Maya lo esperaba fuera, en la estación. Extenuado, sólo pudo mirarla fijamente con incredulidad. Había estado viéndolo todo por los monitores, le dijo. Frank sacudió la cabeza, los idiotas de dentro ni siquiera se habían molestado en desconectar las cámaras; quizá ni sabían que había cámaras. Así que el mundo lo había visto todo. Y Maya exhibía una clara mirada de admiración, como si apaciguar a los trabajadores con mentiras y sofismas fuera el colmo del heroísmo. Al menos así era para ella. De hecho, iba a emplear las mismas técnicas en la tienda rusa, pues allí no había habido ningún progreso y habían pedido que los visitara. ¡La presidenta de MartePrimero! Por lo visto, los rusos eran aún más estúpidos que los norteamericanos.
Le pidió que la acompañase, y él estaba demasiado agotado como para meterse en un análisis costes/beneficios de lo que había hecho. Con una mueca aceptó. Era más fácil seguirla.
Tomaron el tren hasta la siguiente estación, se abrieron paso entre los policías y entraron. La tienda rusa estaba tan atestada como un panel de circuitos.
—Va a resultarte más difícil que a mí —dijo Frank mirando alrededor.
—Los rusos están acostumbrados —dijo ella—. Estas tiendas no son muy distintas de los apartamentos de Moscú.
—Sí, sí. —Rusia se había convertido en una especie de gigantesca Corea que practicaba un idéntico y modernizado capitalismo brutal, perfectamente Taylorizado y con un barniz de democracia y bienes de consumo que disfrazaba las actividades del gobierno.— Es sorprendente qué poco se necesita para engañar a la gente que se muere de hambre.
—Frank, por favor.
—Sólo recuérdalo y verás como sale bien.
—¿Vas a ayudar o no? —preguntó ella.
—Sí, sí.
La plaza central olía a queso de soja, a sopa de remolacha y a fuegos eléctricos, y la multitud parecía mucho más indisciplinada y vocinglera que en la tienda norteamericana; todos eran líderes desafiantes, dispuestos a soltar un discurso. Había muchas más mujeres que en la tienda norteamericana. Después de sacar un tren de la pista estaban galvanizados, listos para la acción. Maya se subió a una silla y tuvo que emplear un megáfono de mano, la multitud se arremolinó alrededor, mientras la gente metida en múltiples y chillonas discusiones la ignoro, como si fuera una pianista en un bar.
El ruso de Frank estaba herrumbroso y no pudo entender casi nada de lo que gritaba la muchedumbre; prestó atención a las replicas de Maya. Les explicaba la moratoria de inmigración, el cuello de botella en la producción de robots y el suministro de agua de la ciudad, la necesidad de disciplina, la promesa de una vida mejor si acataban un cierto orden. A Frank le pareció una clásica arenga de babushka, y curiosamente tuvo el efecto de apaciguarlos, muchos rusos tenían una fuerte veta reaccionaria últimamente; recordaban lo que de verdad eran los disturbios sociales, y los temían con razón. Había mucho que prometer y todo parecía verosímiclass="underline" un mundo grande, poca gente, montones de recursos materiales, algunos buenos robots, programas de ordenador, plantillas genéticas…
En un momento realmente difícil de la discusión, él le dijo en inglés:
—Recuerda el palo.
—¿Qué? —dijo ella.
—El palo. Amenázalos. Zanahoria y palo.
Ella asintió. De nuevo a través del megáfono: el aire venenoso, el frío mortal. Estaban vivos sólo gracias a las tiendas, el suministro de electricidad y agua. Eran vulnerables en cosas en las que jamás se habían parado a pensar, en cosas inexistentes allá en la Tierra.
Era rápida, siempre lo había sido. De vuelta a las promesas. Una y otra vez, palo y zanahoria, un tirón de las riendas, unos mordiscos a la zanahoria.
Después, en el tren que subía hasta Sheffield, Maya parloteó con nervioso alivio, el rostro acalorado, los ojos brillantes, la mano aferrada al brazo de Frank. Echó atrás la cabeza, bruscamente, y rió. Esa inteligencia nerviosa, esa cautivadora presencia física… Frank sintió que empezaba a entrar en calor gracias a Maya, era como meterse en una sauna después de un helado día en el exterior.
