—¿Dónde está Sasha? —gritó la voz de Yeli—. ¿Dónde diablos está Sasha?
—Estaba en la antecámara —le respondió alguien—. Iba a salir a saludarlos.
Había que abrir la puerta interior de la antecámara, Nadia empezó tecleando al principio todos los códigos, luego intentándolo con herramientas, y por último colocando una descarga de explosivos. Retrocedieron y la cerradura voló como una saeta de ballesta, y entonces se acercaron, empujaron y la puerta se abrió. Nadia entró a la carrera y cayó de rodillas junto a Sasha, acurrucada en la posición de emergencia; pero estaba muerta, los ojos vidriosos, el rostro carmesí.
Sintiendo que tenía que moverse o se convertiría en piedra allí mismo, Nadia se levantó y corrió de vuelta a los coches. Saltó dentro de uno y se alejó; no tenía ningún plan y pareció que el coche elegía el camino. Las voces de sus amigos crepitaron en el ordenador de muñeca: sonaban como grillos en una jaula, Maya murmurando ferozmente en ruso, llorando; sólo ella era bastante fuerte para seguir sintiendo.
—¡Fue Fobos otra vez! —gritó la vocecita de Maya—. ¡Se han vuelto psicóticos ahí arriba!
Los otros seguían en estado de shock, sus voces sonaban como las de las IA.
—No son psicóticos —dijo Frank—. Es razonable. Ven que se avecina una solución política y cuelan todos los tantos posibles.
—¡Bastardos asesinos! —gritó Maya—. Fascistas del KGB…
El coche se detuvo ante las oficinas. Nadia corrió al interior, al cuarto donde había dejado sus cosas, a esas alturas nada más que una vieja mochila azul. Hurgó en ella, sin saber todavía lo que buscaba hasta que dio con una bolsa y la sacó. El transmisor de Arkadi. Por supuesto. Corrió de vuelta al coche y condujo hasta la puerta sur. Sax y Frank seguían hablando, Sax con el tono de voz de siempre, aunque decía:
—Todos aquellos de nosotros cuyo paradero se conoce están aquí o han sido asesinados. Creo que van detrás de los primeros cien.
—¿Quieres decir que nos escogen? —preguntó Frank.
—Vi unas noticias terranas que decían que éramos los cabecillas. Y veintiuno de nosotros han muerto desde que comenzó la revolución. Otros cuarenta han desaparecido.
El coche llegó a la puerta sur. Nadia apagó el intercom, salió del vehículo, fue a la antecámara, se puso unas botas, un casco y un par de guantes. Activó el aire y lo verificó; luego dio un manotazo al botón de apertura y aguardó a que la antecámara se despresurizara y se abriera. Como había hecho Sasha. Habían compartido toda una vida juntas sólo en ese último mes.
Salió a la superficie, al resplandor y al azote de un día ventoso y nublado, y sintió el primer mordisco de diamante del frío. Avanzó a través de remolinos de arena menuda y roja. La mujer hueca que pisaba sangre. En el exterior de la segunda puerta estaban los cuerpos de sus amigos y de muchos otros, las caras purpúreas e hinchadas, como después de un accidente de construcción. Nadia había sido testigo de muchos accidentes, había visto la muerte a menudo, y cada vez había sido terrible… ¡y sin embargo aquí esos espantosos accidentes eran deliberados! Eso era la guerra: matar gente por cualquier medio. Gente que podría haber vivido mil años. Pensó en Arkadi y en los mil años y siseó entre dientes. Se habían peleado tanto en los últimos tiempos…, casi siempre por motivos políticos. Tus planes son un anacronismo total, decía Nadia. No entiendes el mundo. ¡Ja!, reía el, ofendido. Este mundo sí que lo entiendo. Con una expresión más lóbrega que nunca. Y recordó cuando él le dio el transmisor, cómo lloraba por John, loco de dolor y de ira. Sólo por si acaso, había dicho ante las negativas de ella. Sólo por si acaso.
