Y entonces el cielo comenzaba a sangrar detrás de ellos, los altos cirros se teñían de púrpura, rojo, carmesí, lavanda, y luego rápidamente se convertían en virutas metálicas en un cielo rosado; y el increíble manantial del sol se derramaba por encima de un acantilado o algún borde rocoso mientras escrutaban el paisaje horadado y en sombras en busca de la señal de algún aeropuerto. Despues de esa noche eterna parecía imposible que hubieran navegado con éxito hasta algún sitio, pero ahí abajo estaba la pista centelleante, en la que podían descender en caso de emergencia. Como todos los radiofaros estaban señalados en el mapa, la navegación era más segura de lo que parecía. Cada amanecer avistaban una nueva franja brillante entre las últimas sombras. Descendían planeando, golpeaban el suelo, y rodaban por la pista hasta cualquier estación visible; paraban los motores y se desplomaban en los asientos, acomodándose a la ausencia de vibraciones, a la quietud de un nuevo día.
Esa mañana descendieron junto a la estación de Margaritifer y una docena de hombres y mujeres entusiasmados salió a encontrarlos, abrazándolos y besándolos una y otra vez. Los seis permanecieron juntos, más alarmados por esta bienvenida que por el cauteloso recibimiento del día anterior. Al fin les pasaron unos lectores láser por las muñecas para identificarlos, y esto los tranquilizó; pero cuando la IA confirmó que de verdad eran seis de los primeros cien, hubo vítores y risas; y cuando los seis fueron conducidos por una antecámara hasta una sala de descanso, varios de los anfitriones se acercaron de inmediato a unos pequeños tanques y aspiraron bocanadas de oxígeno nitroso y aerosol de pandorfinas, y rieron tontamente.
Uno de ellos, un esbelto norteamericano de cara fresca, se presentó.
—Soy Steve, me formé con Arkadi en el 12 y trabajé con él en Clarke. Casi todos los que estamos aquí trabajamos con él en Clarke. Estábamos en Schiaparelli cuando estalló la revolución.
—¿Saben dónde está Arkadi? —preguntó Nadia.
—Lo último que supimos era que estaba en Carr, pero se ha salido de la red, lo que no es extraño.
Un norteamericano alto y flaco se acercó a Nadia arrastrando los pies, le apoyó la mano en el hombro y exclamó:
—¡No siempre estamos así! —Y se rió.
—¡No! —convino Steve—. ¡Pero hoy es fiesta! ¿Se han enterado?
Una mujer que se reía con expresión estúpida levantó la cara de la mesa y gritó:
—¡El Día de la Independencia! ¡El catorce del decimocuarto año!
—Miren, miren eso —dijo Steve, y señaló el televisor.
Una imagen vaciló en la pantalla y de pronto todo el grupo se puso a gritar y a vitorear. Se habían introducido en un canal codificado de Clarke, explicó Steve, y aunque no podían decodificarlo, lo habían utilizado como radiofaro para mover el telescopio óptico. La imagen del telescopio había sido transferida al televisor de la sala, y ahí estaba, el cielo negro y las estrellas bloqueadas en el centro por algo que todos reconocían, el cuadriculado asteroide metálico del que pendía el cable.
—¡Miren ahora! —les gritaron a los desconcertados viajeros—.
¡Miren!
Aullaron de nuevo y unos cuantos iniciaron una desigual cuenta atrás desde cien. Algunos inhalaban helio además de oxido nitroso, y se plantaron bajo la gran pantalla y cantaron en ingles:
Nadia empezó a temblar. La ruidosa cuenta atrás se hizo mas y más estridente, hasta que aullaron:
—¡Cero!
Un vacío apareció entre el asteroide y el cable. Clarke desapareció de la pantalla. El cable, una telaraña entre las estrellas, cayó fuera del campo visual casi a la misma velocidad.
La sala se llenó de vítores frenéticos, al menos durante un momento. Pero se interrumpieron, como por una sacudida, cuando la atención de algunos de los celebrantes fue atraída por Ann, que se había levantado de un salto, los dos puños apretados contra la boca.
—¡Seguro que ya ha bajado! —le gritó Simón a Ann por encima del alboroto—. ¡Seguro que ya ha bajado! ¡Han pasado semanas desde que nos llamó!
Poco a poco se hizo la calma. Nadia se encontró junto a Ann, frente a Sasha y Simón. No sabía qué decir. Ann estaba rígida y miraba con ojos desorbitados.
—¿Cómo rompieron el cable? —preguntó Sax.
—Bueno, el cable es casi irrompible —repuso Steve.
—¿Rompieron el cable? —gritó Yeli.
—Bueno, no, lo que hicimos fue separarlo de Clarke. Pero el efecto es el mismo. El cable está cayendo. —El grupo volvió a aplaudir, con algo menos de entusiasmo. Steve explicó a los viajeros por encima del ruido:— El cable mismo era bastante impenetrable con su estructura de grafito y una malla de doble hélice de diamante, y además disponen de estaciones inteligentes de defensa cada cien kilómetros y de un severo dispositivo de seguridad en las cabinas. De modo que Arkadi nos sugirió que nos concentráramos en Clarke. Verán, el cable atraviesa la roca directamente hasta las factorías del interior, y el verdadero extremo estaba unido al asteroide tanto física como magnéticamente. Pero aterrizamos con un grupo de nuestros robots en un envío de material desde órbita, y excavamos y pusimos bombas termales fuera del revestimiento del cable y alrededor del generador. Y hoy las activamos todas a la vez y la roca se fundió en cuanto se interrumpieron. Ahora estará cayendo hacia el sol. De modo que localizarlo será una tarea bastante difícil. ¡Al menos eso esperamos!
—¿Y el cable? —preguntó Sasha.
Volvió a alzarse el clamor de los vítores y fue Sax quien le respondió en cuanto hubo un momento de tranquilidad.
—Está cayendo —dijo.
Tecleó deprisa en una consola, y Steve le gritó:
—Tenemos los cálculos del descenso si quiere. Son bastante complejos, un montón de ecuaciones diferenciales.
—Lo sé —dijo Sax.
—No me lo puedo creer —dijo Simón. Aún tenía las manos en el brazo de Ann y miraba alrededor con expresión sombría—. ¡El impacto va a matar a un montón de gente!
—Puede que no —contestó uno de ellos—. Y sí mata a algunos, serán casi todos policías de la UN, que han usado el ascensor para bajar y matar a gente aquí abajo.
—Seguramente hace una o dos semanas que bajó —le repitió enfáticamente Simón a Ann, que estaba lívida.