—No se que habría hecho sin ti —decía ella hablando con rapidez—, de verdad, eres tan bueno en estas situaciones, tan claro, firme e incisivo… Te creen porque no intentas halagarlos o disfrazar la verdad.
—Es lo que mejor funciona —dijo él, mirando por la ventana las tiendas que quedaban atrás—. Sobre todo cuando lo que intentas es halagarlos y mentirles.
—Oh, Frank.
—Es verdad. Tú también lo haces muy bien.
Fue un ejemplo práctico del tropo en discusión, pero ella no lo entendió. Había un nombre para eso en retórica: no podía recordarlo.
¿Metonimia? ¿Sinécdoque? Pero Maya se rió y le apretó el hombro y se apoyó en él. Como si la pelea en Burroughs, por no mencionar todo lo anterior, nunca hubiera ocurrido. Y cuando él bajó del tren, ella lo siguió. Llegaron a las habitaciones de Frank y ella se desnudó y se duchó y volvió a vestirse sin dejar de hablar sobre las últimas incidencias y sobre la situación en general, como si lo hicieran todos los días: ¡salir a cenar, sopa, trucha, ensalada, una botella de vino, todas las noches! Reclinarse en las sillas bebiendo café y brandy. Políticos al final de un día de política. Los líderes.
Al fin se tranquilizó y se acurrucó en la silla, satisfecha sólo con mirarlo. Y por una vez no lo puso nervioso, como si un campo de fuerza lo protegiera. Quizá por la expresión de los ojos de Maya. A veces parecía como si de verdad pudieras saber si le gustabas a alguien.
Pasó allí la noche. Y después dividió su tiempo entre la oficina de MartePrimero y las habitaciones de él, sin que nunca discutieran lo que ella hacía. Y cuando llegaba el momento de irse a la cama, se desnudaba y se acostaba junto a él, y luego sobre él, cálida y serena. Era como entrar en una sauna. Estaba muy sosegada esos días. Como si fuera una mujer diferente, era asombroso. Como si no fuera Maya; pero ahí estaba, susurrando Frank, Frank.
Pero nunca hablaban de otra cosa que de la situación, las noticias del día; y de eso había mucho que hablar. Los desórdenes en Pavonis se habían apaciguado, pero ahora se extendían por todo el resto del planeta y la situación empeoraba: sabotajes, huelgas, insurrecciones, peleas, escaramuzas, asesinatos. Y las noticias de la Tierra habían perturbado aun a aquellos aficionados al humor más negro y se habían convertido en puro horror. En comparación, Marte era la imagen del orden, un pequeño remolino local apartado del vórtice de un enorme torbellino que a Frank le parecía una espiral de muerte. Por doquier, como cabezas de cerillas, estallaban pequeñas guerras. La India y Pakistán habían empleado armas nucleares en Cachemira. África se moría de hambre y el Norte discutía sobre quién ayudaba primero.
Un día les llegó la noticia de que la ciudad del agujero de transición de Hephaestus, al oeste de Elysium, habitada por americanos y rusos, había sido completamente abandonada. El contacto por radio se había cortado y cuando la gente bajó la encontró vacía. Toda Elysium estaba alborotada, y Frank y Maya decidieron ir a ver si podían hacer algo. Tomaron el tren que bajaba de Tharsis, de vuelta al aire que se espesaba y a través de las rocosas planicies ahora moteadas de montículos de nieve que nunca se derretía; una nieve de un sucio rosa granulado que se acumulada en la pendiente norte de dunas y rocas, o una sombra de color. Y luego atravesaron las centelleantes y cuarteadas llanuras negras de Isidis, donde el permafrost se derretía en los días más calurosos de verano, para volver a congelarse crepitando en una superficie negra y brillante. Una tundra en formación, o incluso un pantano. Pasando a velocidad vertiginosa ante las ventanillas del tren había matas de hierba negra, quizá flores árticas. O quizá sólo basura.