Hubo silencio en los dos aviones mientras observaban ese espectáculo tan poco marciano. Por último, después de muchas circunnavegaciones de la columna de vapor, volaron sobre el vértice hacia el oeste.
—A Sax tiene que encantarle esta revolución —dijo Nadia, como ya lo hiciera antes, rompiendo el silencio—. ¿Piensas que podría ser uno de ellos?
—Lo dudo —repuso Ann—. No se arriesgaría a perder sus inversiones terranas. Ni admitiría que postergaran el proyecto. Pero estoy convencida de que piensa sobre todo en la terraformación. No en quién muere o qué se destruye, o quién es el responsable. Sólo cómo afecta al proyecto de terraformación.
—Un experimento interesante —dijo Nadia.
—Pero difícil de duplicar —añadió Ann. Las dos se rieron.
Hablando del diablo… descendieron al oeste del nuevo mar (que ahora cubría la Ciudad del Lago) y descansaron todo el día, y la noche siguiente. Mientras seguían la pista noroeste hacia Marineris, encontraron un radiofaro que emitía un SOS en código Morse. Volaron en círculos hasta el amanecer y aterrizaron en la misma pista, justo detrás de un rover averiado. Y allí estaba Sax, enfundado en un traje, manipulando el radiofaro y enviando un SOS manual.
Sax subió al avión y se quitó el casco lentamente, parpadeando y con los labios apretados, como de costumbre. Parecía fatigado, pero como el gato que se comió al canario, Ann le comentó después a Nadia. Habló poco. Llevaba tres días varado en la pista, incapaz de moverse; la pista estaba cerrada y el rover no tenía combustible de emergencia. La Ciudad del Lago había desaparecido.
—Iba para Cairo —dijo— a encontrarme con Frank y Maya, porque creen que ayudaría que los primeros cien se reunieran en una especie de comité para negociar con la policía de la UNOMA y conseguir que se detengan. —Había alcanzado ya las colinas al pie de Hellespontus, cuando la nube termal del agujero entre la corteza y el manto de Punto Bajo se volvió amarilla de repente y se elevó en el cielo en una columna de 20.000 metros.— Parecía el hongo de una explosión nuclear, pero con un sombrero más pequeño —apuntó—. El índice de temperatura no es tan elevado en Marte como en la Tierra.
Después había dado media vuelta y había ido al borde de la cuenca a observar la inundación. El agua que bajaba desde el norte era negra, aunque se volvía blanca y se helaba en grandes segmentos casi al instante, excepto en Ciudad del Lago, donde había borboteado.
—…como agua al fuego. La termodinámica allí fue durante un tiempo bastante compleja, pero el agua enfrió deprisa el agujero de transición y…
—Cállate, Sax —dijo Ann. Enarcó las cejas y se puso a trabajar en el receptor de radio del avión.
Emprendieron vuelo, ahora seis de ellos, Sasha y Yeli, Ann y Simon, Nadia y Sax: seis de los primeros cien, reunidos como por magnetismo. Había mucho de que hablar esa noche, e intercambiaron historias, información, rumores, especulaciones. Pero Sax añadió muy poco al cuadro general. Había estado tan aislado como ellos.
A la mañana siguiente, al amanecer, aterrizaron en la pista de Bakhuisen y fueron recibidos por una docena de hombres armados con pistolas paralizantes. Esa pequeña muchedumbre mantuvo los cañones bajos, pero escoltó a los seis con muy poca ceremonia al hangar que había en el muro.
Allí había más gente y la multitud siguió creciendo. Al final eran alrededor de cincuenta, treinta de ellos mujeres. Fueron muy corteses, y cuando descubrieron la identidad de los viajeros, incluso amistosos.
—Tenemos que saber con quién tratamos —dijo una mujer grande con un fuerte acento de Yorkshire.
—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó Nadia con descaro.
—Somos de Koroliov Primero —contestó—. Escapamos.
Llevaron a los viajeros al comedor y les ofrecieron un copioso desayuno. Cuando estuvieron sentados, cada uno tomó una jarra de magnesio y sirvió zumo de manzana a quien se sentaba enfrente, hasta que todo el mundo estuvo servido. Después, mientras comían, los dos grupos intercambiaron historias. La gente de Bakhuisen había escapado de Koroliov Primero el día en que estalló la revolución, y habían ido hacia el sur hasta allí, y planeaban llegar a la región polar austral.
