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Pensando en esto un día, a Maya se le ocurrió que haber empezado el viaje en la primavera podía haber creado un problema en el Ares. Ahí estaban en su mesocosmos, navegando por la primavera, y todo era fértil y florecía, exuberante y verde, el aire perfumado por las flores, la brisa fresca, los días haciéndose más largos y cálidos, y todo el mundo en camiseta y pantalón corto, cien animales sanos, comiendo, haciendo ejercicio, duchándose, durmiendo cerca unos de otros. Por supuesto que tenía que haber sexo.

Bueno, no era nada nuevo. La misma Maya lo había disfrutado en el espacio, más significativamente durante su segunda estancia en la Novy Mir, cuando ella y Georgi y Yeli e Irina habían probado todas las variantes imaginables en la ingravidez, que eran muchas. Pero ahora era distinto. Eran mayores, estaban ligados los unos a los otros para siempre: «Todo es distinto en un sistema cerrado», como decía a menudo Hiroko en otros contextos. La idea de que se mantendrían en los límites de una relación intima estaba bastante aceptada en la NASA: de las 1.348 páginas del tomo que la NASA había compilado y llamado Relaciones humanas en tránsito a Marte, sólo había una dedicada al tema del sexo; y esa página aconsejaba que no se practicara. El tomo sugería que eran una especie de tribu, con un tabú sensato contra el aparcamiento intertribal. Los rusos se rieron a carcajadas de todo eso. Realmente los norteamericanos eran muy mojigatos.

—No somos una tribu —dijo Arkadi—. Somos el mundo.

Y era primavera. Y a bordo estaban las parejas casadas, algunas de las cuales eran bastante expansivas; y estaba la piscina del Toro E, y la sauna y el baño de hidromasaje. Los trajes de baño se usaban en compañía mixta, y esto de nuevo debido a los norteamericanos, pero los trajes de baño no eran nada. Naturalmente, empezó a suceder. Se enteró por Nadia e Ivana de que la cúpula burbuja era un lugar de citas en las horas tranquilas de la noche; bastantes cosmonautas y astronautas resultaron ser aficionados a la ingravidez. Y los muchos rincones en los parques y el bosque bioma servían como escondrijos para aquellos con menos experiencia; los parques habían sido diseñados para dar a la gente la sensación de que podía evadirse. Y todos tenían un cuarto privado insonorizado. Con todo eso, si una pareja quería iniciar una relación sin convertirse en material de chismes, era posible ser muy discreto. Maya estaba segura de que había más asuntos en marcha de los que ella podía saber.

Lo sentía. Sin duda a otros les pasaba lo mismo. Conversaciones en voz baja entre parejas, cambios de compañeros en el comedor, miradas rápidas, sonrisas fugaces, manos que rozaban hombros o codos al pasar… oh, sí, estaban sucediendo cosas. Contribuía a crear una cierta tensión, una tensión que sólo en parte era agradable. Los miedos de la Antártida volvieron a entrar en juego; y además sólo había un número pequeño de participantes potenciales, lo que tendía a darles la sensación de que jugaban al juego de las sillas vacías.

Y para Maya hubo problemas adicionales. Era aún más cautelosa que de costumbre con los hombres rusos, pues en este caso significaría dormir con el jefe. Se mostraba muy suspicaz al respecto, ya que sabía cómo se había sentido ella en circunstancias parecidas. Además, ninguno de ellos… bueno, Arkadi la atraía, pero él no parecía interesado. A Yeli lo conocía de antes, sólo era un amigo; Dmitri no le gustaba; Vlad era más viejo, Yuri no era su tipo; Alex era un seguidor de Arkadi… y así con todos.

En cuanto a los norteamericanos, o los internacionales… bien, eran una especie distinta de problema. Choque de culturas, ¿quién lo sabía? Así que se mantuvo al margen. Pero en ocasiones, al despertar por la mañana o al acabar un ejercicio, se sentía flotar en una ola de deseo que la dejaba encallada y sola en la playa de la cama o de la ducha.

