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—Más o menos uno punto siete. Y esos grandes propulsores todavía arden. Caerá. Pero no en una sola pieza. El descenso la destruirá, estoy seguro.

—¿El límite de Roche?

—No, por la presión del aerofrenado, y todos esos depósitos de combustible vacíos…

—¿Qué ha pasado con la gente que había allí? —preguntó Nadia con aire ausente.

—Alguien dijo que parecía como si toda la población se hubiera tirado en paracaídas. No quedó nadie para frenarlo.

—Bien —dijo Nadia, dejándose caer en el sillón.

—Entonces, ¿cuándo caerá? —preguntó Frank. Sax parpadeó.

—Imposible saberlo. Depende de cuándo se desintegre y cómo. Pero creo que muy pronto. En el plazo de un día. Y entonces habrá una franja a lo largo del ecuador, probablemente muy extensa, que estará en apuros. Habrá toda una lluvia de meteoritos.

—Eso limpiará parte del cable —dijo Simón débilmente.

Estaba sentado junto a Ann y la miraba con preocupación. Ella observaba la pantalla de Simón con aire inexpresivo. Todavía no habían tenido noticias de Peter. ¿Era eso mejor o peor que un montón de hollín, que un nombre en código de puntos apareciendo en un ordenador de muñeca? Mejor, decidió Nadia. Pero también muy duro.

—Miren —dijo Sax—. Se está desintegrando.

La cámara telescópica del satélite mostró la cúpula sobre Stickney que estallaba en grandes fragmentos, y las líneas de cráteres que se abrían y vomitaban polvo. Luego el pequeño mundo que parecía una patata floreció y se desintegró en pedazos irregulares. Media docena de los grandes se alejaron despacio, el mayor por delante. Un fragmento se desvió a un costado, al parecer impulsado todavía por uno de los cohetes del interior de la luna. El resto de las rocas se diseminó, cada una cayendo a diferente velocidad.

—Bueno, me parece que estamos en la línea de fuego —dijo Sax alzando la cabeza y mirando—. Los fragmentos más grandes pronto entrarán en la atmósfera superior y entonces todo sucederá muy deprisa.

—¿Puedes determinar donde?

—No, hay demasiadas incógnitas. A lo largo del ecuador, eso es todo. Quizá estamos bastante al sur como para que no nos alcance directamente, pero habrá efectos de dispersión.

—La gente en el ecuador tendría que desplazarse hacia el norte o hacia el sur —dijo Maya.

—Es probable que ya lo sepan. En cualquier caso, la caída del cable ya habrá despejado la zona.

Frank recorría inquieto la sala. Al fin, no pudo contenerse, regresó al monitor y envió una secuencia de breves y mordaces mensajes. Uno obtuvo respuesta y Frank bufó:

—Disponemos de un período de gracia. La policía de la UN no bajará hasta que haya caído toda esa mierda. Después, se lanzarán como halcones sobre nosotros. Aseguran que la orden que inició las explosiones en Fobos partió de aquí, y están cansados de que una ciudad neutral esté al servicio de la insurrección.

—De modo que esperarán al fin de la caída —dijo Sax.

Entró en la red de la UNOMA y consiguió una imagen de radar compuesta de fragmentos. Después de eso había poco que hacer. Se sentaron; se levantaron y dieron vueltas; miraron las pantallas; comieron pizza fría; dormitaron. Nadia esperaba encorvada sobre el vientre.

Cerca de la medianoche y en el lapso marciano, algo en las pantallas atrajo la atención de Sax: tecleando furiosamente en los canales de Frank, consiguió conectar con el observatorio del Monte Olimpo. Allí faltaba poco para el amanecer y una de las cámaras del observatorio transmitió una imagen del horizonte sur: la curvatura negra del planeta bloqueaba las estrellas. Unos meteoritos centellearon mientras caían oblicuamente en el cielo occidental, veloces y brillantes como rayos recios, o titánicas balas rastreadoras. Se dispersaban en el este y estallaban justo antes impacto, dejando manchas fosforescentes en cada punto de colisión, como minúsculas explosiones nucleares. En menos de diez segundos el ataque había terminado. Una línea de refulgentes burbujas amarillas punteaban el campo oscuro.

