Una vez en Sheffield, se dedicó de nuevo a grabar mensajes y analizar respuestas, a enfrentarse con viejos camaradas y fuerzas emergentes, en una red de discusiones que avanzaban a diferentes velocidades. Hubo un momento, bien entrado el otoño septentrional, en que estuvo enredado en cerca de cincuenta conferencias simultáneas; era como esa gente que juega al ajedrez a ciegas con toda una sala de oponentes. Sin embargo, después de tres semanas, la situación empezó a cambiar, sobre todo porque el presidente Incaviglia estaba muy interesado en aprovechar cualquier ventaja sobre Amex, Mitsubishi y Armscor. Se mostró más que dispuesto a filtrar a los medios de comunicación la intención de investigar posibles violaciones del tratado.
Lo hizo, y las acciones de los sectores implicados cayeron brutalmente. Y dos días después, el consorcio del ascensor anunció que el entusiasmo por las oportunidades que ofrecía Marte había sido tan grande que la demanda había superado a la oferta. Subirían los precios, por supuesto, como de costumbre, pero tendrían que frenar la emigración hasta que se hubieran mas ciudades y constructores robóticos de ciudades.
La semana siguiente, toda una ciudad-tienda de la vertiente sur paró en huelga. Frank se enteró por las noticias televisivas, mientras cenaba en un bar. Sonrió ferozmente.
—Ya hemos visto quien lucha mejor en arenas movedizas, zorra —dijo, masticando.
Terminó de comer y salió a dar un paseo por el bulevar del borde. Sabía que sólo se trataba de una batalla. Y que la guerra sería larga y cruenta. No obstante, se sentía satisfecho.
Entonces, en pleno invierno septentrional, los ocupantes de la tienda norteamericana más antigua de la vertiente este se amotinaron, expulsaron a la policía de la UNOMA, y se encerraron dentro. Los rusos de la ciudad de al lado hicieron lo mismo.
Frank habló brevemente con Slusinski. Al parecer, la constructora de caminos de la Armscor había contratado a ambos grupos y las dos tiendas habían sido asaltadas en plena noche por rufianes asiáticos que habían desgarrado las paredes, matando a tres hombres en cada una y acuchillando a otros muchos. Tanto los norteamericanos como los rusos afirmaban que los atacantes eran yakuza que habían tenido un arrebato de exaltación racial; aunque para Frank esto se parecía más a una operación de la fuerza de seguridad de Subarashii, un pequeño ejército compuesto en su mayor parte por coreanos. En cualquier caso, los equipos de policía de la UNOMA llegaron a escena y se encontraron con que los atacantes habían desaparecido y las tiendas estaban alborotadas. Sellaron las dos tiendas y luego no permitieron salir a los de dentro. Los habitantes llegaron a la conclusión de que eran prisioneros; encolerizados por esa injusticia, se habían precipitado a las antecámaras y habían destruido la pista que atravesaba las estaciones, con un balance de varios muertos en cada bando. La Policía de la UNOMA había enviado refuerzos, y los trabajadores de las dos tiendas estaban más atrapados que nunca.
Encolerizado y asqueado, Frank volvió a bajar para ocuparse del asunto. No sólo tuvo que pasar por alto las habituales objeciones de su propio equipo, sino la prohibición del nuevo comisionado (a Helmut lo habían llamado de regreso a la Tierra). Una vez en la estación también tuvo que enfrentarse al jefe de policía de la UNOMA, tarea nada sencilla. Nunca hasta entonces se había apoyado tanto en el carisma de los primeros cien, y eso lo sacaba de quicio. Al final se abrió paso entre los policías, un viejo loco pasando por encima de toda moderación civilizada. Nadie se atrevió a detenerlo, no en esta ocasión.
En los monitores, la multitud del interior de la tienda parecía ciertamente peligrosa. Frank aporreó la puerta del vestíbulo de la antecámara; al fin lo dejaron entrar, y fue recibido por una multitud de jóvenes enfadados. Atravesó la puerta de la antecámara y respiró aire caliente y fétido. Todos gritaban, y durante un momento nada pudo hacer, pero los que tenía delante lo reconocieron y callaron, sorprendidos. Se oyeron algunos aplausos.
