Nadia le preguntó a Yeli si podían volar hacia el norte e inspeccionar la tierra por donde los robots instalarían la tubería. Después recibieron un débil mensaje de radio en la frecuencia de los primeros cien: venía de Ann Clayborne y Simón Frazier. Estaban atrapados en el Cráter Peridier, que había perdido la cúpula. Era uno de los cráteres del norte, de manera que ya iban en el curso correcto.
La región que atravesaron aquella mañana parecía adecuada para el equipo robótico. El terreno era llano, sembrado de deyecciones, pero sin acantilados que pudieran detenerlos. Más adelante en esa misma región comenzaban las Nili Fossae, al principio gradualmente, apenas cuatro depresiones muy poco profundas que bajaban y se curvaban hacia el nordeste como huellas de dedos. Sin embargo, cien kilómetros más al norte ya eran abismos paralelos de quinientos metros de profundidad, separados por la tierra oscura de los cráteres: una especie de configuración lunar que a Nadia le recordaba el desorden de una obra en construcción. Más al norte tuvieron una sorpresa: donde el cañón más oriental desembocaba en Utopía, había otro acuífero reventado. En el extremo superior sólo era una depresión nueva, una gran cuenca de tierra fracturada, como una lámina de cristal hecha trizas; más abajo brotaban charcos de agua negra y blanca que se helaban y desgarraban nuevos bloques, arrastrados por corrientes humeantes antes de explotar. Esa terrible herida tenía por lo menos treinta kilómetros de ancho y se extendía hacia el norte, más allá del horizonte.
Nadia le pidió a Yeli que volara más cerca.
—Quiero evitar el vapor —dijo Yeli, observando también el paisaje helado.
La mayor parte de la nube de escarcha se desplazaba hacia el este y caía sobre el paisaje, pero el viento era intermitente, y a veces el tenue velo blanco se elevaba en línea recta y oscurecía la franja de hielo blanco y agua oscura. La corriente era tan grande como uno de los inmensos glaciares antárticos. Dividía en dos el paisaje rojo.
—Eso es un montón de agua —dijo Angela.
Nadia pasó a la frecuencia de los primeros cien y llamó a Ann en Peridier.
—Ann, ¿sabes algo? —Describió lo que sobrevolaban.— Y continúa fluyendo, el hielo se mueve y podemos ver manchas de agua al descubierto, parece negra o a veces roja, ya sabes.
—¿Cómo suena?
—Como un zumbido de ventilador, y hay crujidos y explosiones, sí. Aunque nosotros también hacemos bastante ruido. Hay una enorme cantidad de agua.
—Bueno —dijo Ann—, no es un acuífero muy grande comparado con otros.
—¿Cómo lo hacen? ¿De verdad pueden reventarlos?
—Algunos —repuso Ann—. Los que tienen una presión hidrostática superior a la litostática empujan contra la roca, y la capa de permafrost actúa como una especie de dique, un dique de hielo. Si cavaras un pozo y lo volaras, o si lo fundieras… explotaría.
—¿Pero cómo?
—Con la fusión del reactor. Angela soltó un silbido.
—¡Pero la radiación! —exclamó Nadia.
—Desde luego. ¿Le has echado una ojeada a tu contador últimamente? Tres o cuatro de los cuadrantes tienen que haber estallado.
—¡Oh, no! —grito Angela.
—Y eso sólo hasta el momento —dijo Ann en el tono distante y apagado que empleaba cuando estaba furiosa. Explicó brevemente que en una inundación tan grande las fluctuaciones de presión eran extremas; el lecho de roca era aplastado y barrido corriente abajo en una avalancha de gases, piedras y polvo—. ¿Vendrán a Peridier? —inquirió cuando las preguntas se agotaron.
—Estamos virando al este —le contestó Yeli—. Quería mirar un momento el Cráter Fv.
—Buena idea.
