Una vez dentro, examinaron las lecturas de los sensores. Los pocos que funcionaban revelaban que la presión hidrostática del acuífero era más elevada que nunca, y estaba aumentando. Como para enfatizar el punto, un pequeño temblor sacudió el suelo. Ninguno de ellos había sentido nada parecido en Marte.
—¡Mierda! —exclamó Yeli—. ¡Seguro que ya está a punto de estallar!
—Tenemos que perforar un pozo de drenaje —dijo Nadia—. Una especie de válvula de presión.
—Pero ¿y si estalla como el otro? —preguntó Sasha.
—Si drenamos en el extremo superior del acuífero, o en la mitad, la presión tendría que ser suficiente. Como en la antigua estación de agua, que sin duda alguien voló, pues si no aún funcionaría. —Sacudió la cabeza con amargura.— Hay que arriesgarse. Si funciona, perfecto. Si no, quizá provoquemos una inundación. Aunque me parece que la habrá de cualquier modo.
Condujo al pequeño grupo por la calle principal hasta el almacén de robots del garaje y se sentó en el centro de mando y empezó una vez más a programar. Era una operación de perforación corriente, con máxima deflexión de salida. El agua saldría a la superficie por la presión artesiana hasta un sistema de tubos, y el equipo de robots la alejaría de la región del Cañón Arena. Estudiaron los mapas topográficos y unas simulaciones de inundación en varios cañones que corrían paralelos al Arena, hacia el sur. Descubrieron que la depresión era enorme; todo en Syrtis drenaba hacia Burroughs, en esa zona la tierra era un gran cuenca. Tendrían que canalizar el agua hacia el norte a lo largo de trescientos kilómetros para llevarla a la cuenca más próxima.
—Mirad —dijo Yeli—, liberada en la Nili Fossae, correrá directamente hacia el norte hasta Utopia Planitia y se congelará en las dunas septentrionales.
—A Sax tiene que encantarle esta revolución —repitió Nadia—. Está consiguiendo cosas que nunca habrían aprobado.
—Pero ha arruinado muchos de sus propios proyectos —señaló Yeli.
—Apuesto a que aún obtiene un beneficio neto, en la terminología de Sax. Toda esta agua en la superficie…
—Habría que preguntárselo.
—Si volvemos a verlo alguna vez. Yeli guardó silencio. Luego preguntó:
—¿De verdad es tanta agua?
—No se trata sólo de Lasswitz —dijo Sam—. Hace poco vi unas noticias… han roto el acuífero Lowell, una gran erupción, como las que abrieron los canales. Arrancará miles de millones de kilos de regolito pendiente abajo, y no sé cuánta agua es eso. Parece inconcebible.
—Pero ¿por qué? —dijo Nadia.
—Imagino que es la mejor arma de que disponen.
—¡Arma! ¡No pueden apuntar ni detenerla!
—No. Pero tampoco nadie más puede. Piénsalo… todas las ciudades que había pendiente abajo desde Lowell han desaparecido: Franklin, Drexler, Osaka, Galileo, supongo que incluso Silverton. Y todas eran ciudades de las transnacionales. Me parece que muchas de las ciudades mineras de los canales tampoco sobrevivirán mucho tiempo.
—De modo que los dos bandos atacan la infraestructura —dijo Nadia con voz apagada.
—Así es.
