Llegó a la estación levantada en una tienda espaciosa. Desde el borde alcanzaba a verse toda la gran caldera, un agujero inmenso y casi circular, salvo por una gigantesca depresión que rompía el borde del nordeste. Esa depresión se abría como un gran abismo a través de la caldera: la huella de una enorme explosión volcánica. Por lo demás, el risco era una formación regular y el suelo de la caldera redondo y llano. Sesenta kilómetros de ancho y una profundidad de cinco. Como si fuera el comienzo de un agujero entre la corteza y el manto que acabaría con todos los demás. Las pocas señales de presencia humana en el suelo de la caldera eran como formas de hormigas, casi invisibles desde el borde.
El ecuador pasaba por el centro justo del borde austral, donde instalarían el extremo inferior del ascensor. El sitio era obvio; un enorme bloque de hormigón, tostado y blanco, a unos pocos kilómetros al oeste de la gran ciudad-tienda. A lo largo del borde en dirección oeste, más allá del bloque, había una hilera de fábricas, excavadoras y conos de materiales para alimentar a las máquinas, todo brillando con precisión fotográfica en el claro aire sin polvo, tenue y alto, bajo un cielo de color ciruela. Cerca del cénit brillaban algunas estrellas, aún visibles de día.
A la mañana siguiente, los técnicos del departamento local lo llevaron hasta la base del ascensor. Al parecer, ese mediodía iban a capturar el cabo guía del cable. No fue nada espectacular, aunque sí extraño. En el extremo del cabo había un pequeño cohete guía y los propulsores orientales del cohete funcionaban de continuo, mientras que los del norte y los del sur proporcionaban impulsos esporádicos. Controlado desde una torre de lanzamiento, el cohete descendió lentamente, como cualquier otro vehículo, con la diferencia de que llevaba amarrado un cabo de plata, un cabo recto y fino que se elevaba y que sólo era visible durante unos cuantos miles de metros. Al mirarlo Frank sintió como si estuviera de pie en el fondo del mar y observara un sedal de pesca, arrojado desde la rojiza superficie del agua… un sedal de pesca de llamativo cebo, destinado a atraer las presas. El aire le quemó en la garganta y tuvo que bajar la mirada y respirar hondo. Muy extraño.
Recorrieron el complejo de la base. La torre de lanzamiento que había capturado el cabo guía se alzaba dentro de un agujero en el bloque de hormigón, un cráter con un anillo grueso como reborde. Las paredes del cráter estaban atravesadas por columnas curvas de plata; las bobinas magnéticas de esas columnas fijarían el extremo del cable en un anillo amortiguador. El cable flotaría a bastante distancia del suelo de hormigón de la cámara, suspendido allí por la atracción de la mitad exterior; una órbita en exquisito equilibrio, un objeto que se extendía desde un pequeño satélite y bajaba hasta ese cuarto en Marte, 37.000 kilómetros en total. Y con sólo diez metros de diámetro.
Una vez que aseguraran el cabo guía, el cable mismo podría ser guiado con bastante facilidad, aunque no rápidamente, ya que debía bajar hasta su órbita final en una aproximación asintótica.
—Va a ser como la paradoja de Zenón —dijo Slusinski.
De modo que muchos días después de esa visita, el extremo del cable apareció al fin en el cielo y quedó allí suspendido. Durante las semanas siguientes descendió cada vez más despacio, siempre en el cielo. Un espectáculo realmente curioso; a Frank le daba una ligera sensación de vértigo, y cada vez que lo veía era como si estuviese otra vez de pie en el fondo del mar. Alzaba la vista y descubría un sedal de pesca, una hebra negra que bajaba desde la rojiza superficie.
Durante ese tiempo Frank instaló las oficinas del Departamento de Marte, y la ciudad fue bautizada con el nombre de Sheffield. El personal de Burroughs protestó por el traslado, pero él no les hizo caso. Se reunió con equipos norteamericanos y directores de proyecto, que trabajaban en diversos aspectos del ascensor de Sheffield, o en las ciudades de Pavonis. Los norteamericanos sólo eran una pequeña fracción de la mano de obra disponible; el proyecto era de tal envergadura que Chalmers estuvo muy ocupado. Y los norteamericanos parecían dominar la superconducción y el software que el ascensor requería, un golpe maestro de miles de millones de dólares y que muchos atribuían a Frank, aunque los verdaderos responsables eran las computadoras, además de Slusinski y Phyllis.
Muchos de los norteamericanos vivían en las afueras, al este de Sheffield, en una ciudad-tienda llamada Texas, y compartían el espacio con gentes de otras naciones a quienes gustaba la idea de Texas o que habían ido a parar allí por casualidad. Frank los organizo como pudo, de modo que cuando el cable descendiera ya estarían organizados y trabajarían siguiendo una estrategia. Estaban contentos de estar allí.
Sabían que eran menos poderosos que la coaliccion del Asía Oriental, que construía las cabinas del ascensor, y que la CEE, que había construido el cable. Y menos poderosos que Praxis, Amex, Armscor y Subarashii.
Al fin llegó el día en que el cable iba a descender. Una multitud gigantesca se reunió en Sheffield para verlo; el bulevar de la estación de tren estaba abarrotado; la gente se asomaba a mirar el complejo de la base, popularmente conocido como el enchufe.
A medida que pasaban las horas, el extremo de la columna negra fue descendiendo, moviéndose cada vez más despacio. Ahí colgaba, no mucho más grande que el cabo guía que lo hacía bajar, en verdad más pequeño que el extremo de un cohete Energía. Se erguía perfectamente vertical, como un rascacielos. Un rascacielos alto y muy delgado, que flotaba en el aire. El tronco negro de un árbol, más alto que el cielo.
—Tendríamos que estar justo debajo, en el suelo del enchufe —dijo alguien—. Habrá espacio para estar de pie, ¿no?
—El campo magnético podría perturbarte un poco —repuso Slusinski, sin quitar la vista del cielo.
Mientras el cable se acercaba, vieron unas protuberancias y unos hilos plateados que lo cubrían como filigranas. El espacio de debajo se hizo más pequeño. Luego el extremo desapareció en el complejo de la base y el rugido de la multitud del bulevar se elevó. La gente miró con atención los televisores; las cámaras dentro del enchufe mostraron cómo el cable se detenía diez metros por encima del suelo de hormigón. Entonces las grúas lo sujetaron y el cable quedó anclado en un anillo unos metros más arriba. Todo sucedió lentamente, como sí estuviesen soñando, y pareció como si a la redonda sala del enchufe le hubieran puesto de pronto un tejado que le quedaba pequeño.
Por el sistema de altavoces la voz de una mujer dijo: «Ascensos asegurado». Sonaron unos breves vítores. La gente se apartó de los televisores y volvió a mirar por las paredes de la tienda. Ahora el objeto parecía mucho menos extraño que cuando pendía del cielo, ahora no era más que la reductio ad ahurdum de la arquitectura marciana, una aguja negra muy esbelta y muy alta. Un tallo de habichuelas. Curioso, pero no tan perturbador. La multitud se fragmentó en miles de conversaciones y se dispersó poco a poco.