La asombrosa turbulencia de la inundación quedó atrás, y de nuevo volaron por encima de piedras y arena. Al rato Peridier asomó en el horizonte, una pared de cráter baja y muy erosionada. La cúpula había desaparecido y a los lados colgaban jirones de tela que ondeaban como estandartes desgarrados. La pista que corría al sur reflejaba el sol como un hilo de plata. Volaron por encima del arco del cráter, y con unos prismáticos Nadia escrutó los oscuros edificios y soltó en voz baja una retahila de maldiciones en eslavo. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Por qué? No había manera de saberlo. Volaron hasta la pista de aterrizaje en la pared más alejada. Los hangares estaban abandonados y sólo guardaban unos coches pequeños. Se pusieron los trajes, y fueron en los coches hasta la ciudad.
Todos los sobrevivientes de Peridier estaban escondidos en la planta física. Nadia y Yeli atravesaron la antecámara y abrazaron a Ann y a Simón y luego fueron presentados a los demás. Había unos cuarenta; vivían de los suministros de emergencia y trabajaban día y noche equilibrando el intercambio gaseoso en los edificios sellados.
—¿Qué pasó? —les preguntó Angela.
Ellos contaron la historia en una especie de coro griego, rompiéndose con frecuencia: una única explosión había destrozado la cúpula como si fuera un globo, y la descompresión instantánea había hecho volar casi todos los edificios. Por fortuna la planta física estaba reforzada y había resistido la diferencia de presión. Aquellos que estaban dentro sobrevivieron. Sólo ellos.
—¿Dónde está Peter? —preguntó Yeli, sobresaltado y temeroso.
—En Clarke —respondió Simón—. Nos llamó justo después de que comenzara todo. Intentaba conseguir una plaza en los ascensores descendentes, pero están en manos de los policías… creo que hay muchos en órbita. Bajará cuando pueda. Además, ahora es más seguro ahí arriba: no tengo mucha prisa por verlo.
Nadia pensó en Arkadi. Pero no había nada que pudiera hacer, y rápidamente se entregó a la tarea de reconstruir Peridier. Primero preguntó a los sobrevivientes qué planes tenían, y cuando éstos se encogieron de hombros, les sugirió que empezaran por levantar una tienda mucho más pequeña que la cúpula. Había material de sobra en los almacenes del aeropuerto. También había allí un montón de viejos robots polvorientos; podrían iniciar la reconstrucción sin necesidad de trabajos preliminares. Los sobrevivientes estaban entusiasmados: desconocían el contenido de los almacenes. Nadia sacudió la cabeza.
—Todo está en los registros —le dijo después a Yeli—, sólo tenían que preguntar. Pero no pensaban. Sólo veían la televisión, miraban y esperaban.
—Bueno, tiene que haber sido terrible ver cómo estallaba toda la cúpula, Nadia. Lo que más les preocupaba era la seguridad del habitat.
—Supongo que sí.
Pero entre los sobrevivientes había pocos ingenieros. Casi todos eran areólogos o mineros del acantilado. La construcción básica era cosa de robots, o eso parecían pensar. No obstante, pronto se pusieron en marcha. Nadia trabajó entre dieciocho y veinte horas diarias durante unos pocos días; completó los fundamentos del muro, y las grúas instalaron los tejados. Después casi todo era cuestión de supervisión. Intranquila, preguntó a sus compañeros de Lasswitz si la acompañarían de nuevo en los aviones. Aceptaron, y una semana después despegaron de nuevo. Ann y Simon habían subido al avión de Sam y Angela.
Mientras volaban hacia Burroughs, bajando por la pendiente del Isidis, los altavoces emitieron de pronto un mensaje codificado, Nadia hurgó en la mochila hasta que encontró un paquete que le había dado Arkadi: incluía una serie de ficheros. Encontró el que deseaba, lo conectó a la IA del avión, y pasaron el mensaje por el descodificador de Arkadi. Tras unos segundos, la IA tradució el mensaje con voz monótona:
«La UNOMA se ha apoderado de Burroughs y detiene a todos los que llegan».
Hubo silencio en los dos aviones, que planeaban en el cielo vacio y rosa. Debajo, la planicie de Isidis se inclinaba hacia la izquierda.