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Burroughs estaba silenciosa e inquieta, los anchos y herbosos bulevares vacíos; el color verde tan intenso, como un fenómeno de la luz. Mientras esperaban el tren a Elysium, Frank entró en el depósito de la estación y reclamó lo que había dejado en el cuarto de Burroughs. El encargado regresó con una caja grande que contenía un equipo de cocina, una lámpara, ropa, un atril. No recordaba nada de eso. Se guardó el atril en el bolsillo y tiró el resto a una tolva de basura. Cuántos años desperdiciados… no era capaz de recordar ni un solo día. La negociación del tratado había sido puro teatro, como si alguien hubiera echado abajo el entramado del telón de fondo dejando al descubierto la verdadera historia, que sucedía entre bastidores: dos hombres intercambiando un apretón de manos y un gesto de inteligencia.

La oficina rusa de Burroughs quería que Maya se quedara y se ocupara de algunos asuntos, de modo que Frank tomó el tren a Elysium y de allí salió para Hephaestus en una caravana de rovers. No hizo caso de la gente que iba con él y parecía cohibida, y repasó el viejo atril. Contenía sobre todo una colección corriente de libros, ampliada con algunas colecciones político-filosóficas. Cien mil volúmenes; los atriles modernos eran cien veces mejores, aunque se trataba de una mejora inútil, pues ya no quedaba tiempo ni siquiera para leer un libro. Al parecer, en aquellos días se sentía atraído por Nietzsche. Al menos la mitad de los pasajes marcados eran de él, y al echarles una ojeada Frank no pudo descubrir el motivo, todo eran bobadas pomposas. Y entonces leyó algo que lo estremeció: «El individuo es, en su futuro y su pasado una pieza del destino, una ley más, una necesidad más para todo lo que es y todo lo que será. Decirle “cámbiate a ti mismo” significa exigir que todo cambie, incluso el pasado…».

En Hephaestus estaba instalándose un nuevo equipo para el agujero entre la corteza y el manto, en su mayor parte antiguos residentes, técnicos e ingenieros, pero más preparados que los recién llegados de Pavonis. Frank les preguntó por los que habían desaparecido, y una mañana en el desayuno, junto a una ventana que daba al denso y blanco penacho termal del agujero, se le acercó una mujer norteamericana que le recordó a Úrsula.

—Esta gente ha visto los vídeos toda la vida —le dijo—. Son estudiantes de Marte, lo consideran una suerte de grial, no piensan en otra cosa. Trabajan años, ahorran, y luego venden todo lo que tienen para comprar un billete, porque tienen una idea de cómo será. Y llegan aquí y van a parar a la cárcel, y si tienen suerte vuelven a la vieja rutina de los trabajos burocráticos, como si sus sueños siguieran estando en la televisión. Y desaparecen. Porque buscan algo que se parezca a lo que los impulsó a venir.

—¡Pero no saben cómo viven los desaparecidos! —replicó Chalmers—.

¡Ni siquiera si sobreviven!

La mujer sacudió la cabeza.

—Los rumores vuelan. La gente regresa. De vez en cuando aparecen vídeos. —El grupo de alrededor asintió.— Y podemos ver lo que vendrá de la Tierra después de nosotros. Mejor perderse en el interior mientras sea posible.

Frank sacudió la cabeza, sorprendido. Era lo mismo que había dicho el tipo de las pesas en el campamento de minería, pero en boca de esta sosegada mujer de mediana edad resultaba más perturbador.

Esa noche, incapaz de dormir, llamó a Arkadi, y consiguió hablar con él media hora después. De todos los lugares posibles, estaba en el Monte Olimpo, en el observatorio.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Frank—. ¿Que imaginas que sucederá si todo el mundo se escabulle hacia las tierras altas? Arkadi sonrió.

—Pues que llevaremos una vida humana, Frank. Trabajaremos para cubrir nuestras necesidades, y quizá terraformemos un poco más. Cantaremos y bailaremos y pasearemos al sol, y trabajaremos como locos por curiosidad y por la comida.

