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—Ayudará a que las cosas se tranquilicen más pronto —afirmó Sasha.

Sax sacudió la cabeza.

—Las insurrecciones no tienen líderes —dijo—. Además, es bastante probable que nadie lo oiga.

Pero un par de días después quedó claro que algunos lo habían oído. Recibieron una microcomunicación de respuesta de Alex Zhalin.

—Mira, Sax, esto no es la revolución americana, ni la francesa ni la rusa ni la inglesa. ¡Es todas las revoluciones a la vez y en todas partes! Todo un mundo se está rebelando, un mundo con una superficie igual a la de la Tierra, y sólo unos pocos miles intentan oponerse… y la mayoría está todavía en el espacio; parece que desde allí lo dominaran todo, pero son muy vulnerables. Si consiguen someter a una fuerza en Syrtis, hay otra en Hellespontus. Imagínate fuerzas con base en el espacio tratando de detener una revolución en Camboya, pero también en Alaska, Japón, España, Madagascar. ¿Como lo haces? No puedes. Si Arkadi Nikeliovich hubiera vivido para verlo, él habría…

La microcomunicación se interrumpió bruscamente. Quizá fuera una mala señal, quizá no. Pero ni siquiera Alex había podido evitar una nota de desaliento cuando habló de Arkadi. Era imposible: Arkadi había sido mucho más que un líder político… había sido el hermano de todos, una fuerza natural, la voz de la conciencia. El sentido innato de lo que era justo. El mejor de los amigos.

Nadia se movía pesadamente, ayudando en la navegación durante los vuelos nocturnos, durmiendo todo lo posible durante el día. Perdió peso y encaneció. Hablaba con torpeza, como si algo le apretara la garganta y las entrañas se le hubieran petrificado. Era una piedra, no podía llorar, pero continuó trabajando. Nadie tenía comida de sobra, y a ellos también se les acababa. Redujeron las raciones a la mitad.

Y el trigésimo segundo día de su partida de Lasswitz, tras unos 10.000 kilómetros, llegaron a Cairo, encaramada en el valle austral de Noctis Labyrinthus, justo al sur del extremo austral del cable caído.

Cairo estaba bajo el control de facto de la UNOMA, o al menos eso pensaba la gente. Como el resto de las ciudades-tienda vivía amenazada por los láseres de las naves policiales de la UNOMA, que habían entrado en órbita en algún momento del mes anterior. Además, la mayoría de los habitantes de Cairo al principio de la guerra eran árabes y suizos, y por lo menos allí parecía que ellos sólo ambicionaban mantenerse a salvo.

No obstante, los seis viajeros no eran los únicos refugiados. Una oleada acababa de bajar de Tharsis desde la devastación de Sheffield y del resto de Pavonis; otros subían desde Marineris tras atravesar él laberinto de Noctis. La población se había cuadruplicado, las multitudes vivían y dormían en las calles y en los parques, la planta física se veía desbordada, y los gases y la comida pronto se agotarían.

De todo esto les informó una operadora del aeropuerto, que se obstinaba en seguir trabajando aunque ya no había transbordadores. Después de guiarlos hasta un extremo de la pista donde se agrupaba una flota de aeroplanos, les dijo que se pusieran los trajes y que caminaran el kilómetro que los separaba del muro de la ciudad. Nadia se sintió nerviosa al abandonar el 16D, y más aún cuando cruzó la antecámara y vio que la mayoría de la gente llevaba puestos los trajes y los cascos, preparada para una posible despresurización.

Se encaminaron a las oficinas de la ciudad y allí encontraron a Frank y a Maya, y también a Mary Dunkel y a Spencer Jackson. Frank estaba ocupado ante una pantalla, al parecer hablando con alguien en órbita, y desechó con un ademán los abrazos de los viajeros, aunque poco después los saludó agitando una mano. Según parecía, estaba conectado a un sistema de comunicaciones, o quizá a más de uno, pues no dejó de hablar durante las siguientes seis horas, y sólo se detuvo para beber agua o hacer otra llamada, sin volverse nunca hacia sus viejos compañeros. Parecía poseído por una furia permanente, la mandíbula tensa y luego relajada y luego tensa otra vez. En verdad estaba en su elemento: daba explicaciones y conferencias, halagaba y amenazaba, hacía preguntas y después comentaba con impaciencia las respuestas. En otras otras llevaba los negocios y las transacciones al viejo estilo, pero con un filo airado, amargado, incluso asustado, como si hubiera caminado más allá del borde de un abismo y negociara ahora la vuelta a tierra firme.

