incandescentes con la corriente eléctrica de la libertad.
Caminó sintiéndose más ligero y habló para el diario de su ordenador de muñeca mientras avanzaba. «El parque me recuerda lo que Orwell dijo sobre Barcelona en manos de los anarquistas: es la euforia de un nuevo contrato social, de un retorno a ese sueño de justicia con el que todos nacimos…»
El ordenador de muñeca emitió un pitido y la cara de Phyllis apareció en la diminuía pantalla.
—¿Qué quieres? —preguntó, irritado.
—Némesis ha desaparecido. Queremos que se rindan antes de que haya mas daños. Ahora es sencillo, Arkadi. Rendición o muerte.
Arkadi casi se rió. Phyllis era como la bruja mala de la película de Oz, que de pronto aparecía en la bola de cristal.
—¡No es asunto de risa! —exclamó ella. De repente Arkadi comprendió que estaba asustada.
—Sabes que no tuvimos nada que ver con Némesis —le dijo—. Es absurdo.
—¡Cómo puedes ser tan necio! —gritó ella.
—No es necedad. Escucha, dile esto a tus amos… si tratan de someter a las ciudades libres, lo destruiremos todo en Marte. —Ésa era la defensa suiza.
—¿Crees que importa? —Ella tenía los labios lívidos; la imagen diminuta era como una máscara primitiva de furia y miedo.
—Importa. Mira, Phyllis, yo sólo soy el casquete polar de la situación, hay una poderosa lente subterránea que no puedes ver. Es realmente vasta y tienen medios para devolver el ataque.
Pareció que ella dejaba caer el brazo, porque la imagen de la pequeña pantalla osciló frenéticamente y de pronto mostró un suelo.
—Siempre fuiste un imbécil —dijo la voz incorpórea—. Incluso en el Ares.
La conexión se cortó.
Arkadi volvió a su paseo, pero el bullicio de la ciudad ya no era tan estimulante. Si Phyllis tenía miedo…
En la planta física estaban trabajando en un programa de detección de averías. Un par de horas antes, los niveles de oxígeno de la ciudad habían comenzado a subir sin que se encendieran las luces de alarma. Un técnico lo había descubierto por casualidad.
Media hora de trabajo y la localizaron. Habían sustituido un programa. Volvieron a colocarlo, pero Tati Anokhin no se sentía tranquilo.
—Mira, tiene que haber sido un sabotaje, e incluso admitiéndolo, hay demasiado oxígeno, aun con esa avería. Ahí afuera ya casi anda por el cuarenta por ciento.
—No me sorprende entonces que todo el mundo esté de buen humor esta mañana.
—Yo no lo estoy. Además, eso del humor es un mito.
—¿Estás seguro? Repasa una vez más la programación e investiga las identificaciones codificadas, y averigua si hay alguna otra sustitución encubierta.
Arkadi volvió a las oficinas. Estaba a mitad de camino cuando arriba, sobre su cabeza, oyó un chasquido sonoro. Alzó la vista y vio un pequeño agujero en la cúpula. De repente hubo en el aire un destello iridiscente, como si estuvieran dentro de una gran pompa de jabón. Un intenso resplandor y un estridente estallido, y Arkadi cayó al suelo. Mientras luchaba por ponerse de pie vio que todo se incendiaba simultáneamente; la gente ardía como antorchas; y justo ante él su brazo estalló en llamas.
No era difícil destruir las ciudades marcianas. No más que romper una ventana o pinchar un globo.
Nadia Cherneshevski lo descubrió mientras estaba escondida en las oficinas de la ciudad de Lasswitz, una tienda que habían pinchado una noche, poco después de la puesta de sol. Todos los supervivientes se apiñaban ahora en las oficinas de la ciudad o en la planta física. Durante tres días permanecieron casi todo el tiempo en el exterior intentando reparar la tienda y viendo la televisión para averiguar qué pasaba. Pero los paquetes de noticias terranas sólo se ocupaban de sus propias guerras, que parecían haberse fundido en una. Sólo muy de tarde en tarde hacían un breve comentario sobre las ciudades marcianas destruidas. En uno dijeron que muchos cráteres abovedados estaban siendo atacados desde el otro lado del horizonte con lluvias de misiles; primero bombeaban en él oxígeno o combustibles gaseosos, a lo que seguía un deflagrador que desencadenaba distintas explosiones: desde fuegos antipersonal y estallidos que arrancaban las cúpulas, hasta deflagraciones violentas que reexcavaban el cráter. Los fuegos antipersonal de oxígeno parecían ser los más comunes: dejaban gran parte de la infraestructura intacta.
Todavía era más fácil con las ciudades-tienda. Casi todas habían sido pinchadas por láseres con base en Fobos; las plantas físicas habían sido blanco de misiles teledirigidos; otras fueron invadidas por tropas que ocuparon los espaciopuertos, los rovers blindados atravesaron las paredes, y en unos pocos casos paracaidistas con mochilas propulsoras descendieron del cielo.
Nadia, con el estómago encogido, observó la oscilación de las imágenes de vídeo, que delataba el miedo de los camarógrafos.
—¿Qué hacen… probar métodos? —gritó.
—Lo dudo —repuso Yeli Zudov—. Es probable que haya grupos distintos con métodos distintos. Algunos parece que intentan causar el menor daño posible, otros que quisieran matarnos a todos. Mas sitio para la emigración.
Nadia apartó la vista, asqueada. Se levantó y fue a la cocina, encorvada, con un nudo en el estómago, desesperada por hacer algo. En la cocina habían puesto en marcha un generador y estaban calentando en el microondas unas cenas congeladas. Ayudó a repartirlas a una gente que esperaba sentada en el corredor. Caras sin lavar, salpicadas con escarcha negra helada: algunos hablaban animadamente, otros estaban sentados como estatuas o dormían apoyados unos contra otros. Muchos eran residentes de Lasswitz, pero otros venían de tiendas o de escondrijos que habían sido destruidos desde el espacio o atacados por tropas de superficie.
—No tiene sentido —le decía una mujer árabe a un hombrecito arrugado—. Mis padres pertenecían a la Medialuna Roja en Bagdad cuando los norteamericanos la bombardearon… mientras ellos dominen el cielo, no podremos hacer nada, ¡nada! Tenemos que rendirnos.
¡Rendirnos tan pronto como sea posible!
—¿Pero a quién? —preguntó con cansancio el hombrecito—. ¿Y por quién? ¿Y cómo?
—A cualquiera, en nombre de todos, ¡y por radio, desde luego! —La mujer miró con ojos coléricos a Nadia, que se encogió de hombros.
El ordenador de muñeca de Nadia se encendió de repente y la cara de Sasha Yefremov balbuceó con una vocecita metálica. Habían volado la estación de agua al norte de la ciudad y el pozo se derramaba ahora en una erupción cartesiana de agua y hielo.
—Voy en seguida —dijo Nadia, conmocionada.
La estación de agua estaba conectaba al extremo inferior del acuífero de Lasswitz, que era uno de los más grandes. Si una parte importante del acuífero salía a la superficie, la estación de la ciudad y todo el cañón desaparecerían en una inundación catastrófica… y peor aún, Burroughs estaba sólo doscientos kilómetros más abajo en la pendiente de Syrtis e Isidis, y era muy probable que la inundación llegara hasta allí. ¡Burroughs! No podrían evacuar a tanta gente, menos ahora que Burroughs se había convertido en un refugio para quienes escapaban de la guerra; simplemente, no había otro lugar adonde ir.
—¡Ríndanse! —insistió la mujer desde el corredor—. ¡Ríndanse todos!