Y ahora había sucedido. No podía creerlo. Sacó la caja del bolsillo de la pierna. Fobos subía a toda velocidad por el horizonte occidental, como una patata gris. El sol acababa de ponerse y el resplandor rojizo era tan intenso que parecía como si estuviera envuelto en su propia sangre, como si fuera una criatura tan pequeña como una célula, mientras alrededor los vientos barrían un plasma polvoriento. Había cohetes aterrizando al norte de la ciudad. Los espejos del crepúsculo brillaban en el cielo como un cúmulo de estrellas vespertinas. Un cielo alborotado. Pronto descenderían naves de la UN.
Fobos cruzaba el ciclo cada cuatro horas y cuarto; no tuvo que esperar mucho. Había subido como una media luna, y ahora, casi llena, a medio camino del cénit, corría a través del cielo coagulado. Pudo distinguir un débil punto de luz dentro del disco gris: las bóvedas de los dos pequeños cráteres Semenov y Leveikin. Alzó el transmisor y tecleó el código de ignición: MÁNGALA. Era tan simple como utilizar un telecomando cualquiera.
Una luz brillante llameó en el borde del pequeño disco gris. Las dos débiles luces se apagaron. La luz brillante resplandeció todavía más.
¿Percibirían la deceleración? Probablemente no, pero ya estaba ocurriendo.
Había empezado la caída de Fobos.
De vuelta en Cairo descubrió que las noticias se habían extendido. El brillante resplandor había llamado la atención de todos, y después, por costumbre, se habían agrupado ante las pantallas apagadas de los televisores y habían discutido lo que había pasado. Nadia dejó atrás un grupo tras otro, y oyó a la gente que decía: —¡Han atacado Fobos! ¡Han atacado Fobos!—. Y alguien rió: —¡Lo han acercado al límite de Roche!
Nadia pensó que se había extraviado en la medina, pero de pronto se encontró delante de las oficinas de la ciudad. Maya estaba fuera.
—¡Eh, Nadia! —gritó—. ¿Viste lo de Fobos?
—Sí.
—¡Roger dice que cuando estuvieron allí arriba en el año Uno pusieron dentro un sistema de explosivos y cohetes! ¿Te habló alguna vez Arkadi?
—Sí.
Entraron en las oficinas, Maya pensando en voz alta:
—Si consiguen frenarlo, bajará. Me pregunto dónde. Aquí estamos demasiado cerca del ecuador.
—Seguramente estallará y caerá sobre un montón de lugares.
—Es cierto. Me pregunto qué pensará Sax del asunto.
Encontraron a Sax y a Frank juntos delante de una pantalla, Yeli, Ann y Simón delante de otra. Un telescopio satélite de la UNOMA rastreaba a Fobos, y Sax medía la velocidad de la luna a través del paisaje marciano. En la imagen de la pantalla, la cúpula de Stickney brillaba como un huevo de Fabergé, pero unos fogonazos blancos de deyecciones y gases veteaban el borde frontal.
—Miren lo equilibrada que es la propulsión —dijo Sax a nadie en particular—. Una propulsión demasiado brusca y se habría despedazado. Y una desequilibrada lo habría hecho rotar fuera de control.
—Veo señales de impulsos laterales de estabilización —anunció su IA.
—Toberas de posición —dijo Sax—. Convirtieron Fobos en un gran cohete.
—Lo hicieron el primer año —dijo Nadia. No estaba segura de por qué hablaba, aún le parecía que estaba viéndose desde fuera—. Gran parte del grupo de Fobos procedía de los sistemas de cohetería y dirección. Procesaron las vetas de hielo, las transformaron en oxigeno y deuterio, y los almacenaron en columnas dentro del condrito. Los motores y el complejo de control los enterraron en el centro.
—Así que es un gran cohete. —Sax asentía mientras tecleaba—. Período de Fobos, 27.547 segundos. Avanza… a unos 2.146 kilómetros por segundo, y para caer necesita desacelerar a… a 1561 kilómetros por segundo. Por lo tanto, 585 kilómetros por segundo más despacio. Para una masa como la de Fobos… caramba. Es un montón de combustible.
—¿A cuánto ha descendido ya? —preguntó Frank. Tenía una expresión sombría, las mandíbulas apretadas… Furioso, notó Nadia, por no ser capaz de prever qué pasaría ahora.