—Olvídate de los desaparecidos —le aconsejó ella—. Concéntrate en los que puedes ver. Además, los desaparecidos estarán vigilándote. No importa que no los veas o que no contesten.
Sacudió la cabeza.
Pocos días después hubo una nueva avalancha de emigrantes. Llamó a gritos a Slusinski y le ordenó que pidiera explicaciones a Washington.
—Al parecer, señor, el consorcio del ascensor ha sido adquirido en una absorción hostil por Subarashii. De modo que los activos se encuentran ahora en Trinidad Tobago, y las preocupaciones norteamericanas ya no les interesan. Dicen que el aumento de infraestructuras permite ahora una emigración moderada.
—¡Malditos sean! —exclamó Frank—. ¡No saben lo que van a provocar! —Caminó en círculos, apresando los dientes. Las palabras brotaron quedamente de él, en un monólogo solitario.— Lo ven pero no lo entienden. Es como decía John, hay partes de la realidad marciana que no han atravesado el vacío, no sólo la sensación de gravedad, sino la de levantarse en un dormitorio, y luego ir al baño, y luego cruzar el pasillo hacia el comedor. Y por eso no entienden nada, arrogantes, ignorantes y estúpidos hijos de puta…
Maya y él tomaron el tren de regreso a Monte Pavonis. Sentado junto a la ventana Frank observó el paisaje rojo que se elevaba y descendía; se contraía en la llanura cinco kilómetros, y después, mientras subían, se extendía hasta cuarenta kilómetros, o cien. Tharsis, una protuberancia tan inmensa en el planeta… Como algo que se abría paso desde dentro. Como la situación actual. Sí, estaban atrapados en la Protuberancia de Tharsis de la historia marciana, y los grandes volcanes pronto entrarían en erupción.
Y allí tenían uno, el Monte Pavonis, una inmensa e increíble montaña, como si el mundo fuera un grabado de Hokusai. A Frank le costaba mucho hablar. Evitó mirar la televisión en el extremo del coche… en cualquier caso, las noticias recorrían el tren casi al instante, en fragmentos de conversaciones captadas al azar o en las expresiones de la gente. No hacía falta mirar el vídeo para enterarse de las noticias. El tren atravesó un bosque de pinos de Acheron, cosas diminutas con cortezas como hierro negro y cilíndricos forros de agujas, pero las agujas estaban amarillas y se caían. Había oído algún comentario: problemas con la tierra, demasiada sal o muy poco nitrógeno, no estaban seguros. Figuras con cascos se erguían en una escalera alrededor de un pino y tomaban muestras de agujas enfermas.
—Ése soy yo —le dijo a Maya en voz baja, ya que ella dormitaba—. Juego con las agujas cuando son las raíces las que están enfermas.
En las oficinas de Sheffield arregló una entrevista con los nuevos administradores del ascensor, a la vez que comenzaba otra ronda de reuniones con Washington. Resultó que Phyllis seguía al mando del ascensor, pues había ayudado a Subarashii en la absorción hostil.
Luego oyeron que Arkadi estaba en Nicosia, justo en la pendiente que descendía desde Pavonis, y que él y sus seguidores la habían declarado ciudad libre, como Nueva Houston. Nicosia se había convertido en un importante punto de partida para los desaparecidos. La gente se deslizaba fuera y nunca se sabía adonde había ido; había ocurrido cientos de veces. Era evidente que tenían algún tipo de sistema, de contacto y transmisión, algo como una red subterránea que ningún agente infiltrado había sido capaz de descubrir, o por lo menos ninguno había escapado con la información.
—Vayamos allí y hablemos con él —le propuso Frank a Maya cuando se enteró—. Me gustaría hablarle cara a cara.
—No servirá —dijo Maya en un tono lúgubre. Pero se suponía que Nadia también estaba allí, así que lo acompañó.
Durante el descenso por la pendiente de Tharsis permanecieron en silencio, mirando pasar la roca congelada. En Nicosia el tren entró en la estación como si los rebeldes ni siquiera se hubieran planteado la cuestión de cerrarles el paso. Pero Arkadi y Nadia no estaban entre la pequeña multitud que los recibió; en vez de ellos se presentó Alexander Zhalin. En las oficinas del director de la ciudad llamaron a Arkadi a través de un enlace de vídeo; a juzgar por la luz del sol en la pantalla, ya se encontraba bastantes kilómetros al este. Y Nadia, le dijeron, ni siquiera había estado en Nicosia.
