Ella dejó que el silencio creciera, sus últimas palabras se alejaron como ondas en un lago. Él no podía dejar de mirarla; se obligó a apartar los ojos y los clavó con ira en las débiles estrellas crepusculares. Cuando ella dijo te quiero. Orión brillaba muy alta en el cielo austral.
—Eso es lo único que cuenta para mí —dijo ella.
Ella no lo sabía; pero él sí. Sin embargo, todo el mundo, de algún modo, tiene que asumir su propio pasado. Rondaban casi los ochenta y estaban sanos y fuertes. Había gente de ciento diez sana, vigorosa.
¿Quién sabía cuánto iban a durar? Tendrían que asumir mucho pasado. Y a medida que transcurriera el tiempo y los años de la juventud fueran quedando atrás, en el pasado remoto, todas aquellas arrebatadas pasiones que tanto lo habían herido… ¿podrían llegar a ser sólo cicatrices? ¿No eran heridas profundas, un millar de amputaciones?
Pero no era nada físico. Amputaciones, castraciones, vacío; todo estaba en la imaginación. Una relación imaginaria con una situación real…
—El cerebro es un animal extraño —musitó.
Ella alzó la cabeza y lo miró con curiosidad. De repente él tuvo miedo; ellos eran sus propios pasados, o de lo contrario no eran nada, y cualquier cosa que sintieran o pensaran o dijeran hoy, no era más que un eco del pasado; y cuando decían lo que decían, ¿cómo podían saber qué sentían, pensaban, expresaban realmente? No lo sabían, en realidad no lo sabían. Por ese motivo las relaciones eran siempre misteriosas, y nunca se podía saber si lo que aparecía en la superficie era cierto o no.
¿Esa Maya del nivel más profundo sabía o no sabía, olvidaba o recordaba, juraba venganza o perdonaba? No había modo de saberlo, jamás podría estar seguro. Era imposible.
Y, sin embargo, ahí estaba ella, sentada, hundida en la desdicha, como si él pudiera destrozarla como a una simple taza de café, moviendo un dedo. Si ni siquiera fingía que la creía, ¿entonces qué? ¿Qué? ¿Cómo podía destrozarla de esa manera? Lo odiaría… por obligarla a recordar el pasado, por obligarla a que le importara. Y sin embargo… hay que seguir adelante, actuar.
Alzó la mano, tan asustado que sintió como si teleoperara el movimiento. Era un enano metido en un waldo, un waldo rígido, sensible, desconocido: ¡arriba, rápido! A la izquierda, alto: retrocede, alto; quieto. Baja lentamente, lentamente, hasta el dorso de la mano de ella. Tómala, con mucho cuidado. La mano de Maya estaba muy fría; la suya también.
Ella lo miró con tristeza.
—Volvamos… —Tuvo que aclararse la garganta.— Volvamos a nuestras habitaciones.
Se sintió físicamente torpe durante semanas, como si se hubiera retirado a algún otro espacio y tuviera que dirigir su cuerpo de lejos. Teleoperación. Llegó a conocer tan bien sus propios músculos que a veces era capaz de volar serpenteando, pero la mayor parte del tiempo se movía espasmódicamente, como el Monstruo de Frankenstein Burroughs estaba inundada de malas noticias; la vida en la ciudad parecía bastante normal, pero las pantallas de vídeo transmitían escenas de un mundo en el que Frank apenas podía creer. Disturbios en Hellas; el cráter abovedado de Nueva Houston se declaraba república independiente; y esa misma semana Slusinski le mandó la cinta de una sesión de orientación para unos norteamericanos en la que los cinco dormitorios habían votado viajar a Hellas sin permiso. Chalmers se puso en contacto con el nuevo comisionado de la UNOMA y consiguió que enviaran un destacamento del cuerpo de seguridad de la UN; diez hombres arrestaron a quinientos, bastó desconectar la computadora de la planta y ordenar a los desvalidos ocupantes que subieran a una serie de vagones de tren antes de que la tienda se quedara sin aire. Se los había despachado a Koroliov, que ahora era a todos los efectos una ciudad prisión. Esto se sabía desde hacía algún tiempo; nadie recordaba exactamente desde cuándo, pues la estructura de un sistema de prisiones estaba allí desde hacía años, diseminada por todo el planeta.
