sospecho que es imposible, apuesto a que nos mintieron. De modo que, en realidad, la paga no significa nada, todos somos software y quizá nos quedemos atrapados aquí para siempre. ¡Esclavos! ¡Jodidos esclavos! Y créame, eso empieza a cabrear a muchos. Están dispuestos a devolver el golpe, se lo aseguro. Y ésas son las personas que desaparecen. Serán muchos antes de que todo acabe.
Frank le devolvió la mirada.
—¿Por qué no ha desaparecido usted?
El hombre soltó una risa breve y comenzó a levantar de nuevo las pesas.
—Seguridad —dijo otro desde el aparato Nautilus. El de las pesas no estaba de acuerdo:
—La seguridad es floja… pero has de tener… algún sitio adonde ir. En cuanto aparezca Arkadi… ¡Me voy!
—Una vez —dijo el de los pectorales— vi un vídeo de él en que decía que la gente de color está mejor preparada para Marte que los blancos, porque nos va mejor con los ultravioletas.
—¡Sí! ¡Sí! —Todos se rieron del comentario, divertidos y escépticos a la vez.
—Eso son tonterías, pero, qué demonios —dijo el de los pectorales—, ¿por qué no? ¿Por qué no? Llámalo nuestro mundo. Llámalo Nova África. Esta vez no habrá amo que nos lo quite.
Se rió de nuevo, como si todo no fuera más que una idea graciosa. O una verdad hilarante, una verdad tan deliciosa que sólo prococara risas.
Mas tarde aquella noche, Frank regresó a los rovers, y con los beduinos, pero ya no fue como antes. Había sido obligado a retroceder en el tiempo, y ahora los largos días en el vehículo prospector lo dejaban exhausto. Vio la televisión; hizo algunas llamadas. Nunca había dimitido como Secretario, y en su ausencia la oficina estaba a cargo del secretario adjunto Slusinski y el personal, y él había cumplido lo suficiente por teléfono como para que ellos le cubrieran las espaldas explicando a Washington que estaba trabajando, luego que investigaba, después que se había tomado unas vacaciones, y que por ser uno de los primeros cien necesitaba ir de un lado a otro. Esto no habría podido prolongarse mucho más, pero cuando Frank llamó a Washington, el presidente se mostró complacido; cuando conectó con Burroughs, a Slusinski, que parecía extenuado, y a toda la oficina, les alegró que planease volver, algo que lo sorprendió bastante. Cuando se marchó, asqueado por el tratado y deprimido por Maya, había sido, o así lo creyó, una inutilidad como jefe. Pero durante esos dos años nadie había protestado, y ahora parecían felices. La gente era extraña. El aura de los primeros cien, sin duda. Como si eso importase.