—¡Es imposible! —exclamó Frank—. Somos parte del mundo, no podemos escapar.

—¿Ah no? El mundo de que hablas sólo es la estrella vespertina. Este mundo rojo es ahora el único real para nosotros.

Frank desistió, exasperado. Nunca había podido razonar con el, nunca. Con John había sido diferente; pero, claro, él y John habían sido amigos.

Regresó en tren a Elysium. El macizo se elevaba por encima del horizonte como una enorme silla de montar abandonada en el desierto; las abruptas pendientes de los dos volcanes ya tenían un color blanco rosado, cubiertas de una nieve que pronto se convertiría en glaciares. Siempre había considerado las ciudades de Elysium como un contrapunto de Tharsis: más antiguas y más pequeñas, y más sensatas. Pero ahora la gente desaparecía allí a cientos; era un punto de partida hacia la nación desconocida, oculta allí afuera, en el yermo sembrado de cráteres.

En Elysium le pidieron que diera una charla a un grupo de norteamericanos recién llegados. Un discurso formal, pero antes hubo una reunión informal en la que Frank fue de un lado a otro haciendo preguntas, como de costumbre.

—Por supuesto que nos largaremos si podemos —dijo con osadía un hombre.

Otros intervinieron.

—Nos dijeron que no viniéramos si queríamos estar mucho tiempo fuera. Dijeron que no era así en Marte.

—¿A quién creen que engañan?

—Nosotros pudimos ver el vídeo, igual que ellos.

—Demonios, todos hablan del movimiento clandestino de Marte y dicen que son comunistas o nudistas o rosacruces…

—Utopías o caravanas o cavernarios primitivos…

—Amazonas o lamas o vaqueros…

—Lo que pasa es que todo el mundo proyecta aquí sus fantasías porque allí la cosa está muy mal, ¿comprende?

—Quizá haya un mundo alternativo coordinado…

—Esa es otra fantasía, la fantasía totalizadora…

—Los verdaderos señores del planeta, ¿por qué no? Escondidos, tal vez encabezados por su amiga Hiroko, quizá en contacto con su amigo Arkadi, quizá no. ¿Quién sabe? Nadie lo sabe con seguridad, ni siquiera en la Tierra.

—No son más que cuentos. Pero por ahora es la mejor historia, que millones de personas en la Tierra la comparten y la siguen. Algunos quieren venir, pero sólo lo conseguimos unos pocos. Un buen porcentaje de los elegidos mienten hasta las orejas durante todo el proceso de selección.

—Sí, sí —dijo Frank sobriamente—. Todos lo hicimos. —Recordó el viejo chiste de Michel; como de cualquier manera todos se volverían locos…

—¡Ahí lo tiene! ¿Qué esperaba?

—No lo sé. —Meneó tristemente la cabeza.— Pero todo es una fantasía, ¿lo entienden? La necesidad de permanecer ocultos perjudica a cualquier comunidad hasta el punto de destruirla. Si se paran a pensarlo, verán que son sólo patrañas.

—Entonces, ¿adonde van todos los desaparecidos?

Frank se encogió de hombros, incómodo, y ellos sonrieron.

Una hora después aún estaba pensándolo. Todo el mundo había salido a un anfiteatro al aire libre, construido con bloques de sal en el estilo griego clásico. Todos lo miraban, atentos, preguntándose qué les diría uno de los primeros cien; él era una reliquia del pasado, un personaje histórico; había estado en Marte diez años antes de que la mayoría de ellos hubiera nacido, y los recuerdos que tenía de la Tierra eran de la época de sus abuelos, del otro lado de un vasto y oscuro abismo de años.

Los griegos clásicos ciertamente habían encontrado el tamaño y las proporciones adecuadas para un solo orador; apenas tuvo que alzar la voz y todos lo oyeron. Les dijo algunas de las cosas habituales, el discurso corriente, cortado y censurado, ya que los recientes sucesos lo habían hecho trizas. No sonó muy coherente, ni siquiera para él.