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Y Ann, una parte de Nadia se dio cuenta, estaba peor, preocupada por Peter. Y también por toda esa destrucción… para ella no se trataba de las infraestructuras, sino de la misma tierra, las inundaciones, la pérdida de masa, la nieve, la radiación. Y no tenía ningún trabajo que la distrajese, aparte del estudio de los daños. Y por eso no hacía nada, o trataba de ayudar a Nadia cuando podía, moviéndose como un autómata. Un día tras otro se dedicaban a reparar estructuras destrozadas, un puente, una tubería, un pozo, una planta eléctrica, una pista, una ciudad. Vivían en lo que Yeli llamaba un Mundo Waldo y comandaban los robots como si fueran amos de esclavos o magos, o dioses; y las máquinas trabajaban y trataban de invertir la película del tiempo y hacer que las cosas rotas se recompusieran de inmediato. Con las prisas podían permitirse de vez en cuando algunas chapucerías, pero era asombroso la rapidez con que empezaban a reconstruir y volvían a marcharse.

—En el principio fue el Verbo —dijo Simón con cansancio una noche, mientras tecleaba en el ordenador de muñeca. Los aparatos despegaron.

Una grúa cruzó por delante del sol poniente.

Se mantuvieron sobre el horizonte y teleoperaron los programas de extinción y enterramiento de tres reactores destrozados. A veces Yeli cambiaba de canal y miraba un rato las noticias.

Nadia volvió a su trabajo. Tantas cosas destruidas, tanta gente muerta, hombres y mujeres que podrían haber vivido mil años… y, desde luego, ninguna noticia de Arkadi. Ya habían pasado veinte días. La gente decía que quizá se había visto obligado a desaparecer para evitar que lo atacaran desde alguna órbita. Pero ella ya no lo creía, salvo en momentos de extremo deseo y dolor, cuando las dos emociones irrumpían a través del trabajo obsesivo en una mezcla nueva, una nueva sensación que odiaba y temía: el deseo provocaba dolor, el dolor provocaba deseo… un deseo feroz y ardiente de que las cosas no fueran como eran. Pero si trabajaba sin descanso, no quedaba tiempo para el dolor. Nada de tiempo para pensar o sentir.

Volaron por encima del puente sobre Harmakhis Vallis, en la frontera oriental de Hellas. El puente se había derrumbado. En todos los puentes importantes los robots de reparación se guardaban en unas casetas a ambos extremos, y se los podía adaptar para la reconstrucción, aunque no serían rápidos. Los viajeros los pusieron en funcionamiento, y esa noche después de acabar el último de los programas, se sentaron ante unos espaguetis preparados en el microondas de uno de los aviones y Yeli activó el canal terrano de televisión. Probó con distintos canales, pero todos mostraban lo mismo. Densa y zumbante estática.

—¿También han volado la Tierra? —dijo Ann.

—No, no —repuso Yeli—. Alguien está interfiriendo. Estos días el sol está entre nosotros y el planeta, y bastarían unos satélites repetidores para interrumpir el contacto.

Miraron sobriamente la chisporroteante pantalla. En los últimos tiempos los satélites de comunicación areosincrónicos hacían fallado en todas partes, apagados o saboteados, no podían saberlo. Ahora, sin noticias terranas, estaban realmente a oscuras. Los horizontes estrechos y la ausencia de ionosfera limitaban el alcance de la radio de superficie… no mucho más útil que los comunicadores de los trajes. Yeli probó varias secuencias, intentando atravesar la interferencia. Las señales devueltas eran irreparables. Se rindió con un gruñido y apretó la tecla de un programa de búsqueda. La radio osciló arriba y abajo por los herzios, recogiendo estática y deteniéndose en alguna débil señal ocasionaclass="underline" chasquidos codificados, fragmentos irrecuperables de música. Voces fantasmales que balbuceaban en lenguas irreconocibles, como si Yeli hubiera tenido éxito allí donde el SETI había fracasado, y finalmente, cuando ya era inútil, hubiera recibido mensajes de las estrellas. Seguramente sólo eran mensajes entre los mineros de los asteroides. En cualquier caso, incomprensible, inútil. Estaban solos en la superficie de Marte, cinco personas en dos pequeños aviones.