Fue así que a última hora de una mañana, después de un problema de vuelo particularmente angustioso, pues fracasaron a último momento, se topó con Frank Chalmers en el bosque bioma y le devolvió el saludo; caminaron unos diez metros entre los árboles y se detuvieron. Ella llevaba pantalones cortos y la parte de arriba de un traje de baño, estaba descalza, sudorosa y acalorada por la disparatada simulación. Él iba en bermudas y camiseta, descalzo, sudoroso y manchado por el polvo de la granja. De pronto emitió su risa profunda, alargó el brazo, y rozó la parte superior del brazo de ella con las yemas de dos dedos.

—Hoy pareces feliz —dijo, esbozando una rápida sonrisa.

Los líderes de las dos mitades de la expedición. Iguales. Ella alzó la mano para tocar la de él, y eso fue todo lo que hizo falta.

Dejaron el sendero y se metieron en una espesa arboleda de pinos. Se detuvieron para besarse; ella ya no lo sentía como un extraño. Frank tropezó con una raíz y rió en voz baja, esa risa breve y reservada que a Maya le daba escalofríos, casi de miedo. Se sentaron sobre agujas de pino, rodaron juntos como estudiantes besuqueándose en los bosques. Ella rió; siempre le había gustado el abordaje rápido, el modo en que podía desarmar a un hombre cuando ella quería.

Y así hicieron el amor, y durante un tiempo la pasión la transportó. Al fin se tendió en el suelo, disfrutando del resplandor crepuscular. Pero luego, de algún modo, la situación se volvió un poco incómoda; no sabía qué decir. Aún había algo oculto en él, como si se escondiera incluso al hacer el amor. Peor todavía, lo que alcanzaba a ver detrás de su reserva era una especie de triunfo, como si él hubiera ganado algo y ella hubiera perdido. Esa vena puritana de los norteamericanos, esa sensación de que el sexo estaba mal y que los hombres tenían que engañar a las mujeres para que aceptaran. Ella misma se cerró un poco, irritada por esa sonrisa de afectación oculta. Ganar y perder, qué infantil.

Y sin embargo eran co-alcaldes, por decirlo así. De modo que si partían de una base cero…

Hablaron un rato en un tono bastante jovial, e incluso hicieron el amor otra vez antes de marcharse. Pero no fue lo mismo que la primera vez, ella estaba distraída. Había tanto en el sexo que escapaba a cualquier análisis racional… Maya siempre veía cosas en los hombres que no era capaz de analizar, ni siquiera de expresar; pero en todos los casos le gustaba lo que veía o no le gustaba, no había término medio. Y, al mirar ahora la cara de Frank Chalmers, había tenido la certeza de que algo no andaba bien. Se sintió incómoda.

Pero estuvo amable, afectuosa. No serviría de nada despacharlo en un momento así, nadie lo perdonaría. Se levantaron, se vistieron y regresaron al Toro D, y cenaron en la misma mesa con algunos otros, y fue aquél el momento adecuado para mostrarse más distante. Pero después, en los días siguientes, ella se sintió sorprendida y disgustada al descubrir que estaba poniendo cierta distancia entre ellos y que inventaba excusas para no encontrarse a solas con él. Era embarazoso, de ningún modo lo que había querido. Habría preferido no sentirse como se sentía, y una o dos veces después habían salido solos de nuevo, y cuando él tomó la iniciativa volvieron a hacer el amor, ella deseando que funcionara, creyendo que, de algún modo, había cometido un error o quizá no estaba de buen ánimo. Pero siempre pasaba lo mismo, siempre aparecía esa sonrisita afectada de triunfo, ese «te-pillé» que ella detestaba tanto, esa mezquina doble moral puritana.

De modo que en adelante lo evitó todavía más, y él no tardó en darse cuenta. Una tarde le preguntó si quería ir a dar un paseo por el bioma, y cuando ella se negó, aduciendo cansancio, vio una súbita expresión de sorpresa en la cara de él, que al instante volvió a cerrarse como una máscara. Ella se sintió mal, porque ni siquiera era capaz de explicárselo a sí misma.