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Habían transcurrido cinco horas desde que comenzara la caída, y los seis viajeros se hundieron en sus asientos, mirando o sin mirar la televisión, demasiado extenuados para sentir nada, demasiado cansados para pensar.

—Bueno —dijo Sax—, ahora tenemos un ecuador como yo creía que era el de la Tierra a los cuatro años. Una gran línea negra que atraviesa todo el planeta.

Ann le dedicó a Sax una mirada amarga y dura. Nadia temió que se levantase y abofeteara a Sax. Pero nadie se movió, imágenes de la televisión parpadearon y los altavoces sisearon y crepitaron.

En la segunda noche del viaje a Shalbatana Vallis, vieron la nueva línea del ecuador, por lo menos la más austral. En la oscuridad era una franja ancha, recta y negra que los conducía al oeste. Mientras la sobrevolaban, Nadia miró sobriamente hacia abajo. No había sido un proyecto suyo, pero significaba trabajo, un trabajo destruido. Un puente derribado.

Y esa línea negra también era una tumba. En la superficie no había muerto mucha gente, excepto en el lado este de Pavonis, pero sí casi todos los que estaban en el ascensor, y eso significaba miles. Muchos de ellos seguramente sobrevivieron hasta que la parte del cable donde estaban entró en la atmósfera y se incineró.

Mientras volaban sobre los destrozos, Sax interceptó un nuevo vídeo de la caída. Alguien ya había montado en orden cronológico todas las imágenes que se habían transmitido en directo o en las horas posteriores. Las últimas tomas eran de la sección final del cable, explotando contra el planeta. La zona de impacto final no era más que un borrón blanco en movimiento, como un defecto en la cinta; no había vídeo capaz de registrar semejante luminiscencia. Pero, a medida que el montaje avanzaba, las imágenes se habían ralentizado y procesado de muchos modos, y una de ellas era el fragmento final, una toma en cámara ultralenta que mostraba detalles imposibles de detectar en vivo. Y así pudieron ver que a medida que la línea cruzaba el cielo, el grafito ardiente se desprendía dejando una doble hélice de diamante incandescente que flotaba majestuosa en el cielo crepuscular.

Todo una lápida, desde luego, la gente en ella ya muerta, evaporada; pero era difícil pensar en ellos mientras veían esa imagen extraña y hermosa, la visión de una especie de fantasía de ADN, el ADN de un macromundo de luz pura, que surcaba nuestro universo para fertilizar un planeta yermo…

Nadia apartó los ojos y ocupó el asiento del copiloto. Durante toda la noche miró por la ventanilla, incapaz de dormir, incapaz de quitarse de la cabeza la diamantina imagen descendente. Aquélla fue la noche más larga de todo el viaje. Le pareció que pasaba toda una eternidad antes del amanecer.

Poco después de la salida del sol aterrizaron en la pista aérea de un oleoducto por encima de Shalbatana, y se quedaron con un grupo de refugiados que trabajaban en el oleoducto y que ahora estaban atrapados allí. El grupo no defendía ninguna postura política y sólo quería sobrevivir hasta que las cosas volvieran a la normalidad. A Nadia esta actitud le pareció razonable sólo en parte, e intentó que salieran a reparar las tuberías; pero no le pareció que estuvieran muy convencidos.

Esa noche partieron otra vez, y al amanecer aterrizaron en la pista aérea abandonada del Cráter Carr. Antes de las ocho, Nadia, Sax, Ann, Simón, Sasha y Yeli estaban en el exterior con los trajes puestos y subiendo al borde del cráter.

La cúpula había desaparecido. Abajo había habido un incendio. Todos los edificios estaban intactos pero chamuscados, y casi todas las ventanas rotas o fundidas. Las paredes de plástico se habían doblado o deformado; las de hormigón estaban negras. Había manchas y pilas de hollín por doquier. A veces parecían las sombras de Hiroshima. Sí, eran cadáveres. Las siluetas de gente tratando de arrastrarse por las aceras.

—El aire de la ciudad fue hiperoxigenado —aventuró Sax.