Era una sensación nueva y muy extraña. Lejos de desaparecer, se agravó en los días siguientes, cuando comprendieron que esa estática blanca interferiría todas las televisiones y todas las radios. Era para ellos una experiencia única, tanto en Marte como en el tiempo que habían vivido en la Tierra. Y pronto averiguaron que perder la red de información electrónica era como perder uno de los sentidos; Nadia no dejaba de mirar el ordenador de muñeca, en el que Arkadi podría haber aparecido en cualquier momento, en el que podría haber aparecido cualquiera de los primeros cien, para declararlos a salvo; luego apartaba la mirada del pequeño cuadrado en blanco y miraba la tierra que la rodeaba, de repente mucho más grande y salvaje y vacía de lo que nunca antes había sido. Era aterrador. Nada más que melladas colinas rojizas, incluso cuando volaban al amanecer en busca de una de las pequeñas pistas marcadas en el mapa. Cuando al fin las encontraban, parecían minúsculos lápices de color tostado. ¡Un mundo tan grande! Y estaban solos en él. Ni siquiera la navegación podía considerarse segura. No podían confiar en las computadoras; recurrían a los radiofaros y puntos de posición visuales, mientras escrutaban el suelo a la luz crepuscular del amanecer. Una vez les llevó casi una mañana encontrar la pista más próxima a Dao Vallis. Desde entonces, Yeli comenzó a seguir el curso de las pistas, y durante la noche volaban bajo y sin perder de vista la serpenteante franja plateada a la luz de las estrellas. Mientras, comprobaban las señales de los radiofaros estudiando los mapas.

Y así consiguieron descender a las tierras bajas de la Cuenca de Hellas, siguiendo la pista del Lago de Punto Bajo. Entonces, a la luz roja horizontal y entre las largas sombras del amanecer, un fragmentado mar de hielo apareció sobre el horizonte. Llenaba toda la parte occidental de Hellas. ¡Un mar!

La pista penetraba en el hielo. La helada línea costera era una masa irregular de capas de hielo, negras, rojas, blancas, incluso de un intenso verde jade… todas apiñadas, como si una ola gigante hubiera aplastado la colección de mariposas del Gran Hombre. Diseminándola sobre una playa desnuda. Por detrás, el mar congelado se extendía más allá del horizonte.

Después de un silencio de varios segundos, Ann dijo:

—Tiene que haber reventado el acuífero de Hellespontus. Era inmenso, y quizá ha llegado a Punto Bajo.

—¡Entonces el agujero de Hellas está todo inundado! —exclamó Yeli.

—Así es. Y el agua del fondo se calentará, y evitará así que la superficie del lago se congele. Es difícil saberlo. El aire es frío, pero la turbulencia quizá deje algún sitio despejado. Si no, seguro que justo bajo la superficie se encuentra en estado líquido. Habrá fuertes corrientes de convección. Pero la superficie…

—Muy pronto lo averiguaremos —dijo Yeli—. Vamos a sobrevolarlo.

—Tendríamos que bajar —observó Nadia.

—Bueno, cuando podamos. Además, las cosas parecen empezar a calmarse.

—Eso es sólo porque estamos sin noticias.

—Hmm.

Finalmente tuvieron que atravesar todo el lago y descender en la otra orilla. Hacía una mañana espectral mientras volaban sobre la quebrada superficie que recordaba el océano glacial ártico, excepto que aquí las corrientes de hielo humeaban al congelarse y exhibían todos los colores del espectro, con un obvio predominio de los rojos, de modo que los esporádicos azules, verdes y amarillos parecieran más intensos, puntos focales de un enorme y caótico mosaico.

Y allí en el centro parecía, incluso volando a aquella altura, que el hielo aún se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Una nube de vapor se elevaba miles de metros en el aire. Esquivaron la nube y vieron unos témpanos que flotaban apiñados en unas aguas humeantes y negras. Los témpanos giraban, chocaban, volcaban y levantaban gruesos muros de agua rojiza y las ondas se expandían en círculos concéntricos que sacudían arriba y abajo los témpanos de alrededor.