—Hay allí un gran asentamiento rebelde —dijo la mujer de Yorkshire (que resultó ser finlandesa)—. Tienen esas estupendas terrazas escalonadas, como cuevas de costados abiertos, de un par kilómetros de largo y muy anchas. Un buen refugio: fuera del alcance de los satélites, pero con luz y aire. Viven un poco al estilo Cromañón, son habitantes de los acantilados. Es realmente hermoso. —Al parecer, esas largas cavernas eran muy famosas en Koroliov, y muchos de los prisioneros habían acordado encontrarse allí alguna vez, si había un alzamiento.
—Entonces, ¿están con Arkadi? —preguntó Nadia.
—¿Quién?
Eran seguidores del biólogo Schnelling, que parecía haber sido una especie de místico rojo, encerrado con ellos en Koroliov donde había muerto pocos años antes. Había dado conferencias en toda la red de Tharsis, y tras su encarcelamiento muchos de los prisioneros de Koroliov se convirtieron en alumnos suyos. Según parece, promulgaba una especie de comunalismo marciano basado en principios de la bioquímica local. El grupo de Bakhuisen no acababa de entenderlo, pero ahora habían escapado y esperaban comunicarse con otras fuerzas rebeldes. Habían contactado con un satélite camuflado, de microcomunicaciones, y habían conseguido colarse brevemente en un satélite de las fuerzas de seguridad de Fobos. De modo que tenían algunas noticias. Les contaron que las fuerzas policiales de las transnacionales y de la UNOMA que acababan de llegar en el último transbordador estaban utilizando Fobos como estación de vigilancia y ataque. Esas mismas fuerzas controlaban el ascensor, el Monte Pavonis y casi todo Tharsis; el observatorio del Monte Olimpo se había rebelado, pero fue destruido desde órbita; y las fuerzas de seguridad de las transnacionales habían ocupado la mayor parte del gran acantilado, de modo que el planeta había quedado dividido en dos. La guerra en la Tierra parecía seguir, aunque tenían la impresión de que era más encarnizada en África, España y la frontera entre Estados Unidos y México.
Era inútil intentar ir a Pavonis, pensaban. «Los encerrarán y los matarán», resumió Sonia. Pero cuando los seis viajeros insistieron, les indicaron cómo llegar a un refugio en una noche de vuelo; era la estación climatológica de Margaritifer del Sur. La gente de Bakhuisen decía que estaba ocupada por bogdanovistas.
Nadia sintió que se le encogía el corazón, no pudo evitarlo. Pero Arkadi tenía muchos amigos y seguidores, y ninguno de ellos parecía saber dónde estaba. No obstante, ese día ya no pudo dormir, el estómago de nuevo cerrado como un puño. Le alegró irse. Los rebeldes de Bakhuisen cargaron los aviones con tanta hidrazina, gases y comida deshidratada que tardaron un rato en despegar.
Los vuelos nocturnos parecían ahora un extraño ritual, un nuevo y agotador peregrinaje. Los dos aviones eran tan ligeros que los vientos del oeste los sacudían con fuerza, y a veces los hacían saltar hasta diez metros arriba o abajo, de modo que era imposible dormir mucho incluso cuando uno pilotaba: una subida o caída mas y uno ya estaba despierto otra vez, en la pequeña y oscura cabina mirando por la ventanilla el cielo negro y las estrellas arriba, o la negrura insondable del mundo de abajo. Apenas hablaban. Los pilotos se encorvaban y trataban de no perder de vista al avión. Los ultraligeros zumbaban, el viento aullaba sobre las alas largas y flexibles. La temperatura externa alcanzaba los sesenta grados bajo cero; el aire era venenoso con una presión de 150 milibares, y no había ningún refugio en el oscuro planeta en muchos kilómetros a la redonda. Nadia pilotaba un rato y luego se iba a la parte de atrás, tambaleándose, e intentaba dormir. A menudo el clic de un radiofaro en la radio la devolvía al tiempo en que ella y Arkadi habían arrostrado la tormenta en el Punta de Flecha. Lo veía, entonces, recorriendo a grandes trancos el desgarrado interior del dirigible, con su barba roja y desnudo, riéndose y arrancando paneles de las paredes para arrojarlos por la borda, envuelto en nimbos de polvo. Entonces el 16D se sacudía y la despertaba. No podía hacer otra cosa entonces que ayudar a Yeli a mantenerse cerca del otro avión, siempre a un kilómetro a la derecha si todo iba bien. De vez en cuando hablaban por radio, pero microtransmitían las llamadas y reducían al mínimo los controles horarios y las consultas, si uno de los aparatos se retrasaba. En la quietud de la noche, a veces parecía que no hubieran hecho otra cosa en la vida: era difícil recordar cómo había sido todo antes de la revolución. ¿Y cuánto tiempo había pasado… veinticuatro días? Tres semanas, aunque parecían cinco años.