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Al parecer el edificio estaba bien sellado. Por debajo del ruido Frank pudo oír o sentir el zumbido de un generador. Las pantallas de vídeo estaban en blanco, y era difícil creer que el espectáculo del otro lado de la ventana fuera real. Maya tenía la cara roja.

—¡La tienda se ha venido abajo!

—Lo sé.

—Pero ¿qué ha sucedido?

Él no contestó. Ella se afanó con las pantallas de vídeo.

—¿Has probado ya con la radio?

—No.

—¿Y? —gritó, exasperada por el silencio de Frank—. ¿Sabes lo que ocurre?

—Es la revolución —dijo el.

SÉPTIMA PARTE

Senzeni Na

En el decimocuarto día de la revolución, Arkadi Bogdanov soñó que él y su padre estaban sentados en una caseta de madera, ante un pequeño fuego al borde de un claro… una especie de fogata de campamento, salvo que los largos y bajos edificios con tejados de latón de Ugoli estaban a cien metros detrás de la caseta. Tenían las manos desnudas extendidas hacia el radiante calor, y su padre le contaba otra vez la historia de su encuentro con el leopardo de las nieves. Hacía viento y las llamas se agitaban. Entonces, detrás, sonó una alarma de incendios.

Era el despertador de Arkadi, puesto para las 4 de la mañana. Se levantó y se lavó con una esponja y agua caliente. Una imagen del sueño volvió a él. No había dormido mucho desde el comienzo de la revuelta, apenas unas pocas horas conseguidas aquí o allá, y el despertador lo había arrancado de varios sueños profundos, de los que normalmente uno olvida. Casi todos eran episodios de infancia que nunca recordaba. Eso hizo que se preguntase cuánto contenía la memoria, y si su capacidad de almacenamiento no era mucho más poderosa que su mecanismo de recuperación. ¿Podía uno ser capaz de recordar cada segundo de su vida, pero sólo en sueños que siempre se perdían al despertar? ¿Sería eso necesario, de algún modo? Y, si tal era caso; iqué pasaría si la gente empezaba a vivir doscientos o trescientos años?

Apareció Janet Blyleven con expresión preocupada.

—Han volado Némesis. Roald ha analizado el video y cree que lo atacaron con unas cuantas bombas de hidrógeno.

Fueron al edificio contiguo, a las grandes oficinas de la ciudad de Carr, donde Arkadi había pasado las dos semanas anteriores. Alex y Roald estaban dentro mirando la televisión.

—Pantalla, repite cinta uno —dijo Roald.

Una imagen parpadeó y se definió: espacio negro, la espesa red estelar, y en medio de la pantalla, un oscuro asteroide, visible sólo como una zona sin estrellas. Durante unos momentos la imagen se mantuvo, y luego una luz blanca apareció en un lado del asteroide. La expansión y dispersión fueron inmediatas.

—Un trabajo rápido —comentó Arkadi.

—Hay otro enfoque desde una cámara más distante.

La cámara mostró un asteroide oblongo y las cabinas plateadas de un impulsor de masa. Entonces hubo un resplandor blanco, y cuando el cielo negro volvió, el asteroide había desaparecido; una luz trémula de estrellas a la derecha de la pantalla indicaba el paso de los fragmentos. Luego nada más. Ninguna llameante nube blanca, ningún rugido en la banda sonora; sólo la metálica voz de un reportero diciendo que el apocalipsis anunciado por los sediciosos marcianos ya no era una amenaza y ridiculizando el concilio de defensa estratégica. Aunque al parecer los misiles habían salido de la base lunar de la Amex, lanzados por un cañón de raíles.

—Nunca me gustó la idea —dijo Arkadi—. Era otra vez la destrucción mutua asegurada.

—Pero si hay una destrucción mutua asegurada —dijo Roald—, y un bando pierde la capacidad…

—Pero nosotros no la hemos perdido. Y ellos valoran que tienen tanto como nosotros. Volvemos por tanto a la defensa suiza. Destruir lo que ellos deseaban y escapar a las colinas para resistir eternamente.

—Seremos más débiles —dijo Roald sin rodeos. Había votado con la mayoría a favor de enviar el Némesis hacia la Tierra.

Arkadi asintió. No se podía negar que se había eliminado un término de la ecuación. Pero no quedaba claro si el equilibrio de poderes había cambiado. Némesis no había sido idea suya: lo había propuesto Mijail Yangel, y el grupo de los asteroides lo había llevado a cabo por cuenta propia. Ahora muchos de ellos estaban muertos, aniquilados por la gran explosión o por otras mas pequeñas del cinturón de asteroides. El Némesis había dado la impresión de que los rebeldes aprobarían la destrucción total de la Tierra. Una mala idea, tal como señalara Arkadi.

Pero así era la vida en una revolución. Nadie controlaba nada, y no importaba lo que dijera la gente. Y por lo general era mejor así, en especial aquí en Marte. La primera semana la lucha había sido intensa, la UNOMA y las transnacionales habían reorganizado sus fuerzas el año anterior. Muchas de las grandes ciudades fueron tomadas, y quizá habría pasado lo mismo en todas partes si no hubiera habido otros grupos rebeldes que ellos desconocían. Más de sesenta ciudades y estaciones se habían metido en la red y se habían declarado independientes, habían salido de los laboratorios y de las colinas y habían tomado el mando. Y ahora, con la Tierra del otro lado del Sol y con el transbordador mas próximo destruido, eran las fuerzas de seguridad las que estaban sitiadas, sin importar el tamaño.

Recibió una llamada de la planta física. Tenían algunos problemas con las computadoras y querían que Arkadi fuera a verlas.

Dejó las oficinas de la ciudad y atravesó a pie Menlo Park en dirección a la planta. Acababa de amanecer y la mayor parte del Cráter Carr estaba aún en sombras. A esa hora sólo la pared oeste y los altos edificios de hormigón de la planta física recibían la luz del sol, las fachadas todas de color amarillo a la cruda luz de la mañana, las pistas que subían por la pared del cráter como cintas de oro. En las calles oscuras la ciudad empezaba a despertar. Se les habían unido muchos rebeldes de otras ciudades o de las tierras altas, que dormían sobre el césped del parque. La gente se incorporaba, con los sacos de dormir todavía cubriéndoles las piernas, los ojos hinchados, el pelo revuelto. Las temperaturas nocturnas se mantenían elevadas, pero seguía haciendo frío al amanecer, y aquellos que habían salido de sus sacos se acuclillaban alrededor de los hornillos, se soplaban las manos y daban vueltas con cafeteras y samovares, mientras miraban al oeste para ver cuánto había avanzado la línea del Sol. Cuando vieron a Arkadi lo saludaron, y más de una vez habló con gentes que le comentaban las noticias o querían darle algún consejo. Arkadi los atendió a todos. Una vez más sentía esa diferencia, la impresión de que todos estaban juntos en un nuevo espacio, todos enfrentados a los mismos problemas, todos iguales, todos (al ver la bobina de un hornillo, que brillaba bajo una cafetera)