—¡De acuerdo! ¡Aquí estoy! —gritó Frank—. ¿Quién habla por ustedes? —No había ningún portavoz. Maldijo entre dientes.— Pero ¿ustedes son idiotas, o qué? Será mejor que aprendan a entender el sistema o siempre caerán en alguna trampa.
Muchos lo increparon, pero la mayoría quería oír lo que tenía que decir. Chalmers gritó:
—¡De acuerdo, hablaré con todos! ¡Siéntense para que yo pueda ver quién habla!
No quisieron sentarse, pero se quedaron de pie quietos, rodeándolo, allí en el manchado astrocésped de la plaza principal. Chalmers trepó a una caja volcada en el astrocésped. La tarde estaba muy avanzada, y en la pendiente del este unas largas sombras caían sobre las tiendas de abajo. Preguntó qué había ocurrido, y varias voces le contaron el ataque a medianoche, la escaramuza en la estación.
—Los provocaron —interrumpió Frank—. Querían que hicieran algo estúpido y ustedes lo hicieron: un truco bien conocido. Han conseguido que ustedes mataran a un hombre que no tenía nada que ver con el ataque. Y ahora ustedes son los asesinos que la policía ha atrapado. ¡Se han comportado como idiotas!
La multitud murmuró y lo insultó, pero algunos parecieron desconcertados.
—¡Esos que llaman policías también estaban allí! —dijo uno en voz alta.
—Quizá —repuso Chalmers—, pero los que atacaron eran tropas de las corporaciones, no unos alborotados japoneses. ¡Tendrían que haberse dado cuenta! El resultado es que ellos mandan ahora, y les aseguro que la policía de la UNOMA no podría sentirse mejor; están ahí fuera, por lo menos unos cuantos. ¡Pero los ejércitos nacionales empiezan a ponerse del lado de ustedes! ¡Tienen que aprender a cooperar con ellos, tienen que aprender a descubrir los posibles aliados, y obrar en consecuencia! No sé por qué no hay gente capaz de hacerlo en este planeta. Es como si el viaje desde la Tierra hubiera debilitado el cerebro o algo parecido.
Algunos soltaron una risa sobresaltada. Frank les preguntó por condiciones de vida en las tiendas. Tenían las mismas complicaciones que los otros, y de nuevo pudo anticiparlas y comentarlas, habló del viaje a Clarke.
—Conseguí una moratoria sobre la emigración, y eso significa más que tiempo para construir nuevas ciudades. Significa el comienzo de una nueva etapa en la relación entre los Estados Unidos de América y la UN. En Washington se han enterado al fin de que la UN trabaja para las transnacionales, y ahora ellos quieren reforzar el tratado, pues los intereses de Washington corren peligro. El tratado es ahora parte de la batalla, de la batalla entre la gente y las transnacionales. ¡Ustedes están en esa batalla y han sido atacados, y son ustedes quienes deben descubrir a quién hay que devolver el golpe y cómo contactar con gente amiga! —Todos escucharon con aire sombrío, lo que era normal, y Frank añadió:— Con el tiempo ganaremos, y ustedes lo saben. Somos más numerosos.
Ya estaba bien de mostrar la zanahoria. Respecto al palo, siempre era fácil con gente sin recursos.
—Miren, si los gobiernos nacionales no encuentran una solución rápida, si hay más desórdenes y todo empieza a salirse de cauce, dirán: al infierno… que las transnacs resuelvan ellas mismas sus problemas, serán más eficientes. Y ya saben lo que eso significa.
—¡Estamos hartos! —gritó un hombre.
—Claro que sí, —Frank levantó un dedo índice.— Pero ¿tienen un plan para acabar con todo esto, o no?
Tardaron un rato en llegar a un acuerdo: desarme, cooperación, organización, solicitud de ayuda y de justicia al gobierno norteamericano. En realidad, ceder en todo. Claro que llevó un rato. Y de paso tuvo que prometer que atendería todas las quejas, repararía rodos los agravios, solucionaría todas las injusticias. Era ridículo, obsceno; pero apretó los labios y lo hizo. Les aconsejó sobre las relaciones con los medios de comunicación y sobre las técnicas de arbitraje, les explicó cómo organizar células y comités, como elegir un líder. ¡Eran tan ignorantes! Hombres y mujeres minuciosamente educados para ser apolíticos, para detestar la política, lo que los convertía en muñecos en manos de los gobiernos, como siempre, se marchó entre vítores.