En semejante atmósfera, la piel y la carne humanas eran combustibles e inflamables. Eso fue lo que les sucedió a los astronautas de las primeras misiones Apolo, atrapados en una cápsula con una atmósfera de oxígeno puro. Cuando se declaró el incendió, ardieron como parafina.

Y lo mismo había sucedido aquí. Mirando los montones de hollín, se veía que todo el mundo había ardido y corrido de acá para allá como antorchas vivientes.

Los seis viejos amigos se adentraron en la sombra de la pared oriental. Bajo un cielo circular rosa oscuro, se detuvieron ante el primer grupo de cadáveres ennegrecidos y se alejaron deprisa. Abrieron puertas y derribaron otras atascadas, y escucharon pegados a las paredes con un estetoscopio que había traído Sax. Ningún sonido salvo los latidos de sus propios corazones, altos y rápidos en el fondo de las gargantas resecas. Nadia caminaba dando traspiés, la respiración entrecortada y áspera. Se obligó a mirar los cadáveres, tratando de medir las negras pilas de carbono. Como en Hiroshima o en Pompeya. La gente ahora era más alta. Aunque aún ardía hasta los huesos; y los huesos eran palos delgados y ennegrecidos.

Cuando llegó a un montón de tamaño apropiado, se quedó mirándolo un momento. Al fin se acercó, localizó el brazo derecho y rascó con el guante de cuatro dedos el dorso de la muñeca calcinada; buscaba el código de puntos. Lo encontró y lo limpió. Pasó el láser por encima como una dependienta de supermercado leyendo los precios. Emily Hargrove.

Siguió adelante e hizo lo mismo con otra pila parecida. Thabo Moeti. Era mejor que comprobar la dentadura leyendo radiografías dentales.

Estaba mareada y aturdida cuando encontró un montón de hollín cerca de las oficinas de la ciudad; la mano derecha estaba extendida. Limpió la etiqueta y leyó. Arkadi Nikeliovich Bogdanov.

Volaron hacia el oeste once días más, escondiéndose durante las horas diurnas. De noche seguían los radiofaros o las indicaciones del último grupo que habían encontrado. Aunque a menudo esta gente sabía que había otros grupos en distintos lugares, no eran parte de ningún movimiento de resistencia, ni estaban coordinados entre ellos. Algunos esperaban llegar al casquete polar austral, como los prisioneros de Koroliov, otros jamás habían oído hablar de ese refugio; algunos eran bogdanovistas, otros revolucionarios que seguían a distintos líderes, o miembros de comunas religiosas o experimentos utópicos, o grupos nacionalistas que trataban de contactar con los gobiernos terranos; y algunos eran sólo supervivientes, huérfanos de la violencia. Los seis viajeros se detuvieron en Koroliov, pero al ver los cuerpos desnudos y congelados de los guardias fuera de las antecámaras, no intentaron entrar; algunos de los guardias estaban de pie, como estatuas.

Después de Koroliov no encontraron a nadie. Las radios y los televisores dejaron de funcionar a medida que se abatían los satélites, las pistas estaban vacías, y la Tierra se encontraba del otro lado del sol. El paisaje parecía tan yermo como antes de que llegaran, excepto por los diseminados fragmentos escarchados. Volaban en el cielo rosa como si estuvieran solos en ese mundo.

A Nadia le zumbaban los oídos: los ventiladores del avión, sin duda, aunque funcionaban bien. Los otros la encomendaban algún trabajo, y la dejaban caminar sola un rato antes de volver a despegar. Todos estaban aturdidos por lo que habían encontrado en Koroliov, y no intentaban animarla, lo que para ella era un alivio. Ann y Simón aún estaban preocupados por Peter. Yeli y Sax estaban preocupados por las provisiones, que no dejaban de menguar; las despensas del avión estaban casi vacías.

Pero Arkadi estaba muerto y ya nada importaba. A Nadia la revolución le parecía más que nunca completamente inútil, un espasmo de cólera sin objeto, una mutilación definitiva. ¡Todo un mundo destruido! Pidió a los demás que enviaran un mensaje de radio anunciando que Arkadi había muerto. Sasha estuvo de acuerdo y ayudó a convencer a los demás.