Nadia cerró los ojos y vio unos remolinos de manchas luminosas. Volvió a abrirlos y miró la pantalla. Amanecía. El sol iluminó unas nubes de humo que se elevaban en el cielo sobre Tharsis oeste como hongos de color rosa pálido, de tallos largos y grises. Lentamente el sol subió sobre esa vegetación turbulenta y la cubrió con un barniz broncíneo. Luego, la línea de nubes amarillas y rosadas derivó por un cielo de índigo pastel, parecía una pesadilla de Maxfield Parrish, demasiado extraña y hermosa. Nadia pensó en el último instante del ascensor, en esa doble hélice de diamantes. ¿Cómo es que la destrucción podía ser tan hermosa? ¿No era acaso una combinación fortuita de elementos, la prueba definitiva de que la belleza carecía de dimensión moral?

—Ahí hay suficiente materia como para desencadenar otra tormenta planetaria —observó Sax—. Aunque la radiación de calor será considerable.

—Cállate, Sax —dijo Maya.

—Nos ha llegado el turno, ¿verdad? —preguntó Frank. Sax asintió.

Abandonaron las oficinas de la ciudad y salieron al parque. Todos miraban al nordeste en silencio, como si participaran en algún ritual religioso. No parecía que estuvieran esperando un bombardeo. El cielo matinal era de color rosa, polvoriento y mortecino.

Entonces, un cometa atravesó el horizonte, irradiando una luz dolorosa. Hubo un jadeo colectivo, y algunos gritaron. La refulgente línea blanca se curvó sobre ellos y en seguida, en un instante, pasó como una exhalación y desapareció en el horizonte oriental. Un momento después el suelo tembló ligeramente. Al este, una nube subió a la cúpula rosa del cielo, a unos 20.000 metros de altura.

Entonces otro resplandor blanco cruzó el cielo arrastrando colas de cometas en llamas. Luego otro, y otro, un cúmulo fulgurante que cayó por el horizonte oriental en el inmenso Marineris. Al fin, la lluvia cesó, y durante un momento los testigos de Cairo miraron sin ver, tambaleantes, cegados por imágenes fantasmas en la retina.

—Ahora le toca a la UN. —dijo Frank—. En el mejor de los casos.

—¿Crees que deberíamos…? —Maya se interrumpió.— ¿Crees que estaremos…?

—¿A salvo? —dijo Frank mordazmente. —Quizá tendríamos que despegar otra vez.

—¿A la luz del día?

—¡Bueno, tal vez sea mejor que quedarnos aquí! ¡No sé vosotros, pero yo no quiero que me pongan contra un paredón y me ejecuten!

—Si son de la UNOMA no harán eso —dijo Sax.

—No puedes estar seguro —dijo Maya—. Todo el mundo en la Tierra cree que somos los cabecillas.

—¡No hay cabecillas! —exclamó Frank.

—Pero ellos quieren que los haya —dijo Nadia. Callaron.

—Quizá alguien haya decidido que sin nosotros todo será más fácil —concluyó Sax.

Llegaron más noticias de impactos en el otro hemisferio y Sax se sentó ante las pantallas. Ann permaneció de pie junto a él, mirando por encima del hombro izquierdo de Sax. Los choques de ese calibre habían sido frecuentes en otro tiempo, y ella quería ver uno en vivo, aunque fuera obra de los humanos.

Mientras ellos miraban. Maya no dejaba de insistir en que tenían que marcharse, esconderse, lo que fuera. Frank salió a ver qué ocurría en el espaciopuerto. Nadia lo acompañó hasta las oficinas, temiendo que Maya tuviera razón, pero poco dispuesta a seguir escuchando. Se despidió de Frank y se quedó delante del edificio mirando el cielo. Había llegado la tarde y los vientos del oeste comenzaban a barrer la pendiente de Tharsis. Parecía como si hubiera humo en el cielo, como si algo ardiera del otro lado de los riscos. La luz en el interior de Cairo disminuyó a medida que las nubes de polvo oscurecían el sol, y la polarización de la tienda desencadenó breves arcoiris y parelios, como si la materia constitutiva del mundo se deshiciera en partes caleidoscópicas. Nadia se estremeció. Una nube más densa cubrió el sol, como un eclipse. Salió de la sombra y entró en las oficinas.