Chalmers entrevistó a algunos de los prisioneros a través de los monitores; dos o tres por vez.
—Ya ven lo fácil que ha sido detenerlos —les dijo—. Así será siempre. Los sistemas de soporte vital son tan frágiles que no hay defensa posible. Incluso en la Tierra la avanzada tecnología militar hace que un estado policial sea fácil de mantener, pero aquí es mucho más fácil.
—Ustedes nos atraparon porque estábamos desprevenidos —dijo un hombre de unos sesenta años—. Pero una vez que seamos libres, me gustaría ver qué pasa. En ese momento los sistemas de soporte vital de ustedes serán tan vulnerables como lo fueron los nuestros, pero los suyos son más visibles.
—¡No sean estúpidos! En última instancia todos los soportes vitales de aquí están conectados con la Tierra. Pero ellos disponen de un vasto poder militar, y nosotros no. Usted y sus amigos intentan vivir una rebelión de fantasía, una especie de 1776 de ciencia ficción, habitantes de la frontera que se libran del yugo de los tiranos, ¡pero las cosas no son así! Todas las analogías son erróneas, engañosamente erróneas porque enmascaran la realidad, la verdadera naturaleza de nuestra dependencia.
¡Les impiden ver que todo es una fantasía!
—Yo diría que muchos y buenos torics defendieron ese mismo argumento en las colonias —dijo el hombre con una sonrisa—. En realidad, la analogía es en muchos aspectos válida. Aquí no sólo somos engranajes; somos individuos independientes, la mayoría gente común, pero también hay grandes personajes… tendremos a nuestros Washingtons, Jeffersons y Paines, se lo aseguro. También a los Andrew Jacksons y Forrest Mosebys, hombres brutales dispuestos a todo para conseguir lo que quieren.
—¡Es ridículo! —gritó Frank—. ¡Es una analogía falsa!
—Bueno, en cualquier caso es más metáfora que analogía. Hay diferencias, pero responderemos adecuadamente. No blandiremos mosquetes contra paredes de roca para soltar disparos fortuitos.
—¿Blandirán láseres de minería contra paredes de cráteres?
¿Considera que eso es diferente?
El hombre sacudió la mano, como si la cámara de la sala fuera un mosquito.
—Supongo que la verdadera incógnita es: ¿tendremos a un Lincoln?
—Lincoln está muerto —espetó Frank—. Y la analogía histórica es el último refugio de quienes no entienden el presente —corto la conexión.
La razón era inútil. También la ira y el sarcasmo, por no mencionar la ironía. Sólo podía enfrentarlos en el dominio de lo imaginario. De modo que participó en mítines e hizo todo lo que pudo, los arengó sobre lo que era Marte, cómo se había desarrollado, el estupendo futuro que podía tener como sociedad colectiva, específica y orgánicamente marciana.
«¡Incinerando la escoria de todos esos odios terranos, todos esos hábitos muertos que nos impiden vivir de verdad, que nos apartan de la creación, que es la única belleza real del mundo, maldita sea!»
Inútil. Intentó organizar encuentros con algunos de los desaparecidos, y en una ocasión habló con un grupo por teléfono y les pidió que si era posible le comunicaran a Hiroko que necesitaba hablarle con urgencia. Pero nadie parecía saber dónde estaba.
Sin embargo, un día Hiroko le envió un mensaje, impreso y enviado por fax desde Fobos. Le decía que le convenía hablar con Arkadi. Pero éste había desaparecido en Hellas y ya no atendía a las llamadas.
—Es como jugar al maldito escondite —le dijo un día a Maya con amargura—. ¿Jugaban a eso en Rusia? Recuerdo haber jugado una vez con chicos mayores; el sol se ponía y estaba muy oscuro porque venía una tormenta desde el mar, y ahí estaba yo, vagando por las calles desiertas, sabiendo que nunca encontraría a nadie.