Tenía que trabajar, no había otra elección. Los ocupó a todos de nuevo con la programación de los robots, y pasaron el resto de aquel día y del siguiente llevando los equipos al emplazamiento de la perforación y verificando que todo funcionaba bien. Era una perforación en línea recta; sólo había que garantizar que las presiones en el acuífero no provocaran una explosión. Y la tubería para trasladar el agua al norte era aún más sencilla, una operación automatizada desde hacía años; pero redoblaron la inspección de todo el equipo para estar seguros. Subía por la plataforma de la carretera del cañón y desde allí seguía en dirección norte, no había necesidad de incluir bombas; la presión artesiana regularía el flujo, y cuando la presión bajara y frenara el agua fuera del cañón, lo más probable era que el extremo inferior ya hubiera reventado. De modo que cuando las fresas móviles de magnesio empezaron triturando roca, sacando polvo y fabricando tramos de tubería, y cuando las carretillas elevadoras y las cargadoras frontales empezaron a llevarse esos segmentos de tubería al montador, y cuando ese gran edificio móvil empezó a ingerir esos segmentos y a escupir tubería detrás de él mientras subía despacio por el camino y cuando otro mastodonte móvil fue repasando la tubería acabada y envolviéndola con un aislamiento aerorreticulado hecho con retales de la refinería, y cuando el primer segmento de la tubería estuvo caliente y en marcha… entonces declararon que el sistema era operativo y esperaron que siguiera siéndolo trescientos kilómetros más allá. La tubería avanzaría más o menos a un kilómetro por hora, durante días de veinticuatro horas y media; de manera que, si todo iba bien, tardaría unos doce días en llegar hasta Nili Fossae. A ese ritmo la tubería estaría acabada casi en seguida de que perforaran el pozo. Y si el dique resistía todo ese tiempo, entonces tendrían al fin una válvula de seguridad.
De modo que Burroughs estaba a salvo, o tan a salvo como podían. Era hora de marcharse. Pero ¿adonde? Nadia se sentó pesadamente ante una cena calentada en el microondas, vio un programa de noticias terranas y escuchó a sus compañeros. Qué horrible era la revolución en la Tierra: extremistas, comunistas, vándalos, saboteadores, rojos, terroristas. Jamás las palabras rebelde o revolucionario, palabras que la mitad de la Tierra (como mínimo) quizá aprobara. No, eran grupos aislados de terroristas locos y destructivos. Y no mejoró en nada el estado de ánimo de Nadia pensar que había cierta verdad en la descripción; se sintió aún más furiosa.
—¡Tendríamos que unirnos a quien podamos y ayudar en la lucha! —exclamó Angela.
—Yo ya no lucho más —dijo Nadia con obstinación—. Es estúpido. No lo haré. Repararé las cosas allí donde pueda, pero no lucharé.
Recibieron un mensaje por radio. La cúpula del Cráter Fournier, a unos 860 kilómetros de distancia, estaba agrietada. La población atrapada en edificios sellados se quedaba sin aire.
—Tengo que ir. —dijo Nadia—. Allí hay un gran almacén central de robots de construcción. Podrían reparar la cúpula y ser programados para otras reparaciones en Isidis.
—¿Cómo llegarás? —preguntó Sam. Nadia pensó y respiró hondo.
—Supongo que con ultraligeros. Hay algunos de esos nuevos 16D arriba en la pista del borde sur. Seguro que será la ruta más rápida, y quizá hasta la más segura, ¿quién sabe? —Miró a Yeli y Sasha.— ¿Volarán conmigo?
—Sí —dijo Yeli. Sasha asintió.
—Nosotros también iremos —dijo Angela—. Además, con dos aviones será más seguro.
Los dos aparatos habían sido construidos en los talleres aeronáuticos de Spencer en Elysium. Los 16D eran alas deltas de cuatro plazas con turbojets, en su mayor parte de areogel y plástico, demasiado ligeros y difíciles de pilotar. Pero Yeli era un piloto experto y Angela dijo que ella también, de modo que a la mañana siguiente, tras pasar la noche en el pequeño aeropuerto vacío, subieron a los aparatos, rodaron hacia la pista de tierra y despegaron directamente hacia el sol. Les llevó mucho tiempo elevarse a mil metros.
El planeta abajo parecía normal; un poco más blanco en las vertientes norteñas, como envejecido por una infección de parásitos. Pero luego sobrevolaron el Cañón Arena y vieron un glaciar sucio, un río de bloques de hielo. El glaciar se ensanchaba con frecuencia allí donde la corriente se había estancado. A veces los bloques de hielo eran de un blanco puro, aunque más a menudo tenían manchas de tonalidades marcianas, todos revueltos en un destrozado mosaico de ladrillos, azufre, canela, carbón, crema y sangre congelados… que se desparramaban por el lecho del cañón hasta el horizonte, a unos setenta y cinco kilómetros de distancia.