Cuando por fin cortó, se reclinó en la silla y suspiró. Luego se levantó tiesamente, se acercó a saludarlos, y apoyó un instante una mano en el hombro de Nadia. Aparte de eso, estuvo muy brusco y no mostró ningún interés por averiguar como habían conseguido llegar a Cairo. Sólo quería saber a quiénes habían visto, cómo les iba a esos grupos desperdigados y qué intenciones tenían. Una o dos veces volvió a la pantalla y se puso en contacto inmediato con esos grupos, una capacidad que asombró a los viajeros; habían dado por hecho que todo el mundo estaba tan aislado como ellos.

—Enlaces de la UNOMA —explicó Frank, pasándose una mano por la cetrina mandíbula—. Mantienen abiertos para mí algunos canales.

—¿Por qué? —preguntó Sax.

—Porque intento detener lo que pasa. Estoy tratando de conseguir un alto el fuego, luego una amnistía general y después la reconstrucción con la colaboración de todos.

—¿Bajo la dirección de quién?

—De la UNOMA, por supuesto. Y de las oficinas nacionales.

—Pero la UNOMA sólo acepta el alto el fuego —aventuró Sax—.

Mientras que los rebeldes sólo aceptan la amnistía, ¿verdad? Frank asintió.

—Y a ninguno le gusta la reconstrucción con la colaboración de todos. Pero la situación se ha deteriorado demasiado. Otros cuatro acuíferos más han estallado desde que cayó el cable. Todos son ecuatoriales y algunos opinan que es cuestión de causa y efecto. —Ann asintió y Frank pareció complacido.— Tengo la certeza de que los reventaron. Volaron uno en la boca de Chasma Borealis y el caudal está inundando las dunas.

—El peso del casquete polar puede haber aumentado la presión hidrostática —dijo Ann.

—¿Sabes algo del grupo de Acheron? —preguntó Sax a Frank.

—No. Han desaparecido. Temo que hayan corrido la suerte de Arkadi. —Miró a Nadia y frunció los labios en una mueca de tristeza.— Tengo que volver al trabajo.

—Pero ¿qué pasa en la Tierra? —preguntó Ann—. ¿Qué dice la UN?

—«Marte no es una nación, sino una fuente de recursos para el mundo» —citó Frank con ironía—. Dicen que no se puede permitir que la pequeña fracción que vive aquí controle los recursos que necesitan en la Tierra.

—Seguramente tienen razón —se oyó decir Nadia. La voz le salió ronca, como un graznido. Como si llevara días sin hablar. Frank se encogió de hombros.

—Por eso han dado carta blanca a las transnacionales —indicó Sax—. Me parece que aquí hay más agentes de las transnacs que policía de la UN.

—Así es. La UN tardó bastante en desplegar sus fuerzas de paz.

—No les importa que otros hagan el trabajo sucio.

—Desde luego que no.

—¿Y qué pasa con la Tierra? —volvió a preguntar Ann.

—Parece que el Grupo de los Siete empieza a controlar la situación —dijo Frank. Sacudió la cabeza—. Desde aquí es muy difícil saberlo.

Volvió a la pantalla para hacer más llamadas. Los otros fueron a comer, a lavarse, a dormir, a ponerse al día sobre amigos y conocidos, sobre los primeros cien, sobre las noticias de la Tierra. Las banderas de conveniencia habían sido destruidas por los ataques de los desposeídos del sur, pero al parecer las transnacionales habían buscado refugio en el Grupo de los Siete y habían sido acogidas y defendidas con un enorme despliegue militar. El duodécimo intento de cese de las hostilidades se había respetado durante varios días.