Arkadi tenía el mismo aspecto de siempre, efusivo y relajado.
—Esto es una locura —le dijo Frank, furioso por no haberlo recibido persona—. No pueden creer que tendrán éxito.
—Sí que podemos —repuso Arkadi—. Y lo creemos. —La exuberante barba roja y blanca era un evidente símbolo revolucionario, como si fuera el joven Fidel a punto de entrar en La Habana.— Desde luego, sería más fácil con tu ayuda, Frank. ¡Piénsalo! —Entonces antes de que Frank pudiera replicar, alguien fuera de la pantalla atrajo la atención de Arkadi. Una conversación en voz baja en ruso, y luego su cara apareció de nuevo.— Lo siento, Frank —dijo—. Estoy ocupado. Me pondré en contacto contigo tan pronto como pueda.
—¡No cortes! —gritó Frank, pero la conexión se había cortado—.
¡Maldito seas!
Nadia apareció en la línea. Se encontraba en Burroughs, pero había asistido a la conversación, si así se la podía llamar, a través de un enlace. A diferencia de Arkadi, parecía tensa, brusca, descontenta.
—¡No puedes apoyarlo! —exclamó Frank.
—No —dijo Nadia sobriamente—. No nos hablamos. Sin embargo mantenemos este contacto telefónico. Así supe dónde estabas, pero ya no lo utilizamos. No tiene sentido.
—¿No puedes convencerlo? —preguntó Maya.
—No.
Frank se dio cuenta de que Maya no le creía, y eso casi lo hizo reír.
¿Que no podía convencer a un hombre, que no podía manipularlo? ¿Qué pasaba con Nadia?
Esa noche se quedaron en un dormitorio cerca de la estación. Después de cenar, Maya regresó a la oficina del director de la ciudad para hablar con Alexander, Dmitri y Elena. A Frank no le interesaba, era una pérdida de tiempo. Inquieto, recorrió el perímetro de la vieja ciudad, por callejones que llevaban al muro de la tienda, mientras recordaba aquella noche ya tan lejana. En verdad sólo hacía nueve años, aunque pesaban como cien. Estos días Nicosia parecía pequeña. El parque en el vértice occidental aún se asomaba a un vasto panorama, pero una sombra negra invadía todas las cosas.
En la arboleda de sicómoros, ahora maduros, pasó junto a un hombre bajo que avanzaba deprisa en dirección contraria. El hombre se detuvo y miró con atención a Frank, que estaba bajo una turnia.
—¡Chalmers! —exclamó.
Frank se volvió. El hombre tenía una cara delgada, largas trenzas enredadas, piel oscura. Nadie que conociera. Pero al verlo, sintió un escalofrío.
—¿Sí? —dijo bruscamente. El hombre lo estudiaba.
—No me conoce, ¿verdad? —dijo.
—No. ¿Quién es usted? —La sonrisa del hombre era asimétrica, como si tuviera la cara partida a la altura de la mandíbula. Bajo la luz de la farola parecía deformada, la cara de un loco.— ¿Quién es usted? — repitió.
El hombre levantó un dedo.
—La última vez que nos vimos, usted estaba a punto de destrozar la ciudad. Esta noche me toca a mí. ¡Ja! —Se alejó riéndose, cada agudo ¡Jah! más alto que el anterior.
De vuelta en la oficina del director, Maya le aferró el brazo.
—Estaba muy preocupada, ¡no tendrías que andar solo por la ciudad!
—Cállate.
Se acercó a un teléfono y llamó a la planta física. Todo era normal. Llamó a la policía de la UNOMA y dijo que montaran una guardia en la planta y en la estación de tren. Estaba repitiendo la orden a alguien de más arriba, y parecía probable que tuviera que llegar hasta el nuevo comisionado, cuando la pantalla se quedó en blanco. El suelo tembló bajo sus pies y todas las alarmas de la ciudad se dispararon al mismo tiempo. Un adrenal concierto de rima. Hubo una fuerte sacudida. Todas las puertas se cerraron con un siseo; el edificio se sellaba, lo que significaba que las presiones en el exterior habían bajado mucho. Maya y él corrieron a la ventana y miraron. La tienda que cubría Nicosia había caído, en algunos lugares se extendía sobre los techos más altos como una mortaja de sarán, en otros ondeaba al viento. La gente que estaba en la calle aporreaba puertas, corría, se desplomaba, se acurrucaba sobre sí misma como los cuerpos en Pompeya.